La mañana resultó inquietante para
mí, Louis se hallaba a mi lado pero no ocupaba mis pensamientos.
Agradecía que con él no tuviese esa intimidad, pues sabía que
sería para él un motivo para torturarme y echarme en cara miles de
cosas que no hacía, pero que en realidad hacía a escondidas. Sólo
podía pensar en ella con un encantador recogido, sus hombros
desnudos y su cuerpo recostado en una enorme cama en París
haciéndome sentir el calor de su cuerpo.
Sabía que muchos hombres confundían
su fortaleza con frialdad, igual que ocurría con mi madre. En ese
instante me percaté que ella era el tipo de mujer que siempre había
deseado a mi vida, la cual me haría temblar con tan sólo mirarme y
me tendría seducido con un par de palabras sensuales susurradas
cerca de mi oreja. A corta distancia se podía ver el cambio en los
ojos de Rowan. Su mirada seductora a veces, ilusa igual que una niña,
enigmática cuando callaba guardando verdades dolorosas o simplemente
cargada de espinas, fuerte cuando estaba decidida y fiera en la cama.
Soñé con ella desnuda, a mi lado,
acariciando mi pecho desnudo y dejando surcos cerca de mis pezones.
Su risa suave, encantadora y refrescante, me hacía sentir vigoroso.
El perfume de sus cabellos golpeaba mi nariz y sus pechos llenos me
tentaban. Al despertarme, me encontré al lado de Louis pegado a mí
envuelto en las sábanas que yo mismo había elegido hacía mucho
tiempo. Podía jurar no amarlo, pero mentía, sin embargo no era tan
intenso como con ella. Ella me hacía sentir vivo, como un jovencito
que acaba de conocer a la mujer de sus sueños con la que ha deseado
estar desde que se le cayeron los dientes de leche.
Salí de la cama dándome una ducha
fresca porque la humedad me hacía sentir pegajoso y aturdido. Me
coloqué una camisa de hilo, tomé uno de mis encantadores trajes de
lino y añadí unos mocasines cómodos que me hacían sentir caminar
sobre las nubes. Mi equipaje era mi billetera con mi talonario,
tarjetas de crédito y la fotografía de mis hijos junto algunos
dólares. También, de casual, llevaba el teléfono móvil pero acabé
dejándolo en la entrada. Si quería comunicarme con la casa lo
haría, pero no deseaba que nadie interrumpiese nuestras vacaciones.
En menos de media hora, gracias al don
del vuelo, estaba en la casa de First Street acomodando mis cabellos
y contemplando como ella salía de la casa casi de puntillas para
correr a mis brazos. La verja estaba abierta y sus pies descalzos
eran encantadores. Tenía unos tobillos bonitos, muy bonitos, y unas
piernas largas que marearían a cualquiera. Llevaba puesto un vestido
rojo que yo le había regalado, no era muy ceñido y tenía una falda
de tablilla con algo de vuelo. Se veía igual que una amapola en
medio de un campo de trigo; pero yo la contemplaba como el niño que
ve la luna después de saber que no está hecha de queso, sino de un
material similar al que tiene los sueños. En sus labios había una
hermosa sonrisa y sus manos se pegaron a mi espalda al fundirse
conmigo en un abrazo.
-Lestat- su voz era tan atemporal y
seductora que me hizo sentir fiebre- Están todos dormidos.
Tomé su rostro con mis manos, las
cuales parecieron grandes aunque eran finas, y la besé en la frente
antes de tomar sus labios domando éstos entre los míos. Ella
respondía con la misma intensidad abrazándome con sus delgados
brazos mientras sentía sus pechos pegados a mi torso.
-Te amo, Rowan- una verdad dicha mil
veces pero que sentía más rotunda en esa noche, la de San Juan-.
Hoy, en ésta noche mágica nos iremos lejos, muy lejos, a sentir un
hechizo superior a cualquiera.
Se apartó de mí para colocarse sus
zapatos de tacón bajo, pues le había pedido ropa cómoda para el
vuelo. Me sentía Romeo y ella mi Julieta y estaba a punto de entonar
los versos que él le decía bajo el balcón, pero simplemente la
tomé entre mis brazos rodeándola por la cintura.
-Todo ésta listo- murmuró apoyando su
cabeza en mi hombro antes de sentir como nos elevábamos.
Sería un viaje con escalas,
posiblemente haríamos un descanso en el caribe donde la invitaría a
bailar ritmos calientes, pero nuestro destino era sin duda París.
