“Padre nuestro que estas en los Cielos, Padre misericordioso que eres capaz de quitarme el cáliz de mis labios, Padre que dio a su hijo a los hombres para que hiciéramos con él un crimen horrendo…Padre. Yo te ruego Dios que comiences a escucharme, que me otorgues un segundo de tu existencia a este humano convertido en una bestia. Sé que todos somos hijos tuyos, que podemos redimir nuestros pecados si nos arrepentimos y comenzamos a caminar a tu lado. Por favor, deja que este demonio pueda abrazarte y anclarse a tu figura. Deja que mis palabras te susurren mi dolor. Hoy llueven gotas amargan en mi piel, hoy el día no pudo ser peor pues caí en la tentación de la carne. Por favor, yo te ruego que logres conmoverte. Soy un pecador, lo sé, sin embargo me merezco tu absolución. En el nombre del Padre, del Hijo, del espíritu santo…Amen”
Mi iglesia, es tu templo
Mi alma, tu refugio
Tus manos, mi necesidad
Tu perdón, lo que persigo
Padre salvador, misericordioso y único
Aquel que con su bondad derrumbó muros
Y abrazó a cientos en el centro de su corazón
Así oraba en días próximos a
En el aire se alzaban mis susurros, sordos a los oídos de dios, y el aroma del incensario que columpiaba la imagen de un heraldo de aspecto inocente. San José con su aspecto bondadoso me observaba en una esquina, en la esquina contraria la virgen María y un niño Jesús en sus brazos. Sin embargo, las imágenes del crucifijo y la del Jesús apresado junto a un romano, de aquella galería de arte religioso que era mi iglesia, era lo que más respeto me daba. Estaba toda colmada de rosas, gardenias, margaritas y las primeras amapolas. A pesar de ser estatuas tenían un calor especial, los pliegues de sus telas eran especiales al igual que el ambiente que se creaba. Tan sólo era frío el mármol del suelo bajo mis rodillas, el cual se humedecía con mis lágrimas.
“Padre salvador de todo mal, eres mi guía. Ilumíname como antes hacías, no olvides a este humano que creyó en ti desde el día de su nacida. Padre mío, padre de todos. Por favor, perdóname porque yo no puedo hacerlo.”
Unos pasos entonces se escucharon por la galería, una risa contenida y un perfume familiar se hizo paso. Los aplausos de aquel demonio resonaron en mi cabeza, entre los muros del templo y Jesús parecía llorar junto conmigo. No me giré, sabía quien era y no deseaba rendirme de nuevo.
-Qué bien actúas.-su acento extranjero, del norte de Europa, crispó mis nervios e hizo que mi corazón bombeara.-Eres fabuloso.-su voz era jovial, un contraste irónico y cruel contra el que se había rendido ante él.
-¡Basta! ¡Dios mío! ¡Mi amado padre! ¡Apártalo de mi camino!-golpeé el suelo y mis brazos temblaron, sin embargo no fueron los únicos ya que todo mi cuerpo lo hacía.
-¿No lo sabes? Somos libres para tomar las riendas de nuestra vida, él tan sólo nos observa como un Gran Hermano.-masculló danzando por la sala, sus pasos eran cada vez más cercanos y me hizo derrumbarme al posar sus manos sobre mis hombros.-Andrei, oh mi Andrei.-susurró en mis oídos.-¡El glorioso mártir Andrei!-gritó con una carcajada ante la imagen del dolor de mi Dios.
-¡Calla!-espeté llevándome las manos a mi cabeza.-¡No quiero volver a verte! ¡Vuelve al infierno!-dije ahogado por la locura.
-¿Así tratas a tus amantes Andrei?-dijo posándose ante mí, sentándose en la mesa donde consagraba la misa.-¿Cambiaste el mantel? Claro que lo cambiarías, el otro quedó empapado por su sudor, ese sudor que aparecía con tus gemidos y la presencia blanquecina de tu orgasmo.-hizo un inciso para reír moviéndose entero, echando hacia atrás su cabellera rojiza para luego clavar sus ojos en mí.-¿Desaparecieron las manchas? Dime que sí, ese mantel parecía caro y preciado para ti.-murmuró con un tono viperino, serpenteante con aquellas marcadas eses en la punta de la lengua.
-¡Deja de blasfemar! ¡Es la casa de Dios!-la ira me consumía y su aspecto angelical me podía. Era mayor en tamaño, aparentaba mi edad pero sabía que tenía un par de siglos. Aquel odioso vampiro, aquel lujurioso amante…era mi locura, mi mayor tentación.
-Ayer parecía más una casa de citas, la verdad es que ya me tienes confundido.-rió bajo y clavó sus ojos azules en mí.
-¡Olvídame!-me abracé a mi mismo, tenía que evitar caer y liberarme de sus cadenas.
-No puedo, tus nalgas son demasiado apetitosas y eres tan vulnerable. Eres atrayente mi hermoso cura del pecado.-pasó su lengua por todos los dedos de su mano derecha y luego la llevó a su entrepierna.
-¡Ya basta!-alcé mi rostro hasta las vidrieras de la cúpula, pudiéndose ver entonces las lágrimas que recorrían mi piel y emborronaban mi vista.
-Veo que hoy no estás por la labor, voy a tener que marcharme. Pero recuerda, siempre que lo desee volveré e incluso a tus misas nocturnas para excitarme mientras te miro en el púlpito hablando de pureza.-tras ello se esfumó en la nada, como siempre.
Me levanté trémulo al cabo del rato, mi sotana rozaba el piso y mis cabellos alborotados caían sobre mis hombros. Había descubierto el pecado y era tentador, pero no caería tan fácilmente. No otra vez, no. Aquel condenado a las sombras sería alejado de mi mente, de mi corazón y dejaría de atormentar mi alma.
Decidí recluirme en mi capilla, allí oré hasta alcanzada la madrugada. Después abrí la puerta que daba a mi casa, la tenía pegada a mi iglesia. Era un lugar sencillo, con pocos muebles, pero con una hermosa chimenea que calentaba las noches más frías del invierno. No había comido nada, me sentía poco merecedor de ello. Me tumbé en mi lecho creado con lana y paja, me acomodé como pude e intentar dormir. Sin embargo, un huracán de sueños eróticos me atormentaban. Practicar aquel sexo embrutecido ante la imagen de mi señor, me resultaba demasiado tentador y placentero.
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