El siguiente texto es un lamento de Armand, aunque siempre se lamenta, sobre la situación con Daniel. Espero que lo comprendan y les agrade.
Lestat de Lioncourt
Siento las manos cansadas, igual que mi
espíritu. A veces, cuando toco mis anotaciones percibo la fuerza que
ya no tengo. Me he convertido en un joven eterno con ojos de anciano.
He visto tanto, he sentido demasiado y finalmente me he dejado
arrastrar por la corriente. Sin embargo, cuando lo miro noto algo
cálido en mi corazón. Creo que vuelve a latir firme y desafiante.
Él es un misterio más profundo de todo lo inimaginable. Ni sé
cuantas veces lo he negado, como se niega a Dios cuando la soledad te
ataca y no quieres pensar que otro, que sabes que padeces, tan sólo
contempla tu desgracia.
—Daniel, ¿podemos hablar
hoy?—pregunté nada más llegar, sin siquiera atreverme a quitarme
la chaqueta—. Daniel, querido, he traído a Benji para que puedas
explicarle lo maravillosa que es tu nueva maqueta.
—¿Sigue loco?—susurró apretándome
la mano derecha con las suyas—. Dybbuk, me da escalofríos.
—No está loco, mi amor, sólo evade
su atormentada mente de éste plano—respondí—. ¿Por qué no vas
al dormitorio y me traes unas cómodas zapatillas? Tengo los pies
cansados a causa de éstos mocasines—solté mi mano de las suyas,
lo tomé del rostro con ambas y besé su frente inclinándome
suavemente hacia él. Si había un ángel ese era él, no yo. Un
ángel de rizos negros, pestañas pobladas y ojos llenos de pureza.
Mi ángel bizantino.
—Sí...—murmuró con tristeza, pues
sabe que la esperanza aún está conmigo.
Me aproximé a Daniel con cuidado,
quedando a sus espaldas y observando que sus manos se movían
elegantes en la mesa. Construía una pequeña casa, de esas que
suelen dibujar los niños con un sol a un lado y un enorme jardín.
Techo de tejas rojas, fachada encalada de blanco y ventanas de
madera. Era un pequeño pueblo de casas blancas, perfectas, como si
un milagro las hubiese puesto sobre la ladera de una montaña.
—Daniel—dije alzando mis manos—.
Yo...—balbuceé rozando el cuello de su camisa, justo antes de
apretar sus hombros con mis dedos—. Yo aún te amo—rompí a
llorar sintiendo como él se levantaba, me apartaba y me miraba
angustiado—. Daniel, por el amor del Señor, háblame sin miedo ni
tapujos. Por favor.
—Te desprecio—su voz sonó ronca,
quizás por la sed de los días de ayuno. Sus ojos violetas se
clavaron en los míos y me atravesaron el alma—. Vienes aquí
esperando que te ame, buscando un amor que nunca me quisiste dar, y
te atreves a traer a ese engendro tuyo. Largo de mi vista. No te
quiero aquí. No te necesito.
Un mecanismo en mí se activó, me
acerqué a él y lo abofeteé provocando que cayera al suelo. Benji
apareció correteando al escuchar el golpe seco contra las losas, al
verlo a él allí arrojado se acercó a mí y me abrazó.
—Vámonos, Benji, hice mal en venir.
Aquí sólo hay un loco que se merece nuestras burlas, no nuestra
compasión—susurré lleno de cólera, pero no era cierta ni una de
mis palabras.
Ahora, en el confort de mi cama,
mientras me rodea Benji con sus pequeños bracitos, esos que a veces
son los únicos que desean abrazarme, pienso en él. Pienso en todas
las cosas maravillosas que pude haberle mostrado. Me equivoqué. No
debí hacerlo, pero a la vez soy incapaz de prenderle fuego. El
Armand de otros tiempos, aquel de la Asamblea de París, no lo
hubiese pensado ni un segundo. Daniel ardería como una antorcha si
mis sentimientos no fueran puros y sinceros.
—No hay criatura más parecida a Dios
que todos nosotros... podemos despreciar y amar al mismo tiempo,
ocultando nuestros planes y dejando que nuestras manos construyan
proyectos fallidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario