Nicolas y Armand tuvieron un encuentro ¿quieres saber más? Sigue leyendo.
Lestat de Lioncourt
Dicen que la soledad es terrible, pero
conozco algo más terrible que la soledad en sí. El silencio que
queda tras una discusión que se inicia como una pequeña chispa y
termina convirtiéndose en un gran incendio, el cual se propaga por
toda la vivienda y consume la frágil estructura de nuestras almas.
Conozco bien esa sensación. Aprendí a sobrellevarla durante algunos
meses, pero la inmortalidad me hizo caer en una espiral terrible de
dolor, amargura y sentimientos opuestos.
Si regresé a la vida, tras una muerte
horrible e innecesaria, fue para tener la oportunidad de solucionar
ese vacío. Creí que la ira transformada en venganza sería la
oportuna, pero no fue así. Me dejé llevar durante algunos meses
hacia el precipicio de la inseguridad que da el sabor de la venganza,
pero a cada paso que daba me dejaba vencer y perdía parte de mi
talento frente a un viejo amigo. El violín parecía detestarme, pues
la rabia que contenía se diluía en cada palabra amarga. Si aprendí
a tocar el violín no fue sólo por odio, sino para expresar cada
matiz de mi persona. Cuando el odio te ciega te convierte en un
trasto inútil y convierte lo que amas en algo podrido.
Cuando contemplé el hundimiento de
Lestat hace unos meses supe que parte de esos sentimientos, los que
estaban enterrados tras miles de palabras de odio, surgieron con
fuerza y deseé que él fuera mío nuevamente. Me obsesioné con ser
todo lo que él esperaba de mí, arrancándome cualquier duda con una
sonrisa y esclavizándome a sus caricias. Él gozó de mi cuerpo y
mis sentimientos, pero yo sólo tuve indiferencia tras cada caricia.
Aquella noche él despertó a mi lado,
con su cuerpo perlado en sudor debido a las altas temperaturas
primaverales, y ni siquiera me miró unos segundos. Estaba dispuesto
a irse a los peculiares locales de moda, esos donde se pierde el alma
y poco a poco la vida. Las mujeres de vida alegre, los jóvenes con
deseos de imitar a los viejos bohemios, músicos trasnochadores y
demás fauna nocturna que camina casi somnolienta por las calles
buscando algo de diversión para matar su aburrimiento cotidiano.
—¿Dónde vas?—pregunté aún en la
cama mientras observaba como él salía del baño recién acicalado,
dispuesto para tomar su mejor traje y marcharse rápidamente de la
habitación que compartíamos—Lestat... te estoy hablando...
—Y yo te estoy ignorando—respondió
con una sonrisa tan cruel como díscola. Deseé partir su cara de
porcelana estrellándolo contra el suelo. Sin embargo sentía miedo
de tocarlo, romperlo y no poder soportarlo.
—Pensé que te quedarías—dije
apartando la sábana para mostrar mi cuerpo desnudo—, porque anoche
lo pasamos muy bien.
—Anoche fue anoche; hoy es
hoy—argumentó tomando el traje blanco que tanto le gustaba, pues
Rowan lo había comprado y elegido para él.
—Otra vez con ese traje que te regaló
esa maldita bruja—estaba molesto y la sensatez no es parte de mis
virtudes.
—No vuelvas a llamarla bruja en ese
tono—sus ojos eran dos bolas violetas llenas de rencor.
Recordaba sus ojos grises con ciertos
tonos azulados, tan hermosos como llamativos, que me provocaban una
nostalgia inmensa cuando no los tenía posados sobre mí. En Auvernia
sentí celos, pero los calmaba al saber que era al único que tocaba
de aquel modo. Fui el primer hombre en su cama y supuse que sería el
último. Sus besos eran apasionados y sus manos ásperas por las
armas que solía usar para cazar. Tenía un cuerpo atlético que
cualquier imbécil desearía, pero sobre todo una apariencia sensual
que las mujeres sabían apreciar. Y yo fui para él una mujer más,
pues nunca me consideró un hombre por mis ademanes y mis momentos de
furia que comparaba con las actitudes de una mujer molesta.
