Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 27 de agosto de 2014

Aún lloras, no lo hagas

Pompeya desapareció hace mucho, pero ella siempre lo tiene presente. Creo que Petronia no es tan dura como nos hace pensar. Aquí un regalito, algo que me ha pasado Arion, para que veamos esa parte oculta de Petronia.

Lestat de Lioncourt 

Estaba de pie en el balcón observando las estrellas. Hacía unas horas que la noche había llegado, como siempre llegaba en verano con la tímida brisa marina alzándose y el sonido de los insectos, pero la oscuridad era más palpable que noches atrás. La luna se alzaba radiante, completamente llena, y el mar a lo lejos parecía un vestido desaten con pedrería. Ella lo contemplaba como lo había hecho siempre. Posiblemente pensaba en las vidas que no había salvado, en las que condena a diario y en aquellas que son como olas que van alegremente muriendo al llegar a la arena. Su fuerza y entereza están sobre tierras movedizas. Era delicada, como las piedras y conchas con las cuales ejercía su mayor y más próspero talento.

Su cabello caía libre esa noche. Tenía la frente no muy pequeña, justa para su cabeza, y esos mechones ensalzaban sus cejas y la expresión confusa de sus ojos de gemas oscuras. Sus labios, que siempre se asemejaron a pétalos de flor de cerezo, estaban suavemente abiertos como si quisiera decir algo, un secreto al viento, pero no emitía sonido alguno. Llevaba puesto un vestido rojo, completamente despojada de su toque masculino. La tela de seda marcaba sus caderas, algo estrechas pero infinitamente femeninas, y sus largas piernas se asomaban por la abertura que tenía en ambos costados. No tenía un escote prominente, pero sí llamativo. Parecía un viejo vestido romano, de esos que las grandes mujeres de nuestra época llevaban. Sus brazos estaban cubiertos con algunas pulseras y un par de anillos de camafeos. Tenía pendientes en forma de aro y un colgante que yo mismo le había regalado.

—Estás maravillosa—dije apoyado en la entrada al balcón, con mi chaqueta color marfil en la mano y mis ojos clavados en sus hombros ligeramente cubiertos por la tela.

—Quiero estar sola—murmuró con la voz desquebrajada.

—Hace mucho de ello—no sabía si desaparecer, pues ella era así. Te decía que no, pero era que sí. Estar sola en días tan turbios y duros, a pesar de los siglos, era algo que no deseaba aunque dijera lo contrario—. Petronia, tú...

—¿Yo qué?—se giró hacia mí clavando sus ojos pardos. Tenía un semblante tan hermoso como en aquellos días. Era la mujer más hermosa que he visto. Mi hermosa chica imposible, mi deliciosa guerrera, mi hija y mi amante por los siglos de los siglos. Nunca se ha visto inmortales que soporten el paso de los siglos como nosotros, la soledad envenena a veces nuestro mundo pero, nosotros, seguimos aquí—Dímelo, ¿yo qué? El monstruo que quiso salvar a todos, el engendro que nadie escuchó. ¡Tú no sabes como gritaban! ¡No pudiste ver a niños engullidos por la lava! ¡Me hiciste cargo de algo y no pude hacer nada!

—Te pedí que salvaras a los que pudieras y vinieras a mí. ¿Qué más podía querer?—dije acercándome a ella—. Petronia...

Mi chaqueta cayó sobre sus hombros, mis manos acariciaron sutilmente su cuello mientras acomodaba sus cabellos y mis labios rozaron sus mejillas presionándolas ligeramente. Besos, millones de besos. No sé cuándo le daré el último, pero recuerdo el primero. En aquel cuarto a oscuras, con el sufrimiento marcando su cuerpo y la soledad torturando mi vida. Ella me salvó a mí, no yo a ella. Se convirtió en mi pasión y en lo único que he querido de todo corazón, como si fuera un niño buscando salvar un globo que se lleva el viento.

—Vete—susurró con la voz ronca, a punto de llorar como siempre hacía—Vete, ahora...

—Jamás—la rodeé con mis brazos y ella hundió su rostro en mi camisa blanca, la cual empezó a empaparse por sus lágrimas sanguinolentas. No me importaba. Que llorara cuanto quisiera. Yo la amaba. No podía dejar de amarla.

—Vete...—dijo ya sin fuerzas mientras se aferraba a mi camisa, por los costados, sin dejar de llorar ni un segundo.

—Las estrellas son las cuentas de un rosario diseminado por el mundo, brillando en recuerdo de lo que fueron una vez. Eso dicen los poetas. Otros que son la luz, las almas, que una vez poblaron la tierra y se muestran vigilantes, cautas y deseosas de ver el mundo cambiar aunque ya no estén. Los astrónomos hablan de planetas, estrellas, galaxias, soles y lunas. Yo puedo ver en ella tus lágrimas. Cada estrella es una lágrima que has derramado y que brillan en tus días oscuros—susurré acariciando sus cabellos, dejando que mis dedos se deslizaran por su espalda hasta su cintura, para luego rodearla como lo haría cualquier amante a la mujer de su vida—. Todos ven en ti la fuerza, cierta fiereza y poder. Pocos somos los afortunados de conocer lo delicado y tierno que puede ser tu corazón, por eso te amo y te doy las gracias.


Era el 24 de Agosto del 2014, hace tan sólo unas noches. Han pasado 1935 años y aún sigue llorando por sus almas. Pompeya, tú siempre estarás en su recuerdo junto a tus comerciantes, artesanos, pescadores y hombres sabios. Todos aquellos que le dieron la espalda aún siguen muriendo ante sus ojos, ardiendo y cubriéndose de cenizas.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt