Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 28 de abril de 2014

Dirty Passion

Armand nos trae de nuevo unas memorias conjuntas con Daniel. Otra vez se enfrentará a esas mentiras que suele ofrecerse y a la mirada inquisidora, fría y cruel de su única creación. 


Lestat de Lioncourt 

DIRTY PASSION


Afrontar el pasado a veces es más duro y cruel que todo lo imaginable. La tortura de echar la vista atrás, contemplar el camino trazado por tus propios pies y sentir que tu alma se ha ido desnudando y desquebrajando. Poco a poco los muros que has ido alzando caen precipitadamente y el templo, ese en el cual se ha convertido el laberinto mente, se transforma en un amasijo de escombros. Todo lo que has soñado cae y lo hace de una forma rápida, pero tortuosa. He aprendido de la vida, o más bien de la ausencia de la muerte, que el mundo gira constantemente y no importa donde hayas llegado porque puedes terminar en un lugar distinto en un abrir y cerrar de ojos.

Han pasado siglos desde que la nieve cubría los campos de Kiev. Creo que ya no recuerdo bien como era el frío que se instalaba en mis huesos y me arrancaba cualquier pensamiento cálido. La dureza del clima endurecía nuestro carácter y mi padre era el más duro de todos los hombres que he conocido. No tenía reparos en golpearme, pero tampoco en recriminarme que había sido bendecido por mis dotes artísticas.

Mi pasado más reciente se reduce a Sybelle y Benji, pero también a él. Construye casas. Tan sólo construye casas con la paciencia de un Dios misericordioso. Sus ojos violáceos se mueven relampagueantes, el silencio es atroz y su sonrisa fría. Creo que ni siquiera está su mente con nosotros y que se mueve de forma rutinaria, pero a veces sospecho que está más presente que nunca.

—¿Dónde vas?—la tierna voz de Benji me detuvo hace algunas horas. Quería retenerme con él, pues sabía que quizás acudía al encuentro de la locura. Sus enormes ojos negros, poblados de unas inmensas pestañas, tenían la experiencia de un hombre y la bondad de un niño— ¿Puedo ir? Tal vez necesites compañía ésta noche.

—Sybelle te necesita—dije abarcando su rostro con mis manos—. Mi amor, tú debes quedarte aquí.

—Pero, ¿dónde vas?—insistió como si fuese la voz de mi conciencia.

—Necesito estar solo—me incliné hacia él y besé su frente con ternura. Sus largos y ondulados cabellos eran seda y su piel porcelana tibia. Se había alimentado hacía unas horas y tenía un aspecto muy humano. Parecía un niño común. Cualquier chiquillo se hubiese confundido con él, o quizás él con ellos—. Amor mío, ve dentro.

Benji me obedeció, aunque a veces era casi imposible. Él deseaba cuidar mi corazón, o lo que quedaba de él, pero yo necesitaba volver a verlo. Tantas veces he mentido sobre mis sentimientos que en ocasiones es fácil creer que realmente no sientes; tal vez algún día no sienta realmente el dolor que se convierte en una daga al rojo vivo que atraviesa mi alma.

Había hecho que varios vampiros jóvenes, algunos atemorizados por las consecuencias de mis actos, acompañaran a Marius para traer a Daniel a una zona distinta. Quería tenerlo próximo. No quería que mi maestro lo conservara cerca de él y también rechazaba la idea de abandonarlo en mi isla. Estaba en New Orleans y había trazado un plan para quedarme durante algún tiempo. Él debía venir aunque fuese contra su voluntad, como así fue, y estuvo deambulando sólo, tal vez asustado, por el mundo. Sin embargo logré que regresara y estaba encerrado en un lujoso apartamento cerca de Bourbon Street.

La calle se encontraba iluminada por los diversos negocios, el calor comenzaba a ser un impedimento para desarrollar una vida diurna en la ciudad. New Orleans era muy húmeda, debido a los pantanos y a la situación de altitud con el mar, así como por como se encontraba distribuida en el mapa. Era la zona sur de Estados Unidos, un lugar con un clima peculiar. El verano se aproximaba sin dejar marchar la primavera, había algunas lloviznas y el calor era insoportable a ciertas horas. Siendo sábado los negocios estaban a rebosar de turistas y ciudadanos comunes, todos sentados en las terrazas tomando algún cóctel y aperitivo. Eran más de las once de la noche y aún había ruido. No era como las típicas ciudades americanas que todo queda en silencio, pues los clubs de jazz seguían incitando a más de uno a seguir el ritmo frenético y melancólico que a veces ofrecían.