Había decidido llevarla al lugar donde todo empezó para mí,
mostrarle mi mundo porque yo conocía el suyo y ella debía conocer
el mío, al menos así lo sentía.
La miraba a los ojos sintiendo como
ascendíamos suavemente con gracia, sin un ápice de miedo en sus
ojos y con una sonrisa franca en sus labios. ¡Cuánto la amaba!
Jamás me había dado cuenta que ella era capaz de volverme loco con
tan sólo una sonrisa, ni siquiera con una mirada o una palabra.
Muchas veces no era consciente del deseo que ella me despertaba. Sus
pestañas parecían más oscuras cuando miraba hacia abajo sin miedo
alguno, con una temeridad propia de una mujer como ella. Sus cejas
parecían también algo más oscuras, pero era porque la noche
oscurecía sus cabellos igual que lo hacía con los míos.
-Fíjate allá abajo en las luces que
se encienden y se apagan. En alguna casa habrá un niño llorando, en
otros jóvenes discutiendo con sus padres, quizás una mujer que
camina hacia su ordenador para disponerse a ver algún e-mail del
trabajo, un hombre que no puede dormir, un niño que corretea por el
porche o quién sabe un hombre enamorado que escribe una carta
romántica como las que ya no se dan. Y yo, yo estoy aquí contigo
contemplando ese jardín salvaje con sus historias pequeñas
entrelazadas unos a otros como una enorme tela de araña -guardé
silencio unos segundos y continué mirándola a los ojos-. Soy el ser
más feliz en éste mismo instante porque puedo compartir ésto
contigo.
Ella sólo rió tomándome del rostro
mientras yo la sostenía firmemente, sus manos estaban algo frías
pero eran tan delicadas como si fuese de porcelana. Sus labios
rozaron los míos y sentí el ardiente deseo de poseerla allí mismo.
Una bocanada de aire caliente proveniente de un avión cercano nos
azotó. Posiblemente seríamos una imagen curiosa e imposible para
aquellos que por una fracción de segundo nos hubiese visto, o más
bien descubierto, entre las pequeñas nubes.
-Yo tan racional y tú tan loco, es
muestra evidente que los polos opuestos se atraen- dijo mirándome la
boca como yo miraba la suya, para deslizar ambos la mirada hasta
perdernos uno en el otro.
-Amo eso de ti, igual que amo tu
fortaleza a la hora de decir lo que crees. Te quiero- hundí mi
rostro entre sus cabellos recogidos y noté como el viento los
soltaba. Fue un instante perfecto porque sus cabellos azotaron mi
rostro dejándome con su perfume.
-Yo también a ti Lestat- dijo con voz
temblorosa, como si tuviese miedo, pero pronto recobró la compostura
y se mostró firme- Yo también te amo.
Volamos por más de una hora y al pisar
suelo firme sentí que estábamos en cuba, justo en el centro de la
Habana. Reí al recordar un largometraje infantil que había visto
por casualidad hacía años, uno sobre vampiros sueltos en la Habana,
y recobré la compostura cuando ella me miró con aquellos enormes
ojos que me pedían ser admirada.
-Pararemos aquí, necesitas reponerte
de ésta hora aferrada a mí y también ¿por qué no? Por favor,
deja que pase algunas horas bailando contigo sin importar nada,
hundiéndonos en la locura de un ritmo caliente y sensual como eres
tú en realidad -ella simplemente acarició mis cabellos echándolos
hacia atrás para hacer lo mismo con los suyos y después me tendió
su mano. Era un sí a mi propuesta.
-Debo estar loca al permitirte que
bailes conmigo-respondió.
Ah, sí. Era encantadora en su leve
rubor y sus labios marcados por una sonrisa dulce que la hacía
aniñada. ¿Cuántos años tenía ya? Ni los recordaba porque no los
aparentaba. Tal vez la convertía al término de nuestras vacaciones,
haciéndola mi amante y confidente para siempre. Sin embargo, no
sería mi sangre sino la de David. Era demasiado poderosa, demasiado,
y temía que ella quedase fría y cínica como era la mayoría del
tiempo Louis.
