Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 13 de marzo de 2014

Violento encuentro

Memorias... más memorias... una muy dolorosa para ambos: Armand y yo.

Fue un recuerdo intenso lo que provocó que me convenciera en escribir algo así. Por favor, comenten y disfruten.


VIOLENTO ENCUENTRO

A veces olvido algunos hechos. Es posible que ciertos detalles estén mal enfocados. Sin embargo aquellos que resultaron terriblemente impactantes, sobrecogedores e importantes para el desarrollo de otros los conservo con cuidado y suelo rememorarlos intentando soportar el peso de los años. En ocasiones creo que sólo vivo un sueño, del cual despertaré. Un sueño que me devolverá a casa rodeado de mis perros después de días de frío, sangre y cansancio en la mañana después de haber matado a los lobos. No obstante sé que es ridículo y esos pensamientos se evaporan como si fuera humo.

Uno de esos acontecimientos fue saber que me espiaban. No importaba donde fuera, si eran interesantes o no mis fechorías nocturnas, pues alguien tenía el mórbido deseo de perseguirme en silencio, como si fuera una sombra, para averiguar cualquier detalle, por insignificante que fuese, de mi persona y del mundo que me rodeaba.

Recuerdo una noche en el cementerio cuando pude ver como una sombra se movía entre las tumbas, lo hacía con una velocidad pasmosa y juraba que me había seguido a mí. No era un espíritu sino alguien fuerte y me perturbó. Sabía que algo me perseguía y quizás pudiese alcanzarme. Decidí apretar el paso y corrí a refugiarme a mi refugio. Una vez allí cerré todo sintiéndome a salvo en la oscuridad.

Noches más tarde comprendería que quien me seguía era un ser mucho más poderoso que yo. No era sólo poder físico, sino el intelectual. Manejaba una manada de vampiros sedientos de una venganza casi bíblica. Se decían a sí mismo los elegidos de las tinieblas y lanzaban a otros, mucho más antiguos que ellos, al fuego para que purificara su alma y los dirigiera a los cielos. Convencidos que eran una plaga cuasi divina, aunque yo los veía más como ratas de cementerio, tenían su colmena bajo los pies de París en las catacumbas donde ya nadie se guarecía. Les Inocents era sin lugar a dudas el lugar donde realizaban diversas reuniones. Allí condujeron a mi amante mortal.

Recuerdo a Nicolas encerrado en aquellas jaulas, con sus piernas colgando y sus manos atadas a los barrotes. Tenía la mirada perdida, pero tan perdida, que ni siquiera era capaz de mirarme durante unos segundos. El miedo que habían insuflado en su alma era tal que su mente quedó recluida. La locura se apoderó de él. El mundo, tal y como lo conocíamos los dos, se había derrumbado quedando tan sólo el cascarón superficial.

No obstante no deseo hablar del dolor y la culpabilidad de esa situación. Necesito hablar de los sentimientos que se agolparon en mi pecho al ver a mi enemigo, frente a frente, por primera vez. Ahora que todo ha pasado, que el mundo me espera nuevamente con una espectacular novela, siento que tengo que contar algo que deseé hacer en su momento y no fui capaz. Tal vez porque la tentación era demasiada y me sentía terriblemente confuso. Posiblemente era el deseo de huir lo que me hizo negarme al placer. No lo sé.

Viene a mi mente, como si fuera un golpe fuerte a mi ego, el deseo de destruirlo porque era como ver a un ángel con la malicia de un demonio. La dualidad perfecta. Él era en ese momento la lujuria concentrada en unas lozanas mejillas, labios entreabiertos como si pidieran un beso eterno y unos ojos crueles, duros y oscuros. Sus cabellos pelirrojos caían en ondas largas hasta más allá de sus hombros, dándole un aspecto similar a un silfo o elfo, y su corta estatura, la cual a penas alcanzaba el metro y medio, le ofrecía un toque de inocencia macabro. Sus manos eran hermosas y sus uñas filosas. Era sin duda un ángel entre las tinieblas. Las luces de la catedral le daban un toque espectral, como si no fuera de este mundo, y sentí deseos carnales sobre él. Quise arrebatar su cuerpo de aquellos andrajos que le cubrían, los cuales estaban llenos de polvo y barro del cementerio.

—Magnus—dijo humedeciendo sus labios con una sensualidad absoluta—¿Se arrojó al fuego como dices?—preguntó dando un paso firme hacia mí.

—Jamás he dicho tal cosa—susurré asombrado por su voz—Pero es cierto.

No sabía su nombre. Jamás había presenciado a una criatura como él. Sin embargo quería adorarlo como si fuera un querubín y llevarlo a confesar sus pecados con caricias impúdicas. La iglesia parecía caer sobre nosotros, pedazo a pedazo, y los santos nos señalaban como si estuviéramos cometiendo un terrible pecado. Pero yo en esa época, como en muchas otras, no creía en Dios ni el Diablo y lo bueno y lo malo no eran más que simples metáforas.