Al bajar del vehículo, el cual me había aproximado hasta allí, sentí que deseaba huir. Enfrentar nuevamente los ojos de Daniel era algo terrible. Me juraba a mí mismo, incluso en ese momento, que no me importaba si me maldecía en silencio. Había rezado durante todo el trayecto e imploraba cierto descanso para ambos; no obstante no iba a tener descanso alguno y lo sabía.

Cuando la llave encajó en la cerradura mi mano tembló. Con cierto nerviosismo me toqué el pelo, el cual llevaba suelto, y miré mis deportivas azul celeste. Llevaba una ropa que podría pasar por la de cualquier jovencito. Una chaqueta vaquera, una camiseta blanca de algodón y unos jeans muy simples. A ojo de los mortales era un muchacho intentando entrar en un departamento que parecía vacío, salvo por las noches. Al girar finalmente la llave la puerta cedió, entré y vi que tan sólo estaban las luces del salón encendidas. Cerré la puerta, caminé por el angosto pasillo y quedé en la entrada de éste con los ojos fijos en su espalda.

Tenía el torso desnudo, sus cabellos muy revueltos y los pantalones que llevaba parecían sucios de tierra. Estaba seguro que había estado deambulando por las calles el día anterior, pues quienes lo vigilaban desde cierta distancia me habían informado de todo. Su piel no era tan blanca como la mía y su aspecto era el de un joven de unos treinta años, los que tenía cuando le transformé, pero con la peculiaridad que sus pequeñas marcas de expresión se habían borrado. Mientras me acercaba a él podía ver su reflejo en el cristal de la ventana, así como en un espejo en el salón, y sentí una emoción extraña.

Más de una vez me había aparecido de esa forma, como si fuese un fantasma, cuando era tan sólo un humano. Aparecía sin más en su puerta, él la abría resignado y yo entraba con una sonrisa de satisfacción increíble. A veces me necesitaba. Me maldito mil veces por no haber estado cuando tanto me buscaba. Sin embargo la señal de peligro me había asustado, como a todos, y estaba buscando respuestas a ésta cuando Lestat hizo que fuésemos aplastados por la tragedia.

Daniel estaba allí para mí, sentado en aquella silla que crujía con cara movimiento que hacía sobre ésta, con los pies desnudos y las manos cubiertas de manchas de pintura. Había creado una maqueta preciosa de New York. Podía ver el complejo financiero con mis propios ojos, las bocas de metro y los peculiares personajes caminando por las calles abarrotadas. No había detalle que se hubiese escapado. Creo que incluso podía ver algún envoltorio por la ciudad, dentro y fuera de las papeleras, y alguna lata que era botada por el zapato de algún joven descontento.

—Daniel—dije con voz templada—. Estoy aquí.

—Por mí como si regresas al infierno y te haces vendedor de antorchas—respondió con una sonrisa cínica y cruel.

—¿Por qué eres así conmigo?—pregunté enfrentándolo finalmente.

Su rostro era el claro reflejo de la concentración; no miraban hacia donde yo me encontraba, sino que estaban fijos en el último edificio que estaba terminando de colocar. La vivienda olía a pegamento de rápido secado, pinturas y aguarrás. También había cierto olor a sangre seca y barro, pero eso era por su ropa y la camiseta que había arrojado cerca del sofá. La prenda estaba allí mal colocada, en el suelo y con evidentes manchas de sangre. No había cazado a una víctima, sino a varias, y sin duda no lo había hecho de la forma más sutil como solíamos hacer. Los seres como nosotros odiamos mancharnos de sangre, pero él era a veces como un animal salvaje. Quizás tenía sus motivos y posiblemente era su estado mental quien más influía en sus acciones.

—¿Cómo debería ser?—dejó su maqueta a un lado y quedó sentado con las manos colocadas sobre sus muslos.

A veces él no decía nada, pero sin duda era mejor que escuchar su alma furiosa en un tono sosegado. La malicia le inundaba las venas y provocaba que fuese cruel conmigo. Es posible que me merezca el trato que él me da, pero prefiero no pensar en ello. Creo que si meditara si me merezco su odio terminaría hundido, llorando y posiblemente con deseos de desaparecer una vez más.

Con cuidado me aproximé a la mesa acariciando los árboles con la punta de mis dedos, así como algunos edificios que parecían secos, para quedar a su lado con mi mano apoyada en su cabeza. Sus cabellos son suaves, pero no tanto como los que posee Benji. Sus ojos son dos bolas violetas llenas de rencor, odio, miedo y desesperación. Louis no es más que un dramaturgo barato comparado con la verdadera desesperanza que puedes hallar en el alma de Daniel. Si bien, yo no puedo leer su mente y no sé si son sólo imaginaciones mías.

