Armand nos trae de nuevo unas memorias conjuntas con Daniel. Otra vez se enfrentará a esas mentiras que suele ofrecerse y a la mirada inquisidora, fría y cruel de su única creación.
Lestat de Lioncourt
DIRTY PASSION
Afrontar el pasado a veces es más duro
y cruel que todo lo imaginable. La tortura de echar la vista atrás,
contemplar el camino trazado por tus propios pies y sentir que tu
alma se ha ido desnudando y desquebrajando. Poco a poco los muros que
has ido alzando caen precipitadamente y el templo, ese en el cual se
ha convertido el laberinto mente, se transforma en un amasijo de
escombros. Todo lo que has soñado cae y lo hace de una forma rápida,
pero tortuosa. He aprendido de la vida, o más bien de la ausencia de
la muerte, que el mundo gira constantemente y no importa donde hayas
llegado porque puedes terminar en un lugar distinto en un abrir y
cerrar de ojos.
Han pasado siglos desde que la nieve
cubría los campos de Kiev. Creo que ya no recuerdo bien como era el
frío que se instalaba en mis huesos y me arrancaba cualquier
pensamiento cálido. La dureza del clima endurecía nuestro carácter
y mi padre era el más duro de todos los hombres que he conocido. No
tenía reparos en golpearme, pero tampoco en recriminarme que había
sido bendecido por mis dotes artísticas.
Mi pasado más reciente se reduce a
Sybelle y Benji, pero también a él. Construye casas. Tan sólo
construye casas con la paciencia de un Dios misericordioso. Sus ojos
violáceos se mueven relampagueantes, el silencio es atroz y su
sonrisa fría. Creo que ni siquiera está su mente con nosotros y que
se mueve de forma rutinaria, pero a veces sospecho que está más
presente que nunca.
—¿Dónde vas?—la tierna voz de
Benji me detuvo hace algunas horas. Quería retenerme con él, pues
sabía que quizás acudía al encuentro de la locura. Sus enormes
ojos negros, poblados de unas inmensas pestañas, tenían la
experiencia de un hombre y la bondad de un niño— ¿Puedo ir? Tal
vez necesites compañía ésta noche.
—Sybelle te necesita—dije abarcando
su rostro con mis manos—. Mi amor, tú debes quedarte aquí.
—Pero, ¿dónde vas?—insistió como
si fuese la voz de mi conciencia.
—Necesito estar solo—me incliné
hacia él y besé su frente con ternura. Sus largos y ondulados
cabellos eran seda y su piel porcelana tibia. Se había alimentado
hacía unas horas y tenía un aspecto muy humano. Parecía un niño
común. Cualquier chiquillo se hubiese confundido con él, o quizás
él con ellos—. Amor mío, ve dentro.
Benji me obedeció, aunque a veces era
casi imposible. Él deseaba cuidar mi corazón, o lo que quedaba de
él, pero yo necesitaba volver a verlo. Tantas veces he mentido sobre
mis sentimientos que en ocasiones es fácil creer que realmente no
sientes; tal vez algún día no sienta realmente el dolor que se
convierte en una daga al rojo vivo que atraviesa mi alma.
Había hecho que varios vampiros
jóvenes, algunos atemorizados por las consecuencias de mis actos,
acompañaran a Marius para traer a Daniel a una zona distinta. Quería
tenerlo próximo. No quería que mi maestro lo conservara cerca de él
y también rechazaba la idea de abandonarlo en mi isla. Estaba en New
Orleans y había trazado un plan para quedarme durante algún tiempo.
Él debía venir aunque fuese contra su voluntad, como así fue, y
estuvo deambulando sólo, tal vez asustado, por el mundo. Sin embargo
logré que regresara y estaba encerrado en un lujoso apartamento
cerca de Bourbon Street.
La calle se encontraba iluminada por
los diversos negocios, el calor comenzaba a ser un impedimento para
desarrollar una vida diurna en la ciudad. New Orleans era muy húmeda,
debido a los pantanos y a la situación de altitud con el mar, así
como por como se encontraba distribuida en el mapa. Era la zona sur
de Estados Unidos, un lugar con un clima peculiar. El verano se
aproximaba sin dejar marchar la primavera, había algunas lloviznas y
el calor era insoportable a ciertas horas. Siendo sábado los
negocios estaban a rebosar de turistas y ciudadanos comunes, todos
sentados en las terrazas tomando algún cóctel y aperitivo. Eran más
de las once de la noche y aún había ruido. No era como las típicas
ciudades americanas que todo queda en silencio, pues los clubs de
jazz seguían incitando a más de uno a seguir el ritmo frenético y
melancólico que a veces ofrecían.
