Bonjour!
Hoy les presento parte de mis nuevas aventuras. ¡El príncipe ha regresado a las andadas! ¡Tiemble New Orleans!
Lestat de Lioncourt
Los días se sucedían unos a otros
amontonándose números en el calendario. Habían pasado tres semanas
desde que ella se había marchado arrojándome al abandono de mi
orgullo. Nicolas había regresado a mi lado noches más tarde de su
huida, como si el monstruo que me hundió una vez volviese a ser el
mismo joven bohemio arrojado a la desesperación y a mis brazos. Sin
embargo nada era lo mismo. Él no era humano ni vampiro, pues era un
demonio con rostro hermoso y alma corrupta. Yo era un vampiro con un
poder y un dominio absoluto, pero era a la vez un hombre devastado.
Siempre he sido un vampiro bastante
madrugador. A pesar de mi penoso estado, en el cual aún
prácticamente languidecía, desperté aún con el cielo anaranjado.
Durante varios minutos permanecí inmóvil observando las molduras
del techo, la lámpara que colgaba con sus numerosas lágrimas y los
muebles que aún permanecían allí, como si fueran un recuerdo más
de mi dolor. Aún el tocador se hallaba con algunos de sus perfumes,
varios de ellos ni siquiera los había usado. A un extremo de la
habitación se hallaba la cuna de la pequeña que habíamos logrado
tener ambos, la cual se encontraba intacta y que ocasionalmente hacía
sonar la pequeña nana que yo mismo había compuesto. Las notas del
piano me arrancaban lágrimas desde lo más profundo de mi corazón.
Mis manos siempre se dirigían a mi pecho como si pudiera sentir como
se quebraba mi alma.
Cuando decidí incorporarme me coloqué
sobre mi cuerpo desnudo, pues solía descansar cubierto de mantas
pero sin un solo pedazo de tela sobre mi figura, uno de los batines
de seda que ella me había obsequiado. Aún recordaba como había
abierto precipitadamente la caja, sacado las prendas y besado sus
mejillas. Rowan se había ido y tenía que alejarme de cualquier
recuerdo, como había hecho en otras ocasiones con Claudia o Louis.
Sin embargo allí estaba frente a la ventana admirando los rosales
que ella había pedido plantar nuevamente, los dondiegos y palmeras
que exigía que cuidaran como si fueran una prolongación de su
cuerpo y la pequeña fuente que representaba nuestro amor al poseer
en el fondo nuestras iniciales. Un jardín que me evocaba a los
momentos más dulces de mi vida. Por primera vez había sido
completamente feliz y había dado todo mi corazón a alguien.
El sonido precipitado de unos tacones
sobre el mármol me hizo dejar de suspirar y evitar que llorara. Por
unos segundos pensé que era ella, pero era un ritmo mucho más
precipitado y apasionado. Las puertas del dormitorio se abrieron y la
belleza pelirroja de Mona apareció como si fuera un ángel. Su
cabello largo, ondulado y rojizo caía sobre sus hombros redondos de
espalda estrecha, sus senos estaban a penas recogidos por un
minúsculo traje negro que realzaba sus largas piernas. Tenía los
labios pintados de un carmín muy llamativo y sus pecas se realzaban
en su blanca piel, la cual parecía sonrosada después de una
trepidante cacería por las calles de New Orleans.
—Jefecito—dijo con su voz sensual y
femenina. Sus ojos verdes se clavaron en los míos y me conmovieron.
Parecía realmente agitada y preocupada.
—Mona... —susurré alejándome de
la ventana para aproximarme a ella.
Ambos nos fundimos en un abrazo en el
cual nos perdonamos cada ofensa. Hacía meses que no estaba a su
lado, pues siempre terminábamos discutiendo. Mona odiaba a Rowan,
pero en el fondo la apreciaba. Sabía que no podía perdonarle el
hecho que ella quisiera matarla, pues quiso practicar la eutanasia
con su joven prima cuando agonizaba. Tampoco perdonaría que deseara
enterrarla viva cuando comprobó que estaba muerta, pero que a la vez
caminaba y hablaba. Rowan enloqueció al verla en tan buen estado y
nunca pudo perdonar que ella le ocultara durante algún tiempo la
verdad. Igual que Mona no pudo soportar que Rowan no le dijera quien
se había llevado a Morrigan. Ambas tenían un pasado revuelto, pero
a la vez se querían a su modo. Sin embargo al estar en medio de ese
conflicto, amando intensamente a ambas aunque de modos muy dispares,
me convertí en el punto de mira de ambas. Y por supuesto la balanza
siempre estaba a favor de mi bruja, la mujer que se había llevado
gran parte de mi energía y felicidad. Sin embargo allí estaba Mona
abrazándome, acariciando mis cabellos y mirándome con una ternura
que me conmovió. Juro que nunca había visto tanta belleza en su
rostro, a pesar que siempre la había deseado desde mucho antes de
hacerla mi hija.
Ella era mi última creación. La
creación más perfecta que había logrado tener. Una mujer
inteligente, desafiante, fuerte, firme y seductora. Sin duda una
viuda negra con una hermosa cabellera de fuego. Sus vestidos eran
escasos y siempre discutíamos por ellos, pero no era momento de
ofenderla. Estaba allí por mí.
—Me dijeron que no hablabas y casi no
gesticulabas—algunas lágrimas parecían querer asomarse y
finalmente lo hicieron. Aquella imagen de Mona llorando me hizo
temblar de pies a cabeza—. Jefecito... no quiero ser cruel, pero te
dije que ella no era para ti.
—Mona no quiero discutir, por favor.
Me encuentro débil y hundido como para... —dije aún sosteniéndola
entre mis brazos, pero me fui apartando para llevar mis manos a su
rostro bordeando sus pómulos.
¡Qué hermosa era! ¿Yo había salvado
a esa chiquilla? ¿Ya hacía más de once años? ¡Qué barbaridad!
¡Los años volaban! ¡Dios santo! Parecía una Virgen que había
bajado del altar para llorar a un demonio. ¿Y yo era un demonio? ¿O
quizás ya era considerado santo? No importaba. ¡Estaba hermosa!
Cuando lloraba aún era más hermosa porque sus ojos verdes brillaban
con destellos únicos. ¡Qué tortura! Comprendía como Tarquin se
volvía loco con ella cuando la contemplaba. Ese amor apasionado y
juvenil era idéntico al que yacía en mí. Mi hija Mona, mi
criatura, mi perfecta brujita... Venus salida de la espuma y la
propia Ophelia morirían de celos al ver tanta belleza.
—¿Para qué?—dijo en un murmullo—.
Sólo quería decirte que yo te lo dije. Te advertí y no me hiciste
caso.
—No sé porque se ha ido, pero no
quiero discutir—susurré rodeándola de nuevo, sintiendo su pequeño
cuerpo contra el mío y sus pechos apretados contra mi torso.
Era una miniatura que no llegaba más
allá del metro sesenta, pero con esos tacones casi alcanzaba el
metro setenta. Unos tacones de infarto. Ella jamás se había puesto
unos hasta el día en el que yo la transformé y eran de tía Queen.
Tarquin se excitaba con el sonido de sus tacones y al verla con
ellos, dirigiendo su mirada desde sus tobillos hasta sus rodillas,
sentía como se alteraba. Ella lo sabía y comenzó a conocer el
efecto que tenía en otros hombres, como yo o como cualquier otro.
Los tacones jamás la abandonaron y aún más desde que se sentía
con pleno derecho de ir donde quisiera, pues a veces ni siquiera se
veía con su noble Abelardo por asuntos de negocios y necesidades de
ambos.
—Jefe ¿qué puedo hacer para que
olvides a esa mala mujer? Por favor, deja que yo te consuele—sus
dedos se movían por mi rostro rápidamente, jugaba con los mechones
que caían sobre mi frente y hundía estos en mi nuca.
Sus labios se quedaron abiertos
suavemente y yo no dudé en besarla. La rodeé estrechándola contra
mí, como si fueran a quitármela, y sentí como sus brazos se
enroscaban en mi cuello como si fueran una serpiente. Ambos empezamos
a luchar con besos desatados y palabras ardientes. Sus mejillas se
iluminaban como las de una jovencita que recién conoce el amor.
Parecía tan diminuta, perfecta y delicada con esos dieciocho años
eternos, tan eternos como perturbadores, que me hicieron llevarla
hacia el lecho.
Mi mano derecha buscó el borde de su
vestido, para subir entre sus muslos cálidos y acariciar sus ingles.
Rápidamente toqué su sexo por encima de la minúscula ropa interior
que llevaba. Era de encaje negro y ocultaba la suave mata de pelo
rizado y rojizo que ella poseía. Los besos se profundizaban aún más
volviéndose fieros, sus ojos se cerraron y su rostro cobró una
expresión dulce pero a la vez lasciva. Juro por Dios que jamás he
visto una expresión igual en otra mujer.