Mientras hablábamos prometo que imaginé su cuerpo desnudo bañado por la luz de las vidrieras, con unas enormes y tupidas alas blancas, las manos estiradas hacia mí y su pene coronado por varios mechones pelirrojos como su cabello. Deseé tomarlo entre mis labios y provocar en su pequeño cuerpo, tan pequeño y fiero, espasmos de placer. Él se había llevado a Nicolas y aún así, a pesar de mi amor por mi amante mortal, quería seducirlo como un maldito demonio.

Mi mente voló rápidamente llevándolo a uno de los confesionarios de madera. Una madera casi negra, con unas hermosas piezas talladas que imitaban pequeños rostros de ángeles y flores del paraíso. Sí, parecía un perfecto rincón donde ocultarnos de cada una de las figurillas que allí nos indicaban que cometeríamos un terrible pecado.

Mi boca se apoderaba de sus tiernos labios y él suspiraba como una jovencita que por primera vez la dominan, pero era un chico y eso era lo más placentero. Casi un niño, con un cuerpo flexible y un aspecto encantador. Me perturbaba que sus rasgos fueran camino de la madurez, pero que aún tuviese esa feminidad e inocencia que todo muchacho joven posee. Tierno y seductor, pero también malvado. Mis dedos hábiles, huesudos y largos le quitaban los botones y lazos de aquella túnica raída. Sus pies, como todo su cuerpo, quedaron desnudos y se mostró tan apetecible que no dudé en invocar a los santos de los cuales nos escondíamos.

—Pecado profano—musité riéndome a carcajadas en aquella ensoñación.

Mis dedos cubiertos de anillos con rubíes y esmeraldas, aunque francamente detesto llevar anillos, acariciaron su torso pequeño. Tenía una suave curva en sus pechos que le hacía parecer tener diminutos senos, los cuales se llenaban por una respiración impropia de un vampiro. Ni siquiera sabía su edad real o física, pero sabía que aquello me conduciría al infierno.

—Tómame entre tus brazos y hazme estallar. Quiero gemir versículos de la Biblia y entonar un Ave María mientras gozas de mi templo—dijo con la voz tomada mientras me miraba con esos ojos ambarinos tan seductores y peligrosos.

Hundí mi rostro en su pecho mordiendo sus pezones como un loco. Los succionaba, lamía y mordía tirando de ellos. Además, por supuesto, los perforaba bebiendo de su sangre inmortal como si fuera leche materna. Sus piernas de redondos muslos, aunque de piernas muy esbeltas, se abrían ofreciéndome una visión atractiva. Sus jadeos y gemidos eran sutiles como los de una mujercita, los mismos que intentaba cubrir con su mano diestra mientras la zurda me agarraba de mis alborotados cabellos.

Recuerdo que me sobraba toda la ropa en aquella fantasía. La casaca, el chaleco, la camisa, las medias y pantalones así como los zapatos. Tenía todas mis vestimentas y él ni siquiera un pequeño trozo de tela. Comencé a sudar e intenté secarme la frente con el pañuelo que llevaba en mi manga izquierda, pero preferí deshacerme de mi ropa. Él me miró fascinado y de inmediato se arrodilló frente a mí.

—Mi ángel de la guarda—dijo antes de tomar mi hinchado miembro entre sus manos.

Mi pene estaba despertando y poseía un vigoroso aspecto. Las velas se agolpaban en cada milímetro y mis testículos comenzaban a llenarse. Sus delicados dedos me apretaban la base y mientras, los de la mano libre, acariciaban el camino de vello hacia mi ombligo. Era un camino sutil, salvaje y suave.

—Quiero comulgar, mi ángel de la guarda—su tono era pecaminoso y su voz, esa maravillosa voz similar a la de un castrati, provocó que enloqueciera.

No tardó en tomar mi glande entre sus gruesos labios, los cuales humedeció con la punta de su lengua en un ritual extremadamente erótico, y su lengua, esa que era como la de una serpiente, se enroscó y jugueteó rozando el meato. El prepucio lentamente se retiró dejando la piel más sensible provocando que creciera aún más en su boca. Sus pequeñas rodillas temblaban y sus piernas se abrían. Podía escuchar sus ahogados jadeos mientras sus mejillas se enrojecían. Era un divino pecado, un ángel arrodillado frente a mí llamándome su guardián. No era su guardián, pero podía llamarme demonio si quería.

Eché mi cabeza hacia atrás completamente enloquecido. Aquella parte tan sensible estaba siendo dominada por el mismo que condenaba a Nicolas a estar lejos de mí, Gabrielle y la libertad. Colocaba mis manos sobre sus cabellos cuando noté sus dedos jugar con mis testículos masajeándolos. Mordió de forma suave la punta y acabó tragando, sin importar nada, toda mi dureza. El tronco quedó en su garganta y la base de mi sexo era rozada por sus labios.

Ni siquiera las putas parisinas que solía visitar, las cuales tenían unas vaginas húmedas y perfumadas con la lujuria, eran capaces de hacerme vibrar de ese modo con sus bocas o su sexo. No. Era imposible comparar esa maestría con una vulgar ramera que se levantaba la falda en cualquier esquina.

—Mon dieu!—clamé al techo abovedado de aquel cubículo de madera.