—Daniel... ¿por qué no hacemos las paces?—pregunté con un tono suave muy seductor.

Me senté sobre él con las manos apoyadas en sus hombros, algo más estrechos que los de Marius, mientras le miraba directamente a los labios. Su sonrisa cínica se había borrado y su rostro parecía de nuevo sumergido en la apatía. Deslicé mi mirada por su rostro como si fuese la primera vez que nos veíamos.

Daniel posee una boca carnosa, una piel gruesa pero suave de color crema casi lechosa, sus ojos son enormes y profundos con unas pestañas pobladas, sus cejas son algo más oscuras que los mechones que caen sobre su frente y sus orejas no son muy grandes. Mirarlo así me provocaba un incontrolable deseo de besarlo, cosa que hice. Mi boca rozó la suya y mi lengua se hundió mientras le estrechaba contra mí. Por unos momentos pensé que me apartaría, pero no lo hizo.

—Aunque lo niegue y pese a todo, tu odio y rechazo, te amo. No puedo mentir más—dije al parar el beso y poder apoyar mi frente en la suya. Mis manos se habían movido hasta su cuello y la punta de mis dedos acariciaban sus pómulos—. ¿Por qué me odias? ¡No puedo odiarte y tú me odias!

Rompí a llorar de forma desgarrada y él me miró con una frialdad propia de una estatua. Mi pecho se alzaba y bajaba rápidamente, mi respiración era entrecortada y mis lágrimas sanguinolentas manchaban mi camisa al rodar por mis mejillas hasta mi cuello. Mi labio inferior temblaba y tenía levemente abierta la boca. Creo que le daba una imagen terrible, pero no tan terrible como la suya. Él me miraba como quien ve una obra de un pintor vulgar, que no transmite nada y nunca será famoso. Sí, igual que un crítico de arte acostumbrado a la belleza y no a lo horrendo.

—¡Di algo!—dije apartándome de un salto— ¡Contéstame! ¡Quiero respuestas! ¡Estoy cansado de protegerte de Marius! ¡Estoy harto de malgastar mi fortuna en tus caprichos! ¡Cansado de tu frialdad! ¡Muerto por dentro porque las mentiras hacia tu amor me consumen! ¡No puedo dejar de amarte y tú nunca me has querido! ¡Nunca me has apreciado como yo lo he hecho contigo! ¡Me usaste! ¡Daniel!

—¿Qué quieres que te diga? Tú mismo estás respondiéndote con tus berrinches infantiles—susurró antes de incorporarse, colocar bien la silla y marcharse hacia el dormitorio.

—¡Dónde vas! ¡Dónde!—exclamé marchándome tras él para tomarlo del brazo derecho, hacerle girar y caer de rodillas al resbalar por el encerado del suelo.

—Estoy cansado—su voz era monocorde como las creadas por programas de ordenador.

Él se apartó de mí de nuevo, echó a caminar y vi como su figura quedaba absorbida por la oscuridad. Pronto escuché el ruido del colchón al tener contacto con su cuerpo. Quedé allí, de rodillas, llorando porque él nunca me daba una respuesta y a la vez me ofrecía la solución más fría, sincera y brusca que me habían dado jamás. No, nunca me quiso. Él nunca me había amado. Jamás fui importante para él y sólo me convertí en un medio, pero a la vez deseaba tener su piel contra la mía mientras el vello de mi nuca se erizara por la sensación. Por eso mismo fui tras él pasados unos minutos.

Estaba tumbado sobre la cama revuelta, en penumbra y sin una sábana que lo cubriera. Había una lamparilla encendida con una bombilla de baja potencia, así que tenía la luz justa para iluminar suavemente parte de la habitación. Sus ojos estaban cerrados, tenía una expresión plácida y su cuerpo parecía estar relajado. Y justo allí, frente a él, me desnudé para sentarme sobre sus caderas.

—Daniel... —dije una vez más su nombre antes de volver a besar su boca.

Él abrió los ojos y me miró furioso, pero no rechazó el beso. Su lengua se enredó en la mía y sus manos comenzaron a palpar mi figura. Antes que pudiese percatarme estaba contra el colchón con mi cabello revuelto sobre una de las almohadas. Él se incorporó quedando de rodillas y entre mis piernas, las cuales estaban levemente flexionadas, para poder quitarse el cinturón. Cuando escuché el cuero del cinturón contra el suelo él ya se estaba bajando la cremallera.

