El siguiente fragmento de vida es de Nicolas de Lenfent y quiere compartirlo con ustedes.
Lestat de Lioncourt
Sus pasos hacían eco por la estancia,
como si recorriera el campo santo de los infiernos. Tenía los brazos
cruzados sobre su pecho, su cabello negro caía sobre sus hombros
completamente alborotado y poseía una amargura intensa en su mirada
café. Parecía buscar alguna razón, algo que lo mantuviese vivo,
mientras la noche lentamente caía. Su violín lo esperaba sobre la
cama que ambos habían compartido. Parecía que sólo él, con sus
cuerdas y arco, y su propia alma extrañaban los dorados cabellos, la
risa explosiva y los ademanes bruscos de Lestat.
—¿Has visto?—le dijo en un
murmullo parándose en seco en mitad de la boardilla—. ¿Lo has
visto?
Las lágrimas comenzaron a bordear sus
mejillas sonrojadas por el vino. Varias botellas vacías, de vidrio
verde y grueso, se amontonaban en un rincón y una vela se consumía
muy cerca, como si fuese la única que quiera acompañar la escena,
señalando a las culpables del estado de embriaguez del músico.
—No debí creer sus mágicas
historias, esas estúpidas historias. ¿Cómo pude amar a un
mentiroso?—se colocó las manos en el pecho y tiró suavemente de
su camisa de chorreras blanca—. ¿Por qué?—susurró con el labio
inferior tembloroso, tan tembloroso como su voz—. ¿No vio que él
era mi única luz? ¿No comprendió que le amaba? ¿Qué hice yo para
merecer el olvido? ¿Por qué no me llevó con él? Él dijo que
estaríamos unidos por siempre. ¡Mentiroso! ¡Blasfemo!
¡Fariseo!—explotó cayendo de rodillas mientras se llevaba la mano
derecha a los labios, intentando impedir que nuevas agresiones
surgieran de sus carnosos labios. La zurda quedó sobre los tablones
de madera del suelo, acariciando y apretando las betas—. Espero que
los infiernos se abran y tú te encuentres en ellos. Eres el peor de
los demonios, pues tu presencia es de encantador ángel y el pecado
que he cometido contigo es el mayor de todos.
Nicolás alzó la vista viendo el
violín, testigo de todo, y sonrió amargamente. Con torpeza gateó
hasta él para comenzar a tocarlo. Su cuerpo se alzó como si fuera
el de un coloso, comenzó a tocar con angustia y desesperación.
Quería calmar sus lágrimas y animar su alma, la cual se retorcía
como sus miembros. La danza se inició y sus sentidos despegaban de
la turbia realidad. En su mente estaba en Auvernia, en el círculo
quemado de las brujas, girando al compás de cada nota mientras
Lestat contenía su consternación. Danzaba para él otra vez...
danzaba para sí.
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