Al bajar del vehículo, el cual me
había aproximado hasta allí, sentí que deseaba huir. Enfrentar
nuevamente los ojos de Daniel era algo terrible. Me juraba a mí
mismo, incluso en ese momento, que no me importaba si me maldecía en
silencio. Había rezado durante todo el trayecto e imploraba cierto
descanso para ambos; no obstante no iba a tener descanso alguno y lo
sabía.
Cuando la llave encajó en la cerradura
mi mano tembló. Con cierto nerviosismo me toqué el pelo, el cual
llevaba suelto, y miré mis deportivas azul celeste. Llevaba una ropa
que podría pasar por la de cualquier jovencito. Una chaqueta
vaquera, una camiseta blanca de algodón y unos jeans muy simples. A
ojo de los mortales era un muchacho intentando entrar en un
departamento que parecía vacío, salvo por las noches. Al girar
finalmente la llave la puerta cedió, entré y vi que tan sólo
estaban las luces del salón encendidas. Cerré la puerta, caminé
por el angosto pasillo y quedé en la entrada de éste con los ojos
fijos en su espalda.
Tenía el torso desnudo, sus cabellos
muy revueltos y los pantalones que llevaba parecían sucios de
tierra. Estaba seguro que había estado deambulando por las calles el
día anterior, pues quienes lo vigilaban desde cierta distancia me
habían informado de todo. Su piel no era tan blanca como la mía y
su aspecto era el de un joven de unos treinta años, los que tenía
cuando le transformé, pero con la peculiaridad que sus pequeñas
marcas de expresión se habían borrado. Mientras me acercaba a él
podía ver su reflejo en el cristal de la ventana, así como en un
espejo en el salón, y sentí una emoción extraña.
Más de una vez me había aparecido de
esa forma, como si fuese un fantasma, cuando era tan sólo un humano.
Aparecía sin más en su puerta, él la abría resignado y yo entraba
con una sonrisa de satisfacción increíble. A veces me necesitaba.
Me maldito mil veces por no haber estado cuando tanto me buscaba. Sin
embargo la señal de peligro me había asustado, como a todos, y
estaba buscando respuestas a ésta cuando Lestat hizo que fuésemos
aplastados por la tragedia.
Daniel estaba allí para mí, sentado
en aquella silla que crujía con cara movimiento que hacía sobre
ésta, con los pies desnudos y las manos cubiertas de manchas de
pintura. Había creado una maqueta preciosa de New York. Podía ver
el complejo financiero con mis propios ojos, las bocas de metro y los
peculiares personajes caminando por las calles abarrotadas. No había
detalle que se hubiese escapado. Creo que incluso podía ver algún
envoltorio por la ciudad, dentro y fuera de las papeleras, y alguna
lata que era botada por el zapato de algún joven descontento.
—Daniel—dije con voz templada—.
Estoy aquí.
—Por mí como si regresas al infierno
y te haces vendedor de antorchas—respondió con una sonrisa cínica
y cruel.
—¿Por qué eres así
conmigo?—pregunté enfrentándolo finalmente.
Su rostro era el claro reflejo de la
concentración; no miraban hacia donde yo me encontraba, sino que
estaban fijos en el último edificio que estaba terminando de
colocar. La vivienda olía a pegamento de rápido secado, pinturas y
aguarrás. También había cierto olor a sangre seca y barro, pero
eso era por su ropa y la camiseta que había arrojado cerca del sofá.
La prenda estaba allí mal colocada, en el suelo y con evidentes
manchas de sangre. No había cazado a una víctima, sino a varias, y
sin duda no lo había hecho de la forma más sutil como solíamos
hacer. Los seres como nosotros odiamos mancharnos de sangre, pero él
era a veces como un animal salvaje. Quizás tenía sus motivos y
posiblemente era su estado mental quien más influía en sus
acciones.
—¿Cómo debería ser?—dejó su
maqueta a un lado y quedó sentado con las manos colocadas sobre sus
muslos.
A veces él no decía nada, pero sin
duda era mejor que escuchar su alma furiosa en un tono sosegado. La
malicia le inundaba las venas y provocaba que fuese cruel conmigo. Es
posible que me merezca el trato que él me da, pero prefiero no
pensar en ello. Creo que si meditara si me merezco su odio terminaría
hundido, llorando y posiblemente con deseos de desaparecer una vez
más.
Con cuidado me aproximé a la mesa
acariciando los árboles con la punta de mis dedos, así como algunos
edificios que parecían secos, para quedar a su lado con mi mano
apoyada en su cabeza. Sus cabellos son suaves, pero no tanto como los
que posee Benji. Sus ojos son dos bolas violetas llenas de rencor,
odio, miedo y desesperación. Louis no es más que un dramaturgo
barato comparado con la verdadera desesperanza que puedes hallar en
el alma de Daniel. Si bien, yo no puedo leer su mente y no sé si son
sólo imaginaciones mías.