Él me empujó hacia la silla, sentándome en aquel cómodo trono con asiento de terciopelo rojo. Se sentó sobre mí mirándome como lo haría un ángel. Tan amoroso, seductor y mío que me enloqueció. Rió bajo mordiendo mi mentón y hundiendo su rostro en mi cuello. Sus manos menudas jugaban con mis cabellos mientras sus caderas se movían. Sentía como mi alma se condenaba un poco más por aquella criatura.

Con un pequeño salto, y mucha maestría, logró enterrarlo entre sus divinas nalgas. Eran redondas, firmes y de piel suave. Toda su piel estaba perlada por pequeñas gotas carmesí, pero su cuerpo casi sin vello y marmóreo me seducía. Sus dedos, enredados en mis mechones rubios, tiraban de mi cabeza hacia atrás mientras me miraba seductor e imponente. Gemía sin saber su nombre empapado en sudor, mezclándolo con el suyo, y dejando en aquel lugar santo un aroma a sexo demasiado delicioso.

Sin embargo, incluso en las ensoñaciones, me cansaba de ser dominado y de forma brusca, sin comunicarme en absoluto con él, lo aparté empujándolo contra la pequeña ventanilla donde las beatas confesaban sus míseros pecados. Sus manos se aferraron a los pequeños orificios, los cuales se rompieron dejando a la vista de todos sus pezones rosados y sus manos temblorosas. Entré en él con fuerza arremetiendo una y otra vez en su interior. Quería que gimiera como puta y eso hizo. Unos gemidos que se elevaban como los coros de las iglesias junto al órgano.

Al llegar al límite del placer eyaculé sintiendo una gran sacudida en mi espalda, la cual llegó desde mis testículos hasta mi nuca, provocando que lo rellenara igual que un bollo de crema recién salido de las delicadas pastelerías. Él manchó la madera con su esperma y cayó de rodillas clamando amor.

Mi madre me apretó el brazo y salí de aquel sueño. Tan sólo habían pasado unos segundos pero aquel inviduo, el cual se jactaba de ser uno de los nuestros, se aproximaba a nosotros descarado y desafiante. Mucho después supe su nombre. Su nombre era Armand.

Nicolas regresó a mí después de un infierno. Estaba tan hundido en sus demonios que no pude apartarlo de ellos. Se convirtió en un monstruo silencioso que con tan sólo una mirada, una sola mirada, me lanzaba la peor de las ofensas. Me odiaba. No podía ocultar su odio y yo no podía dejar atrás el amor que le profesaba. Armand me buscaba con deseo, se pegaba a mí demostrándome que mis fantasías podían ser ciertas, y Gabrielle me rogaba que no escuchara las tentaciones de un demonio.

Sin embargo estando a solas, él y yo, decidí besar. Sus labios eran seductores y trémulos. Tenía una boca tan agradable que era perturbadora. Con ella podía maldecirme pero seguía deseándolo. Sus pequeñas manos acariciaban las solapas de mi levita y buscaba afanosamente deshacerse de mi ropa. Él quería beber de mí, pero no de mi sangre precisamente. Me miraba arobado con las mejillas muy encendidas y unos ojos que podían ser la miel más amarga.

—No, no puedo quedarme contigo—dije rechazándolo mientras él ya buscaba como desabrochar mi chaleco.

—¡Qué!—gritó enojado—. ¡Me deseas y amas! ¡Dilo!

—Te deseo, es cierto. Pero no te puedo amar. Mi corazón es de Nicolas y de mi madre—aquellas palabras eran duras por lo rápido que surgieron y lo verídicas que eran. Mis ojos azules bordeaban su rostro que se congestionó con dolor, rabia y una ira demencial.

Estaba viendo en él una desesperación impropia. Temblaba aferrado a mi chaleco rogando que le mirara, pero aparté mis ojos de él porque me dolía. Juro por Dios que me dolía. Me dolía mirarlo y me avergonzaba. Ambos estábamos excitados y preparados para sentir el afecto que nos teníamos, pero no le amaba. No podía quedarme con él. Tenía que abandonar París aquella misma noche.

—¡Te odio! ¡Te odio!—dijo empujándome y golpeándome.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que corrían por sus mejillas, chocaban con la comisura de sus labios o se perdían en su cuello. Era un espectáculo dantesco.

—No puedes odiar algo que amas—susurré.

—¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo? Te deseé desde el primer momento y...

—Es mejor así—paré su discurso tomándolo del rostro para besar sus lágrimas. Él suspiró con los ojos cerrados e intentó contener el impulso de apartarme.


Mi madre entró entonces y hablamos largo rato. Aquella conversación si la tengo registrada en mi obra, pero este pequeño retazo de historia no la he contado jamás. Armand siempre sería mi enemigo y aún más al tener el corazón roto. Tanto fue así que finalmente se vengó. Arrancó a Louis de mis brazos, me tiró de una torre y convirtió a mi hija en cenizas. Durante mucho tiempo no pude perdonarlo, pero han pasado tantos siglos que intento dejar el pasado atrás. Aún así nuestra convivencia es imposible.  


Lestat de Lioncourt

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt