Julien y Richard... ¿Acaso no es amor? Yo diría que es el más puro.
Lestat de Lioncourt
—Te pondrás bien.
Había despertado después de horas
dormitando. La noche había sido agitada debido a la irrupción del
Hombre en la habitación. Él, como siempre, apareció para intentar
consolar su miserable existencia acompañándome de forma sentimental
y arrojando contra mí toda una perorata de amor falso, como las
perlas baratas que un hombre tacaño adquiere para sus ilusas
amantes.
Richard estaba vestido de forma
varonil, dejando atrás el maquillaje, las medias de red, los bonitos
y sofisticados tacones o el sujetador con relleno. Ante mí había un
muchacho de tez clara con mejillas de color de los duraznos maduros y
una boca carnosa, algo trémula, que no dejaba de murmurar que me
amaba sin decir siquiera palabra alguna. Tenía unos ojos tan
profundos que a veces me ahogaba en ellos como ocasionalmente lo
hacía Lasher en el whisky, el ron o cualquier vino barato cuando nos
obligaba a ir al puerto a disfrutar de las tabernas y las putas que
allí se arremolinaban. Mujeres que eran como abejas en un panal de
miel, zumbando de un lado a otro, buscando un hombre que las
mantuviese esa noche en sus camas y dejasen un buen fajo de dinero en
las mesillas de noche de los moteles más baratos y nauseabundos que
puedas imaginar.
—Eres un iluso—respondí sintiendo
la boca pastosa debido al medicamento.
—Siempre te he visto superar
cualquier problema con tus empresas, solventar cualquier
enfrentamiento y te has burlado de tus años. Lo lograrás.— Decía
aquello convencido. Estaba absolutamente convencido que no me
moriría. Él creía que podría luchar contra el mundo entero y
salir victorioso cual Alejandro Magno, pero no. Ya tenía ochenta y
cuatro años aunque él ni siquiera lo podía imaginar ya que jamás
había aparentado mis años, pero aquella caída había hecho que mi
vida se convirtiera en un infierno.
—Ni siquiera te he dicho jamás mi
edad—dije con una sonrisa cargada de coquetería.
Mi cabello negro y rizado, muy rizado,
ya no existía y en su lugar había una cabellera cana. Mis ojos era
lo único que aún conservaba como cuando era un muchacho, unos ojos
azules inquietos y llenos de preguntas. Apenas tenía arrugas, pero
se podía intuir que no era un cuarentón ni un cincuentón.
—Ni lo necesito. La edad son cifras
que no me interesan—dijo tras una fresca carcajada.
Suzette Mayfair, mi esposa, me odió
muchísimo por mis infidelidades. Yo la amé de forma egoísta, pues
nunca la amé como a una mujer sino como una compañera. Amé su
temperamento, su belleza, sus virtudes y el amor que desprendía
hacia nuestros hijos. No obstante, jamás pude amarla como amé a
Richard.
—Sabes que siempre te he sido fiel a
mi mod.
—Sí, a tu manera—susurró buscando
mi mano derecha para tomarla entre las suyas. Estaba sentado casi al
borde de la cama, pero se acomodó un poco en esta para estar muy
cerca de mí—. Siempre has hecho las cosas a tu manera.
—¿Y eso no te ha hecho sentir jamás
traicionado?
—Me has dado los mejores años de mi
vida, pues a tu lado he aprendido demasiadas cosas. — Sentí un
extraño deseo de desnudarlo y hacerle el amor, pero apenas tenía
fuerzas esa mañana.
Me quedé mirándolo y recordé a
Victor Gregoire, el mestizo oficinista que había trabajado para mí
y que el Hombre mató, sentí miedo por un momento porque ese
espíritu pudiese matarlo cuando yo me muriese debido a sus celos
insanos. Aún así no dije nada y sólo dejé que las lágrimas
surcaran mi rostro mientras lo miraba agradecido por todo el amor que
me ofreció aunque no me merecía siquiera una caricia de sus
virtuosas manos.
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