—Daniel... ¿por qué no hacemos las
paces?—pregunté con un tono suave muy seductor.
Me senté sobre él con las manos
apoyadas en sus hombros, algo más estrechos que los de Marius,
mientras le miraba directamente a los labios. Su sonrisa cínica se
había borrado y su rostro parecía de nuevo sumergido en la apatía.
Deslicé mi mirada por su rostro como si fuese la primera vez que nos
veíamos.
Daniel posee una boca carnosa, una piel
gruesa pero suave de color crema casi lechosa, sus ojos son enormes y
profundos con unas pestañas pobladas, sus cejas son algo más
oscuras que los mechones que caen sobre su frente y sus orejas no son
muy grandes. Mirarlo así me provocaba un incontrolable deseo de
besarlo, cosa que hice. Mi boca rozó la suya y mi lengua se hundió
mientras le estrechaba contra mí. Por unos momentos pensé que me
apartaría, pero no lo hizo.
—Aunque lo niegue y pese a todo, tu
odio y rechazo, te amo. No puedo mentir más—dije al parar el beso
y poder apoyar mi frente en la suya. Mis manos se habían movido
hasta su cuello y la punta de mis dedos acariciaban sus pómulos—.
¿Por qué me odias? ¡No puedo odiarte y tú me odias!
Rompí a llorar de forma desgarrada y
él me miró con una frialdad propia de una estatua. Mi pecho se
alzaba y bajaba rápidamente, mi respiración era entrecortada y mis
lágrimas sanguinolentas manchaban mi camisa al rodar por mis
mejillas hasta mi cuello. Mi labio inferior temblaba y tenía
levemente abierta la boca. Creo que le daba una imagen terrible, pero
no tan terrible como la suya. Él me miraba como quien ve una obra de
un pintor vulgar, que no transmite nada y nunca será famoso. Sí,
igual que un crítico de arte acostumbrado a la belleza y no a lo
horrendo.
—¡Di algo!—dije apartándome de un
salto— ¡Contéstame! ¡Quiero respuestas! ¡Estoy cansado de
protegerte de Marius! ¡Estoy harto de malgastar mi fortuna en tus
caprichos! ¡Cansado de tu frialdad! ¡Muerto por dentro porque las
mentiras hacia tu amor me consumen! ¡No puedo dejar de amarte y tú
nunca me has querido! ¡Nunca me has apreciado como yo lo he hecho
contigo! ¡Me usaste! ¡Daniel!
—¿Qué quieres que te diga? Tú
mismo estás respondiéndote con tus berrinches infantiles—susurró
antes de incorporarse, colocar bien la silla y marcharse hacia el
dormitorio.
—¡Dónde vas! ¡Dónde!—exclamé
marchándome tras él para tomarlo del brazo derecho, hacerle girar y
caer de rodillas al resbalar por el encerado del suelo.
—Estoy cansado—su voz era monocorde
como las creadas por programas de ordenador.
Él se apartó de mí de nuevo, echó a
caminar y vi como su figura quedaba absorbida por la oscuridad.
Pronto escuché el ruido del colchón al tener contacto con su
cuerpo. Quedé allí, de rodillas, llorando porque él nunca me daba
una respuesta y a la vez me ofrecía la solución más fría, sincera
y brusca que me habían dado jamás. No, nunca me quiso. Él nunca me
había amado. Jamás fui importante para él y sólo me convertí en
un medio, pero a la vez deseaba tener su piel contra la mía mientras
el vello de mi nuca se erizara por la sensación. Por eso mismo fui
tras él pasados unos minutos.
Estaba tumbado sobre la cama revuelta,
en penumbra y sin una sábana que lo cubriera. Había una lamparilla
encendida con una bombilla de baja potencia, así que tenía la luz
justa para iluminar suavemente parte de la habitación. Sus ojos
estaban cerrados, tenía una expresión plácida y su cuerpo parecía
estar relajado. Y justo allí, frente a él, me desnudé para
sentarme sobre sus caderas.
—Daniel... —dije una vez más su
nombre antes de volver a besar su boca.
Él abrió los ojos y me miró furioso,
pero no rechazó el beso. Su lengua se enredó en la mía y sus manos
comenzaron a palpar mi figura. Antes que pudiese percatarme estaba
contra el colchón con mi cabello revuelto sobre una de las
almohadas. Él se incorporó quedando de rodillas y entre mis
piernas, las cuales estaban levemente flexionadas, para poder
quitarse el cinturón. Cuando escuché el cuero del cinturón contra
el suelo él ya se estaba bajando la cremallera.