Mis dedos se hundieron en ella al echar
hacia un lado la prenda, acariciando su clítoris y hundiéndose en
su vagina húmeda. Dos dedos la penetraban, el corazón e índice,
mientras el pulgar estimulaba su clítoris. Dejé de besarla de
inmediato para poder escuchar sus jadeos y gemidos, los cuales eran
seductores y delirantes, mientras mis labios rozaban sus mejillas,
mentón y cuello y mis labios mordían su fresca piel eternamente
juvenil.
—Jefecito...—dijo abriendo mejor
sus piernas mientras sus manos buscaban abrir mi batín.
La noche era perfecta para disfrutar de
nuestra vida eterna, pues ambos buscábamos un poco de amor y
emoción. Mi nerviosismo e instinto hizo que me precipitara a
quitarle la ropa, aunque la cremallera se resistía. Ella se echó a
reír llevando sus manos a sus cabellos, acariciándolos y tirando de
ellos por las puntas. Sus pechos eran dos volcanes de rosados pezones
que buscaban ser succionados por mis labios, lamidos por mi lengua y
mordidos por mis dientes.
—Abrázame de nuevo—susurró
besando mi cuello—. Pedí que te dejaran flores de mi parte cada
noche, pues estaba terriblemente preocupada y ahora me tienes a tus
pies pies—dijo mirándome a los ojos derritiéndome.
Encendió la llama de la pasión
olvidándome de las caricias de Nicolas, las cuales eran habituales
en cada anochecer, y también parte de mi dolor por la muerte de mi
relación con Rowan. Ella podía ser la fantasía de cualquier
hombre.
—Mona... —jadeé sintiendo como mi
miembro estaba completamente erecto y ella jugaba con el vello de mi
bajo vientre, rozando la base de mi miembro y la punta.
—Hazlo. Hazme sentir lo buen amante
que eres—dijo antes de provocarme con un largo jadeo.
No dudé en penetrarla de una sola
estocada. Mis movimientos eran rítmicos, firmes y decididos. La
haría mía en ese preciso momento. Las sábanas estaban revueltas,
los almohadones cayeron a ambos lados de la cama y toda la estructura
comenzó a moverse. Ella gemía mi nombre arañándome, buscando mis
caderas y finalmente anclándose en mis nalgas para ayudarme a entrar
más profundo, hasta el vórtice del deseo que tanto me ofrecía.
Los besos eran los de dos animales
forcejeando. Sí, éramos dos bestias. Incluso corté mi lengua para
ofrecerle nuevamente mi sangre y ella lo aceptó. Mis rodillas
estaban clavadas en el colchón y mis caderas cada vez se movían más
rítmicas. Era una danza macabra donde la sangre, el sudor
sanguinolento, las palabras obscenas y las miradas de lujuria se
alzaban en un ritual mágico. Sí, la noche se convirtió en una
auténtica película pornográfica donde nos tenía a ambos de
protagonistas.
Cuando eyaculé ella ya había
alcanzado su orgasmo, los músculos de su vagina me habían
aprisionado tan deliciosamente que provocó que llegara. Sin embargo
un sollozo provocó que girara mi cabeza y mirara por encima de mi
hombro. Era Nicolas.
Su rostro era el reflejo del dolor y la
desesperación. Tenía una de sus manos colocada sobre su boca, la
cual se abría y dejaba soltar unos lastimeros gemidos de dolor. Sus
ojos embarrados en lágrimas a penas podrían verme, lo sabía, y su
cuerpo temblaba. Mona se apartó para vestirse sin prisas ni pudor,
pero sabiendo que debía marcharse antes que la discusión fuese
terrible. Por mi parte busqué precipitadamente mi batín para
colocármelo y cerrarlo mientras salía de la cama.
—¡Cómo has podido!—gritó cuando
buscaba mis zapatillas, pero era imposible. Había volado nuestras
prendas y tenía suerte de haber encontrado al menos el batín.
—Nicolas... no comiences un
drama—susurré echándome mis cabellos rubios hacia atrás.
Los tacones de Mona sonaron sobre el
mármol de la habitación, se acercó a mí besando suavemente mis
labios y se apartó susurrándome un “Regresaré en mejor momento”.
Yo tan sólo la dejé marcharse, aunque temía que él la golpease o
agarrase. No obstante Nicolas cayó de rodillas al suelo aferrándose
a su violín, como si este fuese su salvación, mientras las lágrimas
seguían brotando con sollozos que le hacían temblar de pies a
cabeza.
Vestía una camisa de chorreras, unos
pantalones de cuero y unas botas que le daban un aire de rock star en
un videoclip con aires rococó. Sus terribles ojos café parecían
oscurecerse tanto como sus pestañas.
—Nicolas—dije aproximándome a él
cuando las puertas se cerraron.
