Fue un recuerdo intenso lo que provocó que me convenciera en escribir algo así. Por favor, comenten y disfruten.
VIOLENTO ENCUENTRO
A veces olvido algunos hechos. Es
posible que ciertos detalles estén mal enfocados. Sin embargo
aquellos que resultaron terriblemente impactantes, sobrecogedores e
importantes para el desarrollo de otros los conservo con cuidado y
suelo rememorarlos intentando soportar el peso de los años. En
ocasiones creo que sólo vivo un sueño, del cual despertaré. Un
sueño que me devolverá a casa rodeado de mis perros después de
días de frío, sangre y cansancio en la mañana después de haber
matado a los lobos. No obstante sé que es ridículo y esos
pensamientos se evaporan como si fuera humo.
Uno de esos acontecimientos fue saber
que me espiaban. No importaba donde fuera, si eran interesantes o no
mis fechorías nocturnas, pues alguien tenía el mórbido deseo de
perseguirme en silencio, como si fuera una sombra, para averiguar
cualquier detalle, por insignificante que fuese, de mi persona y del
mundo que me rodeaba.
Recuerdo una noche en el cementerio
cuando pude ver como una sombra se movía entre las tumbas, lo hacía
con una velocidad pasmosa y juraba que me había seguido a mí. No
era un espíritu sino alguien fuerte y me perturbó. Sabía que algo
me perseguía y quizás pudiese alcanzarme. Decidí apretar el paso y
corrí a refugiarme a mi refugio. Una vez allí cerré todo
sintiéndome a salvo en la oscuridad.
Noches más tarde comprendería que
quien me seguía era un ser mucho más poderoso que yo. No era sólo
poder físico, sino el intelectual. Manejaba una manada de vampiros
sedientos de una venganza casi bíblica. Se decían a sí mismo los
elegidos de las tinieblas y lanzaban a otros, mucho más antiguos que
ellos, al fuego para que purificara su alma y los dirigiera a los
cielos. Convencidos que eran una plaga cuasi divina, aunque yo los
veía más como ratas de cementerio, tenían su colmena bajo los pies
de París en las catacumbas donde ya nadie se guarecía. Les Inocents
era sin lugar a dudas el lugar donde realizaban diversas reuniones.
Allí condujeron a mi amante mortal.
Recuerdo a Nicolas encerrado en
aquellas jaulas, con sus piernas colgando y sus manos atadas a los
barrotes. Tenía la mirada perdida, pero tan perdida, que ni siquiera
era capaz de mirarme durante unos segundos. El miedo que habían
insuflado en su alma era tal que su mente quedó recluida. La locura
se apoderó de él. El mundo, tal y como lo conocíamos los dos, se
había derrumbado quedando tan sólo el cascarón superficial.
No obstante no deseo hablar del dolor y
la culpabilidad de esa situación. Necesito hablar de los
sentimientos que se agolparon en mi pecho al ver a mi enemigo, frente
a frente, por primera vez. Ahora que todo ha pasado, que el mundo me
espera nuevamente con una espectacular novela, siento que tengo que
contar algo que deseé hacer en su momento y no fui capaz. Tal vez
porque la tentación era demasiada y me sentía terriblemente
confuso. Posiblemente era el deseo de huir lo que me hizo negarme al
placer. No lo sé.
Viene a mi mente, como si fuera un
golpe fuerte a mi ego, el deseo de destruirlo porque era como ver a
un ángel con la malicia de un demonio. La dualidad perfecta. Él era
en ese momento la lujuria concentrada en unas lozanas mejillas,
labios entreabiertos como si pidieran un beso eterno y unos ojos
crueles, duros y oscuros. Sus cabellos pelirrojos caían en ondas
largas hasta más allá de sus hombros, dándole un aspecto similar a
un silfo o elfo, y su corta estatura, la cual a penas alcanzaba el
metro y medio, le ofrecía un toque de inocencia macabro. Sus manos
eran hermosas y sus uñas filosas. Era sin duda un ángel entre las
tinieblas. Las luces de la catedral le daban un toque espectral, como
si no fuera de este mundo, y sentí deseos carnales sobre él. Quise
arrebatar su cuerpo de aquellos andrajos que le cubrían, los cuales
estaban llenos de polvo y barro del cementerio.
—Magnus—dijo humedeciendo sus
labios con una sensualidad absoluta—¿Se arrojó al fuego como
dices?—preguntó dando un paso firme hacia mí.
—Jamás he dicho tal cosa—susurré
asombrado por su voz—Pero es cierto.
No sabía su nombre. Jamás había
presenciado a una criatura como él. Sin embargo quería adorarlo
como si fuera un querubín y llevarlo a confesar sus pecados con
caricias impúdicas. La iglesia parecía caer sobre nosotros, pedazo
a pedazo, y los santos nos señalaban como si estuviéramos
cometiendo un terrible pecado. Pero yo en esa época, como en muchas
otras, no creía en Dios ni el Diablo y lo bueno y lo malo no eran
más que simples metáforas.
Mientras hablábamos prometo que
imaginé su cuerpo desnudo bañado por la luz de las vidrieras, con
unas enormes y tupidas alas blancas, las manos estiradas hacia mí y
su pene coronado por varios mechones pelirrojos como su cabello.
Deseé tomarlo entre mis labios y provocar en su pequeño cuerpo, tan
pequeño y fiero, espasmos de placer. Él se había llevado a Nicolas
y aún así, a pesar de mi amor por mi amante mortal, quería
seducirlo como un maldito demonio.
Mi mente voló rápidamente llevándolo
a uno de los confesionarios de madera. Una madera casi negra, con
unas hermosas piezas talladas que imitaban pequeños rostros de
ángeles y flores del paraíso. Sí, parecía un perfecto rincón
donde ocultarnos de cada una de las figurillas que allí nos
indicaban que cometeríamos un terrible pecado.
Mi boca se apoderaba de sus tiernos
labios y él suspiraba como una jovencita que por primera vez la
dominan, pero era un chico y eso era lo más placentero. Casi un
niño, con un cuerpo flexible y un aspecto encantador. Me perturbaba
que sus rasgos fueran camino de la madurez, pero que aún tuviese esa
feminidad e inocencia que todo muchacho joven posee. Tierno y
seductor, pero también malvado. Mis dedos hábiles, huesudos y
largos le quitaban los botones y lazos de aquella túnica raída. Sus
pies, como todo su cuerpo, quedaron desnudos y se mostró tan
apetecible que no dudé en invocar a los santos de los cuales nos
escondíamos.
—Pecado profano—musité riéndome a
carcajadas en aquella ensoñación.
Mis dedos cubiertos de anillos con
rubíes y esmeraldas, aunque francamente detesto llevar anillos,
acariciaron su torso pequeño. Tenía una suave curva en sus pechos
que le hacía parecer tener diminutos senos, los cuales se llenaban
por una respiración impropia de un vampiro. Ni siquiera sabía su
edad real o física, pero sabía que aquello me conduciría al
infierno.
—Tómame entre tus brazos y hazme
estallar. Quiero gemir versículos de la Biblia y entonar un Ave
María mientras gozas de mi templo—dijo con la voz tomada mientras
me miraba con esos ojos ambarinos tan seductores y peligrosos.
Hundí mi rostro en su pecho mordiendo
sus pezones como un loco. Los succionaba, lamía y mordía tirando de
ellos. Además, por supuesto, los perforaba bebiendo de su sangre
inmortal como si fuera leche materna. Sus piernas de redondos muslos,
aunque de piernas muy esbeltas, se abrían ofreciéndome una visión
atractiva. Sus jadeos y gemidos eran sutiles como los de una
mujercita, los mismos que intentaba cubrir con su mano diestra
mientras la zurda me agarraba de mis alborotados cabellos.
Recuerdo que me sobraba toda la ropa en
aquella fantasía. La casaca, el chaleco, la camisa, las medias y
pantalones así como los zapatos. Tenía todas mis vestimentas y él
ni siquiera un pequeño trozo de tela. Comencé a sudar e intenté
secarme la frente con el pañuelo que llevaba en mi manga izquierda,
pero preferí deshacerme de mi ropa. Él me miró fascinado y de
inmediato se arrodilló frente a mí.
—Mi ángel de la guarda—dijo antes
de tomar mi hinchado miembro entre sus manos.
Mi pene estaba despertando y poseía un
vigoroso aspecto. Las velas se agolpaban en cada milímetro y mis
testículos comenzaban a llenarse. Sus delicados dedos me apretaban
la base y mientras, los de la mano libre, acariciaban el camino de
vello hacia mi ombligo. Era un camino sutil, salvaje y suave.
—Quiero comulgar, mi ángel de la
guarda—su tono era pecaminoso y su voz, esa maravillosa voz similar
a la de un castrati, provocó que enloqueciera.
No tardó en tomar mi glande entre sus
gruesos labios, los cuales humedeció con la punta de su lengua en un
ritual extremadamente erótico, y su lengua, esa que era como la de
una serpiente, se enroscó y jugueteó rozando el meato. El prepucio
lentamente se retiró dejando la piel más sensible provocando que
creciera aún más en su boca. Sus pequeñas rodillas temblaban y sus
piernas se abrían. Podía escuchar sus ahogados jadeos mientras sus
mejillas se enrojecían. Era un divino pecado, un ángel arrodillado
frente a mí llamándome su guardián. No era su guardián, pero
podía llamarme demonio si quería.
Eché mi cabeza hacia atrás
completamente enloquecido. Aquella parte tan sensible estaba siendo
dominada por el mismo que condenaba a Nicolas a estar lejos de mí,
Gabrielle y la libertad. Colocaba mis manos sobre sus cabellos cuando
noté sus dedos jugar con mis testículos masajeándolos. Mordió de
forma suave la punta y acabó tragando, sin importar nada, toda mi
dureza. El tronco quedó en su garganta y la base de mi sexo era
rozada por sus labios.
Ni siquiera las putas parisinas que
solía visitar, las cuales tenían unas vaginas húmedas y perfumadas
con la lujuria, eran capaces de hacerme vibrar de ese modo con sus
bocas o su sexo. No. Era imposible comparar esa maestría con una
vulgar ramera que se levantaba la falda en cualquier esquina.
—Mon dieu!—clamé al techo
abovedado de aquel cubículo de madera.
Él me empujó hacia la silla,
sentándome en aquel cómodo trono con asiento de terciopelo rojo. Se
sentó sobre mí mirándome como lo haría un ángel. Tan amoroso,
seductor y mío que me enloqueció. Rió bajo mordiendo mi mentón y
hundiendo su rostro en mi cuello. Sus manos menudas jugaban con mis
cabellos mientras sus caderas se movían. Sentía como mi alma se
condenaba un poco más por aquella criatura.
Con un pequeño salto, y mucha
maestría, logró enterrarlo entre sus divinas nalgas. Eran redondas,
firmes y de piel suave. Toda su piel estaba perlada por pequeñas
gotas carmesí, pero su cuerpo casi sin vello y marmóreo me seducía.
Sus dedos, enredados en mis mechones rubios, tiraban de mi cabeza
hacia atrás mientras me miraba seductor e imponente. Gemía sin
saber su nombre empapado en sudor, mezclándolo con el suyo, y
dejando en aquel lugar santo un aroma a sexo demasiado delicioso.
Sin embargo, incluso en las
ensoñaciones, me cansaba de ser dominado y de forma brusca, sin
comunicarme en absoluto con él, lo aparté empujándolo contra la
pequeña ventanilla donde las beatas confesaban sus míseros pecados.
Sus manos se aferraron a los pequeños orificios, los cuales se
rompieron dejando a la vista de todos sus pezones rosados y sus manos
temblorosas. Entré en él con fuerza arremetiendo una y otra vez en
su interior. Quería que gimiera como puta y eso hizo. Unos gemidos
que se elevaban como los coros de las iglesias junto al órgano.
Al llegar al límite del placer eyaculé
sintiendo una gran sacudida en mi espalda, la cual llegó desde mis
testículos hasta mi nuca, provocando que lo rellenara igual que un
bollo de crema recién salido de las delicadas pastelerías. Él
manchó la madera con su esperma y cayó de rodillas clamando amor.
Mi madre me apretó el brazo y salí de
aquel sueño. Tan sólo habían pasado unos segundos pero aquel
inviduo, el cual se jactaba de ser uno de los nuestros, se aproximaba
a nosotros descarado y desafiante. Mucho después supe su nombre. Su
nombre era Armand.
Nicolas regresó a mí después de un
infierno. Estaba tan hundido en sus demonios que no pude apartarlo de
ellos. Se convirtió en un monstruo silencioso que con tan sólo una
mirada, una sola mirada, me lanzaba la peor de las ofensas. Me
odiaba. No podía ocultar su odio y yo no podía dejar atrás el amor
que le profesaba. Armand me buscaba con deseo, se pegaba a mí
demostrándome que mis fantasías podían ser ciertas, y Gabrielle me
rogaba que no escuchara las tentaciones de un demonio.
Sin embargo estando a solas, él y yo,
decidí besar. Sus labios eran seductores y trémulos. Tenía una
boca tan agradable que era perturbadora. Con ella podía maldecirme
pero seguía deseándolo. Sus pequeñas manos acariciaban las solapas
de mi levita y buscaba afanosamente deshacerse de mi ropa. Él quería
beber de mí, pero no de mi sangre precisamente. Me miraba arobado
con las mejillas muy encendidas y unos ojos que podían ser la miel
más amarga.
—No, no puedo quedarme contigo—dije
rechazándolo mientras él ya buscaba como desabrochar mi chaleco.
—¡Qué!—gritó enojado—. ¡Me
deseas y amas! ¡Dilo!
—Te deseo, es cierto. Pero no te
puedo amar. Mi corazón es de Nicolas y de mi madre—aquellas
palabras eran duras por lo rápido que surgieron y lo verídicas que
eran. Mis ojos azules bordeaban su rostro que se congestionó con
dolor, rabia y una ira demencial.
Estaba viendo en él una desesperación
impropia. Temblaba aferrado a mi chaleco rogando que le mirara, pero
aparté mis ojos de él porque me dolía. Juro por Dios que me dolía.
Me dolía mirarlo y me avergonzaba. Ambos estábamos excitados y
preparados para sentir el afecto que nos teníamos, pero no le amaba.
No podía quedarme con él. Tenía que abandonar París aquella misma
noche.
—¡Te odio! ¡Te odio!—dijo
empujándome y golpeándome.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que
corrían por sus mejillas, chocaban con la comisura de sus labios o
se perdían en su cuello. Era un espectáculo dantesco.
—No puedes odiar algo que
amas—susurré.
—¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo?
Te deseé desde el primer momento y...
—Es mejor así—paré su discurso
tomándolo del rostro para besar sus lágrimas. Él suspiró con los
ojos cerrados e intentó contener el impulso de apartarme.
Mi madre entró entonces y hablamos
largo rato. Aquella conversación si la tengo registrada en mi obra,
pero este pequeño retazo de historia no la he contado jamás. Armand
siempre sería mi enemigo y aún más al tener el corazón roto.
Tanto fue así que finalmente se vengó. Arrancó a Louis de mis
brazos, me tiró de una torre y convirtió a mi hija en cenizas.
Durante mucho tiempo no pude perdonarlo, pero han pasado tantos
siglos que intento dejar el pasado atrás. Aún así nuestra
convivencia es imposible.
Lestat de Lioncourt
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