Esos ojos con los que me miró no eran
sus ojos. El poder del Don Oscuro los modificaba a su antojo debido a
la luz, también a sus sentimientos, y él en esos momentos se llenó
de odio. Sentí miedo porque me apartara de su vida y rápidamente
quise pedir disculpas, aunque fue en vano.
—Amor mío—susurré deslizándome
de la cama para ir hacia él—. ¿Por qué tan enojado? Piensa que
ella se fue, pero yo he regresado. Todo irá bien si me dejas cuidar
de ti—acaricié su pómulo izquierdo con el dorso de mi mano
diestra y sonreí lo más sosegado posible—. Vuelve a la cama mon
amour.
—No me interesa—respondió
apretando los dientes para apartarme con un fuerte empujón.
Sentí como mi cuerpo se despegaba del
sueño para aterrizar en el suelo, cerca de la cama, mientras
escuchaba sus pasos rápidos por la estancia colocándose a velocidad
vampírica cada prenda. Quise llorar, pero me contuve las ganas.
—Lestat, por favor. No debes
destruirte por alguien que no te merece—dije incorporándome.
—Ella no se fue porque lo deseara. No
me preguntes como lo sé, pero lo sé. No es casual que Memnoch
desapareciera y ella también—se giró hacia mí y me quedé
atónito por su belleza. Quise besarlo hasta perder la conciencia y
obligarle a destrozarme entre las sábanas, pero él parecía estar
convencido de una rápida salida por los bajos fondos—. Nicolas, no
te amo. La poca chispa que existía entre nosotros la incendiaste tú
al morir—aquello me ahogó en miedos y dolor, pero sobre todo fue
su forma franca de explicarme la situación—. Pero me alegro que
estés vivo, sigas con la belleza que tenías y con esa pasión en la
cama. Disfruto de ti, de tu cuerpo, de esas caricias endemoniadas que
sabes hacer con tu lengua y de tu magistral toque de encanto.
—Sólo para sexo—las lágrimas
surgieron solas y me sentí desplomado. Deseé atormentarlo,
hundirlo, y hacerle sentir humillado por el abandono de esa mujer. No
obstante él tenía razón, pues Memnoch se fue y todo cambió.
Parecía que él perseguía algo más y cuando lo obtuvo desapareció
de la faz de la tierra—. Pero puedes volver a...
—¿A quererte?—preguntó frunciendo
el ceño—. No.
—¡Por qué! ¡Por qué eres tan
tajante!—grité histérico levantándome para arrojarle algunas
almohadas que él esquivó.
—¡Mi corazón está condenado! ¡Mi
alma está condenada! ¡Mi amor ya fue entregado! ¡Ya tuve todo lo
que quería! ¡Tuve la familia que deseaba! ¡Encontré el amor puro
que tanto rogaba! Y he visto el cielo y el infierno, Nicolas. He
visto las maravillas y las bajas pasiones. Conozco la cueva de los
ladrones de sueños y también el paraíso de los melancólicos. He
entrado en euforia y he caído como marioneta en un viejo teatro con
los tablones apolillados. Nicolas, he visto el mundo. Conozco lo que
puedo y no puedo dar. No puedo darte amor, así que
desengáñate—aquellas palabras eran tan duras como ciertas. Me
fulminaba con sus ojos y sus ademanes. Quería morirme allí mismo de
nuevo, sin necesidad de fuego o cualquier acto violento. Hubiese dado
lo que fuera para volver a ser un fantasma y evaporarme, olvidarme de
todo lo sucedido y finalmente desaparecer.
—¿Y si no quiero?—pregunté roto y
desanimado, pero con una leve esperanza. Él podía haber visto miles
de cosas, sin embargo no había conocido mi empeño. Al menos no
conocía mi rebeldía y fortaleza.
—Sufrirás en vano—dijo tras un
suspiro largo y profundo—. Te deseo Nicolas—aquello provocó que
sonriera amargamente—. Deseo ese cuerpo bien formado, tus
encantadoras nalgas dispuestas a ofrecerme el placer de los
infiernos, pero no te amo.
—Soy una puta para ti—murmuré.
—Sí—se aproximó y se inclinó
para besar mis labios.
Fui tan estúpido que respondí
deseando que cambiase de opinión en ese mismo momento. Mis labios
envolvieron los suyos y su lengua me hizo vibrar. Quería que me
hiciera el amor con mentiras, frases llenas de pasión y entrega
vacías, y por supuesto su toque de erotismo banal que era su sello
personal. Sin embargo se apartó, acomodó el pañuelo de la chaqueta
y me dejó allí con el corazón roto, deseos incesantes de él y
miles de reproches.
Podía destruirlo por mis nuevos
poderes, pero tan sólo me comportaba como un chiquillo que rogaba un
poco de atención. Me odiaba porque había regresado para matarle,
pero en ese momento estaba muriendo por él. Quise ir tras sus pasos,
rogarle nuevamente y convencerle de la única forma que sabía.
Deseaba sentir su piel contra la mía, el sabor de sus labios y su
instinto animal. No me importaba en absoluto que siempre me relegara
a un lado de la cama, pues satisfacía mis bajos instintos y me hacía
temblar con cada roce. Aunque hubiese sido mejor haberme centrado en
matarlo cuando tuve la oportunidad.
Decidí aguardar su regreso en aquella
cama revuelta, la cual aún olía a él y a mí unidos en un
desesperado intento de olvidar nuestros propios demonios, sintiendo
que quizás no volvería hasta pasados varios días. Si bien, pese a
todo, me quedé allí recostado escuchando el silencio de la mansión.
Meses atrás desbordaba vida, el champán corría, los invitados
aparecían a cualquier hora y los demás inmortales parecían
festejar que Lestat había alcanzado plenamente la felicidad. Pero ya
no era así, el amor no estaba en el aire y la felicidad se había
evaporado. Muchos de los compañeros inmortales se habían refugiado
en la lectura, su propio esparcimiento personal o habían comprado
casas cercanas donde disfrutaban de su intimidad.
Sin embargo tras varias horas decidí
colocarme su batín de seda azul pavo real, el cual me quedaba algo
grande debido a la estatura que poseía Lestat en comparación con la
mía. Bajé las escaleras y me busqué en la cocina algo para calmar
mi nerviosismo. Quería encontrar restos de champán en la nevera,
alguna botella que no hubiese sido dispuesta y se conservara en
cámara. Aunque no era correcto enfriar la botella durante muchos
días, ni tenerla en en un refrigerador, pues lo ideal era su
champanera. Si bien, eran algunos camareros era inútiles y tenía la
esperanza que Lestat no tuviese buen ojo eligiendo su servicio.
Allí sentí por primera vez su
presencia. La puerta trasera se abrió, justo la que usaba el
servicio, y él apareció con su cabello rojo alborotado, una
sudadera celeste y unos tejanos negros deslavados. Tenía unas
deportivas algo extrañas pues estaban pintadas a su gusto, con una
decoración renacentista al haber usado un cuadro de Botticelli para
ello. Su aspecto era el de un muchacho común y corriente, pero el
poder que emanaba demostraba su fuerza y también el odio que sintió
al encontrarme allí y con una de las prendas favoritas de Lestat.
—¿Qué haces aquí?—preguntó con
cierta sorpresa.
—Vivo aquí, pues me instalé hace
unos días. No quería dejarlo solo, sobre todo después de regresar
de ésta forma tan idílica— no quería decirle la verdad. Como
siempre al enemigo no había que darle demasiada información y la
que se le diera debía ser falsa.
—Ah, que bien—dijo apretando
suavemente sus manos, síntoma que le había molestado mi comentario.
Frunció suavemente el ceño y después sonrió enmarcando las
cejas—. Y dime ¿ya encontró tu amorcito el anillo de rubí que
perdí cuando nos enredamos juntos? Verás, fue una noche tan
apasionante y desinhibida que perdí uno de mis anillos favoritos.
Me contuve para no golpearlo, pues
sabía bien que era imposible que ambos hubiesen compartido cama. Sin
embargo sus ojos no mentían en absoluto y aquello me rompió por la
mitad. Podía soportar que estuviese con cientos de amantes, hundiera
su rostro en los escotes más prominentes y perfumados, besase a
cualquier chiquillo desvergonzado a cambio de un poco de diversión o
simplemente se dejara seducir por su presa. Pero aquello, esa
traición tan cruel, me dolió profundamente.
—¿Qué?—susurré apoyándome en la
encimera del mueble que estaba a mis espaldas.
—Sí, quiero mi anillo de
regreso—comentó encogiéndose de hombros—. Fue una noche
perfecta, eso sin duda, pero no quiero perder un anillo que me gusta.
—¡Mientes!—grité furioso
agarrando lo primero que tenía a mano, lo cual fue una sartén, que
acabé lanzando a su cabeza.
—¡Qué haces!—dijo
esquivándola—¡Maldito enajenado!
—¡Me cortaste las manos! ¡Y ahora
me quitas a Lestat! ¡Eres un malnacido!—me sentía tan dolido que
ni siquiera recordaba el diálogo, casi discurso, de Lestat.
—¡Él no te ama!—gritó tras una
larga risotada.
—¡A ti tampoco!—aquello hizo que
su rostro se enseriara. Sus finos rasgos juveniles quedaron duros,
sus mejillas se hundieron y su mentón se contrajo en una mueca que
gritaba llanto— ¡Eres sólo una puta que nadie ama! ¡Se abre de
piernas y todos gozan! ¡Eres sólo la puta de muchos y la zorra de
otros tantos! ¡Sólo eso! ¡Naciste para arrodillarte pero no para
orar, sino para felar los miembros erectos de cualquier hombre que te
dice amar! ¡Además de puta eres ciega! ¡Ciega y arrastrada!
—¡Cómo te atreves!—sus ojos eran
una marea de lágrimas sanguinolentas, sus manos temblaban y
golpeaban suavemente sus muslos, y sus hombros se encogían. Había
hecho daño y en esos momentos sentí un placer inusitado. Verlo así,
tan compungido, era sin duda delicioso.
—Me atrevo porque es la verdad.
Recuerdo bien como te abriste para mí pensando que me serías
útil—le miraba altivo sin demostrar en ningún momento mi dolor.
—Te... te odio...—balbuceó entre
lágrimas.
—Lestat te odia a ti—respondí con
una ancha sonrisa—. Y si te hizo suyo, cosa que dudo, seguramente
no le complaciste en absoluto.
—¡Mientes!—se acercó a mí
empujándome contra el mueble mientras yo reía a carcajadas, aunque
por dentro quería romperme en mil pedazos.
—¡Puta!—dije entre risas.
—¡A ti tampoco te ama!—respondió
aún con sus manos sobre mi cuerpo.
—¡Mentira!—dije tomándolo de las
muñecas para apartarlo de mí, pero sus manos seguían contra mi
pecho aplastándome contra la encimera y el mueble superior donde se
guardaban algunos enseres. Debido al forcejeo se abrió y algunos
platos comenzaron a caer precipitándose al suelo.
El ruido de los platos avisó al
servicio y aparecieron allí, rodeándonos, con sus ojos atónitos
ante la pelea. Armand era un monstruo hermoso, pero un monstruo, y yo
de igual modo debía parecer completamente terrible.
—¡Sabes que sí! ¡Él sólo ama a
Rowan!—gritó soltándome para salir de la cocina en dirección al
interior de la casa.
—¡Ven aquí zorra!—dije apartando
a varios muchachos, los cuales quisieron obstaculizarme el paso.
Posiblemente todos temían que
destrozáramos la vivienda de su jefe, el cual se hallaba lejos
posiblemente restregándose contra cualquier cabaretera. La realidad
no estaba muy alejada de ésta afirmación, pues se encontraba en los
brazos de alguien y era de Mona Mayfair y Tarquin Blackwood. Él
estaba disfrutando de ambos mientras nosotros dos nos peleábamos por
alguien que no mostraba interés alguno en nuestros sentimientos.
Él subía por las escaleras y yo lo
perseguía. Noté como entraba en el cuarto de Lestat y al ver la
cama se echó a llorar de forma terrible. Sin saber motivo alguno me
acerqué a él, lo tomé entre mis brazos y dejé que su rostro se
hundiera en mi pecho. Mis manos acariciaron sus cabellos rizados y lo
observé con compasión. Ambos añorábamos el sentimiento de confort
y amor que él nos ofrecía, pero era sólo un espejismo.
Su cuerpo era pequeño, menudo y
sensual. Jamás había reparado en la belleza extraña que poseía,
más allá de sus facciones dulces y aniñadas, pero en aquel
instante recordé que había un alma temblorosa que buscaba la
compasión, del mismo modo que yo lo hacía, pero con una envoltura
delicada que yo jamás tendría. Tomé su rostro entre mis manos y
observé su expresión atónita, la cual se agravó cuando mis labios
rozaron los suyos. Pude sentir como sus manos se aferraban a la tela
suave del batín, sus ojos se cerraban y sus labios aceptaban los
míos sin impedimento.
Mis dedos acariciaron sus facciones
hasta sus orejas, desde ellas fui hasta su cuello y toqué el borde
de su prenda. Sin bacilar demasiado le quité la sudadera arrojándola
al suelo, para después hacer lo mismo con la camiseta blanca que
llevaba bajo ésta. Su cuerpo delicado, frágil incluso a simple
vista, era níveo y poseía alguna peca debido a su condición de
pelirrojo. Sus ojos cafés me recorrían con cierto pudor y sus
mejillas se tornaron rosadas.
—Deja que te ofrezca algo que Lestat
no sabe darte—dije desabrochando su pantalón mientras él guiaba
sus manos hacia mi rostro.
Sus dedos eran suaves, fríos y poseían
unas uñas que brillaban bajo la tenue luz de la habitación. Éstas
no me arañaban, ni se clavaban en mi carne, sino que dejaban sutiles
caricias excitantes que me provocaban un hormigueo delicioso en la
nuca hasta la cruz de mi espalda. Sus manos acabaron en mis cabellos,
acariciando y enredándose en ellos, justo antes de bajarle los
pantalones junto a la ropa interior. Sus labios y los míos se
unieron una vez más. Nuestras bocas se desafiaban con lenguas
desesperadas y él se aferraba a mí con fuerza inusitada.
El batín cayó al suelo justo antes de
ayudarlo a tumbarse en la cama. Aquel pequeño espectáculo, el
tenerlo sometido a mis caricias, me excitó de sobremanera. Comprendí
entonces porque muchos codiciaban su cuerpo, ansiaban poseerlo, y
rogaban porque él los hiciese suyo antes de ser asesinados por sus
manos o colmillos.
Hundí mi rostro en su cuello, besando
la zona bajo el lóbulo, mientras olía la fragancia a frutas y
especies que llevaba impregnado en sus cabellos. Sus piernas se
enredaban con las mías de forma bastante inquieta, quedando las
suyas abiertas y las mías dentro de éstas. Percibía sus muslos
algo más cálidos que su vientre o rodillas, lo cual era
extremadamente agradable, mientras tanto besaba su mentón y buscaba
un camino sutil por su torso hasta sus pezones.
El sexo sucio de Lestat, el cual me
escandalizaba y complacía, quedaría a un lado. Ofrecería a Armand
algo que no solía tener, del mismo modo que él me ofrecería algo
que yo nunca poseía. Mis manos llenaban su torso de caricias y
también lo hacía mi boca. Era un experto con mi lengua y dientes,
pues Lestat siempre suspiraba cuando le hacía algún juego con
ellos. Sin embargo Armand era mucho más sensible; él parecía
deshacerse en cada roce y jadeaba bajo rogando que lo hiciera de una
vez.
Al entrar en su cuerpo, estrecho y
cálido, sentí un latigazo de emociones que me hizo llorar. Mis
lágrimas al fin surgieron después de minutos conteniéndolas. Mi
mano derecha acarició su sexo, comenzando a mover la mano
suavemente, para poder excitarlo hasta la eyaculación; pero mi mano
izquierda se apoyó en el almohadón que sostenía su cabeza.
—Nicolas...—balbuceó apretándome
dulcemente entre sus piernas. Sus muslos eran redondos, suaves y sin
vello. Él a penas poseía algún síntoma visible de masculinidad
aparente, salvo por la espesa mata de cabello pelirrojo que coronaba
su sexo.
—Tranquilo mi ángel,
tranquilo...—dije comenzando a moverme lentamente en su interior.
—Nicolas... quiero ser tuyo—dijo
con lágrimas en los ojos mientras buscaba mi boca.
—Disfruta y olvida—murmuré besando
su pecho notando sus manos encanjándose en mis costados. Sus uñas
se hundían en mi piel, mucho más cálida y tierna que la suya,
mientras su sudor sanguinolento le hacía brillar como si tuviera
rubíes diminutos engarzados en su figura de mármol. Yo también
sudaba sintiendo como sus músculos interiores atrapaban mi miembro,
mientras mis testículos golpeaban con toda la fuerza de mi pasión—.
Así—dije entre jadeos al ver sus labios entreabiertos, sus ojos
vueltos y su cuerpo temblar. Los gemidos que él me regalaban eran
tan eróticos que me hacían dudar si podía ser tan sólo una
fantasía.
Mi mano diestra apretaba con fuerza su
miembro, pellizcando su glande, notando que había pre-semen en mis
dedos. Él estaba gozando en los brazos de su peor enemigo, mientras
que yo lo hacía en el interior de mi verdugo. Era la primera vez que
estaba con un hombre de ese modo. Él me estaba mostrando un lado de
la cama que realmente encajaba conmigo. Su cuerpo estaba hecho para
mi tamaño y su tamaño estaba hecho para mi cuerpo.
—No puedo más... no... —gimió
dejándose ir entre mis dedos, apretando sus glúteos y provocando
que prácticamente yo también llegara; sin embargo no me corrí. Yo
podía soportar un poco más aquel tormento, pero él parecía no
haber podido contenerse más en absoluto.
Los dedos de sus pies se cerraron, los
talones se apoyaron en el colchón y su espalda se encorvó elevando
su pecho y hundiendo sus hombros hacia el colchón. Su figura se
tensó como la cuerda de un arco, pero después se relajó
permitiendo que aún le penetrara con violencia extrema y él gimiera
como sensualidad. Llevé mi mano húmeda por su semen a su boca,
hundiendo los dedos en ésta y tocando su lengua, y él la cerró
succionando y lamiendo con desesperación sus propios fluidos.
Salí de él girándolo en el colchón,
hundiéndole el pecho contra las sábanas, mientras elevaba sus
nalgas y entraba de nuevo para eyacular mordiendo sus hombros.
Después de terminar besé su espalda, acariciando sus costados y sus
muslos.
Supongo que debí huir después de
aquello, pero decidí quedarme besando su rostro sonrojado y húmedo.
Sus pequeños colmillos rozaron mi cuello y le permití beber mi
sangre. Disfrutamos aquella noche de la soledad de la cama de Lestat,
el silencio de su presencia y su nulo afecto. Ambos nos fundimos en
un consuelo casi eterno.
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