Pompeya desapareció hace mucho, pero ella siempre lo tiene presente. Creo que Petronia no es tan dura como nos hace pensar. Aquí un regalito, algo que me ha pasado Arion, para que veamos esa parte oculta de Petronia.
Lestat de Lioncourt
Estaba de pie en el balcón observando
las estrellas. Hacía unas horas que la noche había llegado, como
siempre llegaba en verano con la tímida brisa marina alzándose y el
sonido de los insectos, pero la oscuridad era más palpable que
noches atrás. La luna se alzaba radiante, completamente llena, y el
mar a lo lejos parecía un vestido desaten con pedrería. Ella lo
contemplaba como lo había hecho siempre. Posiblemente pensaba en las
vidas que no había salvado, en las que condena a diario y en
aquellas que son como olas que van alegremente muriendo al llegar a
la arena. Su fuerza y entereza están sobre tierras movedizas. Era
delicada, como las piedras y conchas con las cuales ejercía su mayor
y más próspero talento.
Su cabello caía libre esa noche. Tenía
la frente no muy pequeña, justa para su cabeza, y esos mechones
ensalzaban sus cejas y la expresión confusa de sus ojos de gemas
oscuras. Sus labios, que siempre se asemejaron a pétalos de flor de
cerezo, estaban suavemente abiertos como si quisiera decir algo, un
secreto al viento, pero no emitía sonido alguno. Llevaba puesto un
vestido rojo, completamente despojada de su toque masculino. La tela
de seda marcaba sus caderas, algo estrechas pero infinitamente
femeninas, y sus largas piernas se asomaban por la abertura que tenía
en ambos costados. No tenía un escote prominente, pero sí
llamativo. Parecía un viejo vestido romano, de esos que las grandes
mujeres de nuestra época llevaban. Sus brazos estaban cubiertos con
algunas pulseras y un par de anillos de camafeos. Tenía pendientes
en forma de aro y un colgante que yo mismo le había regalado.
—Estás maravillosa—dije apoyado en
la entrada al balcón, con mi chaqueta color marfil en la mano y mis
ojos clavados en sus hombros ligeramente cubiertos por la tela.
—Quiero estar sola—murmuró con la
voz desquebrajada.
—Hace mucho de ello—no sabía si
desaparecer, pues ella era así. Te decía que no, pero era que sí.
Estar sola en días tan turbios y duros, a pesar de los siglos, era
algo que no deseaba aunque dijera lo contrario—. Petronia, tú...
—¿Yo qué?—se giró hacia mí
clavando sus ojos pardos. Tenía un semblante tan hermoso como en
aquellos días. Era la mujer más hermosa que he visto. Mi hermosa
chica imposible, mi deliciosa guerrera, mi hija y mi amante por los
siglos de los siglos. Nunca se ha visto inmortales que soporten el
paso de los siglos como nosotros, la soledad envenena a veces nuestro
mundo pero, nosotros, seguimos aquí—Dímelo, ¿yo qué? El
monstruo que quiso salvar a todos, el engendro que nadie escuchó.
¡Tú no sabes como gritaban! ¡No pudiste ver a niños engullidos
por la lava! ¡Me hiciste cargo de algo y no pude hacer nada!
—Te pedí que salvaras a los que
pudieras y vinieras a mí. ¿Qué más podía querer?—dije
acercándome a ella—. Petronia...
Mi chaqueta cayó sobre sus hombros,
mis manos acariciaron sutilmente su cuello mientras acomodaba sus
cabellos y mis labios rozaron sus mejillas presionándolas
ligeramente. Besos, millones de besos. No sé cuándo le daré el
último, pero recuerdo el primero. En aquel cuarto a oscuras, con el
sufrimiento marcando su cuerpo y la soledad torturando mi vida. Ella
me salvó a mí, no yo a ella. Se convirtió en mi pasión y en lo
único que he querido de todo corazón, como si fuera un niño
buscando salvar un globo que se lleva el viento.
—Vete—susurró con la voz ronca, a
punto de llorar como siempre hacía—Vete, ahora...
—Jamás—la rodeé con mis brazos y
ella hundió su rostro en mi camisa blanca, la cual empezó a
empaparse por sus lágrimas sanguinolentas. No me importaba. Que
llorara cuanto quisiera. Yo la amaba. No podía dejar de amarla.
—Vete...—dijo ya sin fuerzas
mientras se aferraba a mi camisa, por los costados, sin dejar de
llorar ni un segundo.
—Las estrellas son las cuentas de un
rosario diseminado por el mundo, brillando en recuerdo de lo que
fueron una vez. Eso dicen los poetas. Otros que son la luz, las
almas, que una vez poblaron la tierra y se muestran vigilantes,
cautas y deseosas de ver el mundo cambiar aunque ya no estén. Los
astrónomos hablan de planetas, estrellas, galaxias, soles y lunas.
Yo puedo ver en ella tus lágrimas. Cada estrella es una lágrima que
has derramado y que brillan en tus días oscuros—susurré
acariciando sus cabellos, dejando que mis dedos se deslizaran por su
espalda hasta su cintura, para luego rodearla como lo haría
cualquier amante a la mujer de su vida—. Todos ven en ti la fuerza,
cierta fiereza y poder. Pocos somos los afortunados de conocer lo
delicado y tierno que puede ser tu corazón, por eso te amo y te doy
las gracias.
Era el 24 de Agosto del 2014, hace tan
sólo unas noches. Han pasado 1935 años y aún sigue llorando por
sus almas. Pompeya, tú siempre estarás en su recuerdo junto a tus
comerciantes, artesanos, pescadores y hombres sabios. Todos aquellos
que le dieron la espalda aún siguen muriendo ante sus ojos, ardiendo
y cubriéndose de cenizas.
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