De inmediato me incorporé sentándome
en la cama para lamer su ombligo y besar sus caderas, mis manos
acariciaban sus piernas aún cubiertas por el pantalón y mis ojos se
volvieron sumisos. Sus manos dejaron de moverse y cayeron a ambos
lados de su cuerpo; las mías, en cambio, bajaban suavemente la
prenda hasta sus rodillas. Su miembro estaba flácido y mi boca se
llenó de saliva. Quería tenerlo dentro de mí, endureciéndose
gracias a mi lengua y sintiendo su sabor.
Mis manos recorrieron sus muslos
erizando su vello y sensaciones; él tan sólo me observaba desde su
posición privilegiada con aquellos ojos llenos de rechazo. Sé que
me odia del mismo modo que me desea, pues nadie ha sido tan
complaciente con él. Mi lengua acarició la punta de su miembro y
mis labios acabaron rodeando su glande, para poco a poco introducir
su sexo en mi boca. Guardé bien mis dientes y comencé a mover mi
cabeza. Pronto clavé mis uñas en sus caderas y mi lengua rozó la
base de su sexo. Mi destreza hizo que rápidamente se endureciera y
jadeara echando su cabeza hacia atrás.
Acabé echándome hacia atrás en la
cama, girándome suavemente sobre mí mismo y agarrando las sábanas
con firmeza. Él me levantó las caderas y comenzó a penetrarme. No
había amor, pero sí sexo. Sabía que me arriesgaba a tener otra
dosis de odio mezclado con una lujuria agotadora. Mentiría si dijera
que su miembro no me arrancó un largo, profundo y desesperado
gemido; pero también es cierto que me hizo sentir un hueco terrible
en mi pecho. Apoyé mi frente en la almohada y comencé a mover mis
caderas. Sus manos recorrían mi espalda y sus dedos se hundían
masajeando mis nalgas. Me codiciaba y a la vez le parecía repulsivo;
si bien, como he dicho antes, nunca sabré que piensa realmente de
mí.
El ritmo era lento, pero a él le
gustaba dominarme y maltratarme. Sus manos me golpearon azotándome,
agarrándome de los hombros e impulsándose dentro como un rayo. Me
rompía y me hacía gemir su nombre de forma incontrolable. Él
guardaba silencio y sonreía con una malicia terrible. Podía ver su
expresión al mirarlo por encima de mi hombro, pero parecía no
agradarle la idea que le mirara porque me hundía el rostro contra el
colchón. Su mano derecha acabó sobre mi pezón derecho
maltratándolo, pero su mano izquierda se enredó en mis mechones
para tirar de ellos hacia el colchón.
—Dame sexo Daniel, si no me puedes
amar... dame sexo—gemí con las mejillas ardiendo y el cuerpo
completamente perlado de sudor, al igual que él—. Estoy
listo...—balbuceé al escucharle gruñir de esa forma. Sabía que
estaba a punto de descargar y cuando lo hizo fue delicioso. Pude
sentir el calor de su semen invadiéndome y provocando que yo hiciera
lo mismo contra el colchón.
Cerré los ojos hundiéndome en una
vorágine de sensaciones que me ahogaban, calentaban y contraían.
Tuve varios espasmos mientras el cosquilleo me recorría la columna
vertebral y se centraba en mis testículos. Él seguía moviéndose
para parar suavemente. Podía escuchar el golpeteo contra mis nalgas
y el murmullo de los muelles del colchón crujiendo.
No me dejó disfrutar demasiado tiempo
de la sensación de tenerlo dentro, manchado por sus propios fluidos,
porque pronto se apartó y se marchó a contemplar su pequeña ciudad
en miniatura. Él era dueño de ese mundo y yo era sólo un extraño
que le impedía ser feliz. Quería estar solo y lo visitaba rompiendo
su calma. Sabía que dándome sexo me callaría, provocaría que me
fuera y no regresara en semanas. Él sabía bien que siempre
volvería, pero que si me daba lo mínimo al menos no tendría que
soportarme por mucho rato.
Tomé mis cosas y me marché sin
despedirme. Si había llorado en el apartamento, pues lo hice como un
maldito mocoso, también lo hice al subirme al vehículo que me
esperaba aparcado en la cera contigua. Lloraba sin importarme que mi
empleado me viese. No me importaba siquiera en ese momento manchar mi
camiseta. Él me odiaba y no había marcha atrás y yo debía volver
a decirme a mí mismo, aunque sólo lo creyera por un tiempo, que ya
no me interesaba su compañía ni su efímero amor.
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