Entramos en un local con gran ambiente
y ella parecía destacar por su belleza extraña. Sus ojos grises
contrastaban con los de color café, negro e incluso miel que la
mayoría poseía. El cabello rubio natural no era muy habitual en la
isla. Allí todos eran color chocolate, café, tostado o simplemente
cierto tono dorado en unas pieles bronceadas por los largos días al
sol. Mi piel blanca tan lechosa les causaba estupor, pero más ella
que parecía fuera de lugar pero me cumplía un capricho. Allí no
éramos el inmortal Lestat y la bruja Rowan, sino una pareja de
vacaciones deseando sentir el ritmo. Y vaya si lo sentimos. Pronto
ella se dejó llevar intentando desinhibirse, aunque terminó
girándose hacia mí ocultando su rostro. Lo comprendí, no era su
ambiente ni el lugar propicio para relajarse, pero me admitió una
copa en la barra.
-No debí hacerte caso- comentó antes
de ver como el mojito se presentaba frente a ella con canela en rama
como adorno. Un aderezo hermoso, algo no muy típico, pero que ella
agradeció moviendo suavemente el hielo pilé mientras me miraba.
-¿A bailar o a éste viaje?-pregunté
temeroso.
-Baile, el viaje me parece fascinante
que me lo pidieras- dijo bajando la mirada antes de dar un trago.
Me sentí triste porque supe que
después de tantos años a penas había hecho nada por ella. La
dejaba envejecer y se sentía olvidada. Sin embargo, había sido
padre con Louis y temía que él hiciese algo con los niños como
venganza en cierto modo. Pero ahí estaba, con ella, en un local de
cuba sintiendo los ritmos calientes del sur. La salsa y el merengue
se mezclaba con sones totalmente cubanos.
-Vámonos- dije cuando tomó el último
sorbo-. Quiero que veas algo.
Dejé un par de billetes que
seguramente era una fortuna en comparación con el precio de la
bebida, la saqué casi arrastras debido a la aglomeración que allí
se vivía y al salir ella me besó. Ambos quedamos en mitad de la
calle bajo el luminoso que me hacía parecer un ángel con los
cabellos casi blancos, una piel increíblemente blanca aunque era más
tostada que la de otros inmortales debido al Gobi, y aquellas cejas
que se fruncían mientras ella mordía mi labio inferior tirando de
éste. Un beso de adolescentes en mitad de la Habana, camino a
ninguna parte.
Al ponernos de nuevo en marcha sentí
la extraña sensación que tras el viaje las cosas no serían
iguales, todo cambiaría. Me alcé por las nubes, hacia un cielo casi
estrellado y con una enorme luna de San Juan contemplándonos siendo
cómplices de nuestra huida. Hicimos otra escala en las Islas
Canarias, justo en Fuerteventura donde el paisaje nos hizo sentir en
mitad del paraíso. Allí, en mitad del silencio, nos recostamos en
la arena mientras la contemplaba con complicidad acariciando entre
sus piernas.
Ella no se resistió y abrió sus
piernas mientras yo sentía su calor. Mis dedos fríos acariciaron la
costura de sus pequeñas bragas de encaje que deliciosamente se
echaron hacia un lado. Sentí su humedad y su boca buscó la mía
rodeándome con sus brazos. Una mujer activa e intensa que se
regalaba al hombre que tanto la amaba, como si estuviese embrujado
pero en realidad cualquier hombre lo hubiese estado frente aquel par
de ojos, labios algo gruesos y cuerpo incitante.
Allí, entre la arena suave y blanca,
bajé mi bragueta y entré en ella ofreciéndole la pasión que
contenía. Sus gemidos eran como los de una fiera que desea
ronronear, clavar sus garras y controlar al macho que la cubre con la
mirada y el ritmo de sus caderas. Sus pechos llenos se salían del
escote y ponto, gracias a mis manos estuvieron completamente fuera de
su sujetador. Sus pezones rosados y duros me hicieron pellizcarlos,
lamerlos y besarlos.
Después de aquellos momentos hice que
recobrar el aliento y la acomodé junto a mí para llevarla
finalmente a París. Nos esperaba un hotel lujoso lleno de atenciones
y comodidades. Un champán estaba enfriándose para nosotros, la cama
situada hacia la ventana con vistas a la Torre Eiffel y las cortinas
moviéndose suavemente con encanto. Eran de seda, como a ella le
gustaban las cortinas, y blancas como las nubes que habían
acariciado sus cabellos de puro trigo.
Reconozco que allí también lo
hicimos, permití que ella diera rienda suelta a sus deseos mezclados
con los míos. Teníamos una química incontrolable y no podíamos
detenernos.
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