De inmediato me incorporé sentándome en la cama para lamer su ombligo y besar sus caderas, mis manos acariciaban sus piernas aún cubiertas por el pantalón y mis ojos se volvieron sumisos. Sus manos dejaron de moverse y cayeron a ambos lados de su cuerpo; las mías, en cambio, bajaban suavemente la prenda hasta sus rodillas. Su miembro estaba flácido y mi boca se llenó de saliva. Quería tenerlo dentro de mí, endureciéndose gracias a mi lengua y sintiendo su sabor.

Mis manos recorrieron sus muslos erizando su vello y sensaciones; él tan sólo me observaba desde su posición privilegiada con aquellos ojos llenos de rechazo. Sé que me odia del mismo modo que me desea, pues nadie ha sido tan complaciente con él. Mi lengua acarició la punta de su miembro y mis labios acabaron rodeando su glande, para poco a poco introducir su sexo en mi boca. Guardé bien mis dientes y comencé a mover mi cabeza. Pronto clavé mis uñas en sus caderas y mi lengua rozó la base de su sexo. Mi destreza hizo que rápidamente se endureciera y jadeara echando su cabeza hacia atrás.

Acabé echándome hacia atrás en la cama, girándome suavemente sobre mí mismo y agarrando las sábanas con firmeza. Él me levantó las caderas y comenzó a penetrarme. No había amor, pero sí sexo. Sabía que me arriesgaba a tener otra dosis de odio mezclado con una lujuria agotadora. Mentiría si dijera que su miembro no me arrancó un largo, profundo y desesperado gemido; pero también es cierto que me hizo sentir un hueco terrible en mi pecho. Apoyé mi frente en la almohada y comencé a mover mis caderas. Sus manos recorrían mi espalda y sus dedos se hundían masajeando mis nalgas. Me codiciaba y a la vez le parecía repulsivo; si bien, como he dicho antes, nunca sabré que piensa realmente de mí.

El ritmo era lento, pero a él le gustaba dominarme y maltratarme. Sus manos me golpearon azotándome, agarrándome de los hombros e impulsándose dentro como un rayo. Me rompía y me hacía gemir su nombre de forma incontrolable. Él guardaba silencio y sonreía con una malicia terrible. Podía ver su expresión al mirarlo por encima de mi hombro, pero parecía no agradarle la idea que le mirara porque me hundía el rostro contra el colchón. Su mano derecha acabó sobre mi pezón derecho maltratándolo, pero su mano izquierda se enredó en mis mechones para tirar de ellos hacia el colchón.

—Dame sexo Daniel, si no me puedes amar... dame sexo—gemí con las mejillas ardiendo y el cuerpo completamente perlado de sudor, al igual que él—. Estoy listo...—balbuceé al escucharle gruñir de esa forma. Sabía que estaba a punto de descargar y cuando lo hizo fue delicioso. Pude sentir el calor de su semen invadiéndome y provocando que yo hiciera lo mismo contra el colchón.

Cerré los ojos hundiéndome en una vorágine de sensaciones que me ahogaban, calentaban y contraían. Tuve varios espasmos mientras el cosquilleo me recorría la columna vertebral y se centraba en mis testículos. Él seguía moviéndose para parar suavemente. Podía escuchar el golpeteo contra mis nalgas y el murmullo de los muelles del colchón crujiendo.

No me dejó disfrutar demasiado tiempo de la sensación de tenerlo dentro, manchado por sus propios fluidos, porque pronto se apartó y se marchó a contemplar su pequeña ciudad en miniatura. Él era dueño de ese mundo y yo era sólo un extraño que le impedía ser feliz. Quería estar solo y lo visitaba rompiendo su calma. Sabía que dándome sexo me callaría, provocaría que me fuera y no regresara en semanas. Él sabía bien que siempre volvería, pero que si me daba lo mínimo al menos no tendría que soportarme por mucho rato.


Tomé mis cosas y me marché sin despedirme. Si había llorado en el apartamento, pues lo hice como un maldito mocoso, también lo hice al subirme al vehículo que me esperaba aparcado en la cera contigua. Lloraba sin importarme que mi empleado me viese. No me importaba siquiera en ese momento manchar mi camiseta. Él me odiaba y no había marcha atrás y yo debía volver a decirme a mí mismo, aunque sólo lo creyera por un tiempo, que ya no me interesaba su compañía ni su efímero amor.  

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Lestat de Lioncourt