El siguiente fragmento de texto que está a vuestra disposición pertenece a Daniel Molloy. Daniel ha decidido dejar claro su tortura... nunca había hablado de ello con tanta pasión y certeza.
Lestat de Lioncourt
Puedo escuchar sus voces surgiendo de
cada esquina. Es como si hablaran para mí, en murmullos
desconcertantes y voraces de silencio. He aprendido a caminar por las
calles con los ojos inquietos, la cabeza gacha y los hombros
encogidos. Puedo notar sus caricias rozando mis mejillas, tirando de
mi camisa y colándose por mis bolsillos. Llenan cada trozo de mí,
alertan a mis miedos más profundos y cantan plegarias a los demonios
que habitan en mi cabeza. Ellos me están volviendo loco. Soy un
monstruo y me ruegan ayuda. Noto el aliento de sus bocas en mi nuca,
sus tortuosos ojos clavados en mí como si fuera el salvador de toda
la humanidad y percibo sus manos blancas moviéndose en cada
callejón. Son las atormentadas almas de toda la ciudad, una ciudad
que parece no dormir jamás debido a su esplendor nocturno.
Y luego está él. Siempre está él.
Él me observa con ese rostro perfecto que parece una máscara.
Sonríe con una inocencia falsa y me abraza con sus delicados brazos
de mármol. Él, que siempre estará mezclado conmigo en cada
partícula, me susurra palabras de amor que ya no creo. Sus besos son
ardientes, pero para mí es Judas con las ropas de un ángel.
Mis viejas libretas cargadas de
noticias que ya no interesan, con frases ingeniosas que se niegan a
surgir de las sombras azules de mi bolígrafo barato y algún
garabato de mis sueños más desquiciados. Aún la conservo. La tomo
entre mis manos y paso las hojas con mis temblorosos dedos. Puedo
acariciar el trazo de mi letra, reconocerme en cada línea y aspirar
aún la nicotina adherida a ellas. La máquina de escribir sigue en
un lugar privilegiado, aunque ya no dicta columnas periodísticas
sino sueños extraños que me persiguen sin compasión. Para
liberarme tengo mis hermosas casitas. Ciudades llenas de pecado, humo
de tabaco, espectáculos dantescos y contaminación. El reflejo del
pecado, de los más bajos placeres, y del cielo lejos de las iglesias
donde se condenan a los pecadores más pobres. Allí reúno a todos
los que cantan en mi cabeza, me observan convertidos en pequeños
muñecos que puedo pulverizar como si fuese Dios mismo.
Pero él. Él me pregunta el sentido de
todo y no respondo. Se sienta a mi lado tomando mis manos, limpiando
la pintura de éstas y hablándome de cosas que ya no me interesan.
Lee para mí periódicos, me pone la radio que es sólo un murmullo
comparado con las voces de nuestro alrededor y me mira con una
compasión que no sé si merezco. Odio cuando me toca el cabello,
deslizando sus finos dedos, para luego palpar mis labios como si
estuvieran tallados en hielo o mármol delicado. Habla de amor y
esperanza, él que me quitó la cordura y me entregó un preciado
regalo que ya no quiero, ¿cómo se puede ser tan cínico? Después
le dice a todos que ya no siente nada por mí, le habla a todos de mi
locura, pero no es capaz de confesar que llora abrazado a mí y ruega
porque regrese. ¿Regresar? Siempre he estado aquí, no me he movido,
porque las cadenas son demasiado pesadas. Ya no sé que es la
libertad y no sé si la quiero. Sólo deseo que se callen, que exista
silencio en mis noches y en cada uno de mis días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario