Aquí podemos ver a Louis roto de dolor y a Armand a su lado. Espero que comprendan que el dolor era mutuo, pero eso él no lo sabía.
Lestat de Lioncourt
El traqueteo del carruaje era el único
sonido que lograba romper el silencio solemne entre ambos. París
parecía tan coqueta desde la ventanilla que lo dejó atónito. Jamás
había visto la ciudad desde esa perspectiva, pues la envidiable
compañía de Claudia siempre le robó belleza a otras cosas. Su
corazón estaba roto, como el viejo mecanismo de un reloj que se
queda parado para siempre en una hora determinada. Sus ojos verdes,
antes llenos de melancolía pero cargados de esperanza, brillaban con
un dolor terrible. Estaba a punto de echarse a llorar nuevamente,
cuando observó aquella pequeña mano enguatada sobre la suya.
—Oh, Louis—murmuró—. Todo acabó
pronto.
—Él la delató—fue lo único que
logró decir—. ¿Cómo pudo hacerlo ese miserable? ¿Cómo? Espero
que esté ardiendo en el infierno.
—No, no—dijo inclinándose hacia
delante—. Louis, por favor, no—arrugó la nariz y frunció el
ceño. Sus hermosas cejas pelirrojas se juntaron ligeramente y su
boca parecía más carnosa que en otras ocasiones. Era un niño, pues
aún no podía considerarse un hombre, con unos hermosos ojos llenos
de misterio y recuerdos.
—Armand, guarda silencio—contestó
girándose hacia él—. No quiero siquiera escuchar el eco de tu
voz... No me detuviste, pero tampoco los detuviste a ellos. Mi hija
murió hace unas noches, estoy de duelo.
Armand se recostó en el asiento y miró
hacia el frente. El tapizado borgoña del carruaje lo había elegido
él, igual que los pequeños detalles en color dorado y la pintura
negra del exterior. Era un carruaje sofisticado, muy hermoso, que
transportaba varias de sus pertenencias. No era el único vehículo
en la vía, tras ellos había dos ataúdes en un carruaje más imple.
El color rojo le recordaba a él, a Marius.
Louis no dejaba de pensar en aquellos
hermosos rizos dorados cayendo sobre sus hombros, rozando sus
mejillas llenas y rosadas, con esa boca carnosa y pequeña y esos
ojos centelleantes de vida. Aún podía escuchar su voz recitando
poemas, sentir sus pequeños dedos jugando con los ondulados mechones
de su pelo negro o simplemente el eco de sus zapatos correteando por
la sala. ¡Oh, Dios! Podía oler su perfume y notar el borde de su
falda rozar el suelo creando una canción distinta a otras. Su
pequeña, su niña, su hija... su damita. La amó como hija y también
la amó como amiga. Había desaparecido como una estrella fugaz.
—Si dejas que el dolor te consuma
terminarás siendo un monstruo—sentenció Armand—. Lo sé, porque
yo lo he vivido. He llegado a ser un monstruo.
—Dejé escapar a un ángel, para
caminar con el demonio...—susurró cerrando los ojos para llorar
amargamente.
No dijeron nada más aquella noche, ni
las tres siguientes. Todo era demasiado doloroso. París quedó
atrás, Francia quedó atrás, y aún así Louis seguía llorando la
pérdida de su corazón.
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