Mona se alejaba por los pasillos y
bajaba precipitadamente las escaleras, quizás con la maravillosa
sensación del sexo aún recorriendo mágicamente su delicioso cuerpo
de mujer. Podía escuchar los murmullos de los empleados y a la vez
los gritos desesperados que emitía mi viejo amante.
—Nicolas—susurré nuevamente
tomándolo por los hombros, pero me apartó y se incorporó a duras
penas.
—¡He regresado a ti! ¡He vuelto
para ti! ¡Y tú te tiras a la primera zorra que te coquetea! ¡Cómo
puedes ser así!—comenzó a reclamarme mientras buscaba como
sostenerse en pie.
—Nunca te prometí ser fiel. Tan sólo
acepté tu cuerpo junto al mío—intenté razonar, pero aquellas
palabras sonaron crueles incluso para mí.
—¡Ya me sé tus discursos! ¡Tus
palabras llenas de seda! ¡Sé que me dirás!—respondió furioso y
dolido—. ¡Siempre son las mismas! ¡Tú siempre serás el mismo!
¡Cómo he podido ser tan estúpido! ¡Cómo!
—¡Nicolas! ¡Nuestra relación jamás
fue firme!—debí guardarme esas palabras, lo sé, sin embargo así
lo sentía y veía.
—¿Qué?—dijo entrecerrando los
ojos—. ¡Fui a París contigo! ¡Tú me devolviste al mundo bohemio
del cual tuve que regresar! ¡Te hubiese seguido al fin del mundo si
así lo querías! ¡Tan estúpido queriendo deslumbrar en el teatro
para ofrecer felicidad, pero a mí no me ofrecías ni una pizca de
dicha!
—¡Y por qué estabas conmigo!—espeté
lleno de coraje.
—¡Por amor!—aquello me dejó
atónito—. ¿A caso crees que mis palabras crueles hacia ti en el
teatro no eran fruto del amor? Mi amor se volvió odio cuando tú
preferiste salvar la vida de tu madre, ocultarme la verdad y
mantenerme al margen. ¡Por Dios! ¡Me hubieses dejado morir de viejo
o por cualquier enfermedad antes que darme la vida eterna!
—¡Pensé que me odiarías! ¡Me
tendrías miedo! ¡O que ni siquiera te interesaría!—respondí
intentando abrazarlo, pero se revolvió.
—¡No me toques con esas manos! ¡No
me toques! ¡No quiero que me toques!—el violín cayó al suelo y
él empujó para observar que estuviese en buenas condiciones—.
¡Estúpido! ¡Es un Stradivarius!—dijo con furia.
—Nicolas... —murmuré debastado—.
¿Cómo sabías que no iba a decirte la verdad?
—¿Cuándo me has dicho la
verdad?—preguntó con la voz rota mientras se incorporaba para
dejar en mi mesa, la que usaba como bureau, su magnífico
instrumento—. ¿Cuándo?—se encogió de hombros y me miró con
tristeza—. Te esperé y recé por ti. Recé día y noche por ti.
Sabía que Dios me había condenado por ser parte de aquella corte de
bufones que tú creías genios—susurró—. ¿Sabes? He creado
maravillosas memorias de noches de pasión y palabras dulces en mi
mente, del mismo modo que he creado días de miel junto a mi padre,
pero todo es mentira. Junto a ti sólo tuve tu luz cegadora, tu
arrogancia e ímpetu, pero no un amor romántico. Me usabas como
usabas a cualquier fulana.
Aquello me conmovió y deseé pedirle
perdón como jamás lo había hecho. Siempre pensé que él no me
amaba aunque lo dijera. Sus ojos café me destrozaban y acabé
arrodillándome frente a él. Quería suplicar perdón, pero él
simplemente se arrodilló a mi lado, acarició mis cabellos con
ternura insospechada y me besó con cariño los labios.
—Te amo. Te amo mi príncipe de los
vampiros y rey de los idiotas—murmuró abrazándome para llorar en
silencio.
El recuerdo de Mona aún me hacía
arder en el fuego de la pasión, pero a la vez no podía dejar de
pensar que Nicolas me amaba. Sin embargo quería llorar. Podía haber
reído a carcajadas porque ella me deseaba y quería a su modo y él
me amaba, pero el recuerdo de Rowan me ahogaba. Aún era pronto para
poder olvidar tantos días de vino y rosas. Sin embargo quería
volver a ver a mi brujita, permitir que me sedujera una vez más y
sentir sus carnes prietas contra mi cuerpo. Sé que no tengo derecho
a sentirme tan tentado, pero soy Lestat de Lioncourt y la tentación
siempre llama a mis puertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario