Estas son unas viejas memorias de Santino y Armand, narradas por Santino. Aquí se muestra una faceta distinta, muy similar a la que pudo describir Armand en su libro, pero radicalmente contraria a la de Marius en Sangre y Oro.
Lestat de Lioncourt
Maestro...
Hacía varias noches que habíamos
salido de Roma. Armand guardaba silencio tras aceptar su nuevo nombre
y destino. Sus ojos parecían hundidos, sin alma aparente, mientras
contemplaba el fuego que habíamos encendido para calentarnos.
Algunos mechones ondulados caían sobre su frente, rozando sus finas
cejas, mientras que otros rozaban sus mejillas enmarcando su rostro
en aquella mata rojiza de ondas perfectas. Su boca, llena y delicada,
esbozaba una sonrisa melancólica, algo falsa, mientras sus manos se
frotaban frente a las llamas. La luz incidía sobre él dándole un
aspecto aún más sobrenatural. Parecía un ángel entre nosotros y
por eso lo había escogido, por su potencial y belleza. Armand sería
mi discípulo y pronto el líder de cientos.
—¿Puedo sentarme?—pregunté
señalando un extremo del tronco donde se hallaba sentado.
Estábamos cerca de una iglesia en
plena construcción, aunque se había parado algunos años por falta
de donativos. Cerca había una arboleda, un pequeño bosque frondoso
y acogedor, donde habíamos decidido parar por unas horas. El
cementerio no estaba lejos y allí podríamos refugiarnos, como de
costumbre.
—Nadie lo impide—susurró
encogiéndose sobre sí mismo, doblando los pliegues de la túnica
negra que le había obsequiado—. ¿Quién soy yo para hacerlo?—dijo
girando su rostro hacia mí, con aquellos ojos vacíos de
sentimiento, y con una voz monocorde que me torturó con su eco.
—Armand, ¿ocurre algo?—Me interesé
por él, como me hubiese interesado por otro en aquel lugar. Sin
embargo, no todos me agradaban. Armand poseía una luz propia y un
atractivo que suscitaba en todos algo de envidia. Deseaba rozar sus
mejillas y hundir mis dedos en su carne aún blanda. Podía moldearse
su alma, y crear a un guerrero perfecto para la causa.
—No, nada—respondió con una ligera
sonrisa, para luego levantarse y echar a caminar hacia la
construcción cercana.
Los demás compañeros se habían
reunido entorno al fuego, otros aún se hallaban de camino porque se
habían parado a conseguir alguna víctima y yo estaba allí, con mi
rata en mi regazo mientras contemplaba como la leña se consumía y
él se alejaba. Mis dedos se movían sobre su pelaje, mucho más
limpio que el de cualquier otro animal, mientras movía graciosamente
su hocico y pensaba en todo lo que podía haber dicho y no dije.
Me llevé la mano derecha a mi rostro,
acariciando mi mentón áspero debido a mi incipiente barba, mientras
mis ojos se desviaban ligeramente del fuego hasta el recorrido que
habían tenido sus pasos. Algo en mí me pedía que le siguiera.
Quería saber que había en su mente. Seguramente no había olvidado
la muerte de Marius y aún me culpaba por ella, del mismo modo que
culpaba a todos los que nos acompañaban. Pensé que podía escapar y
decidí dejar a mi mascota atrás, así como el fuego y la compañía
de los otros, para ir tras él.
Cuando lo rebasé me fije que observaba
el campanario a medio hacer, con cada una de sus gruesas piedras mal
acomodadas todavía y sus hermosas ventanas que pronto serían
cubiertas por vidrieras de llamativos colores. Podía imaginar la
iglesia alzándose con sus gárgolas, su pórtico, las columnas
gruesas cargadas de detalles y las imágenes sagradas alzando la
vista a los cielos.
—Pronto será una nueva iglesia,
albergará la fe del pueblo que yace a pocos metros en la colina. Se
oirán cánticos, alabanzas a Dios, ángeles y santos. Podrán verse
corazones llenos de bondad y misericordia, como criminales con rostro
de ángel y manos de asesino. Aquí se reunirá lo bueno y lo malo,
se besarán en las mejillas y tomarán el cuerpo de Cristo—dijo con
los ojos clavados en cada piedra, recorriendo el lugar con cuidado
sin perder detalle—. ¿Y qué será de nosotros? Siempre recluidos
en las sombras, sin ver la luz de Dios. Hablas de Dios, pero bendices
al Diablo. Dices que somos el mecanismo por el cual Dios castiga
gracias a su hijo más oscuro—se giró suavemente y me miró a los
ojos—. ¿Cómo puedo amarte y perdonar todo lo que has hecho?
Agradezco tus enseñanzas, pero Marius no era el monstruo que tú
dices que era.
—Marius te hubiese llevado por el mal
camino—expresé con voz tenue y cercana—. Te hubiese convertido
en siervo de sus deseos. Sólo serías un títere de sus
caprichos—puse mis manos sobre sus delicados hombros y esbocé una
escueta sonrisa—. Toma la fe que te ofrezco y olvídate de él,
pues si no lo haces tendré que...
—Tirarme al fuego—terminó mi frase
mientras me miraba algo asustado, pues había visto morir a quienes
él había amado en algún momento.
—Eres perfecto para la causa—dije
tomando su rostro entre mis manos—, pues pareces un ángel y puedes
atraer a más hermanos hacia la verdad—susurré acariciando sus
mejillas, deslizando mis dedos por su cuello hasta el borde de la
túnica—. Permite que ve el cuerpo de un ángel.
Deseaba ver desnudo al muchacho,
acariciar su sedosa piel y clavar mis uñas en sus músculos poco
formados. Era apetitoso. Tenía la gracia de una mujer, pero la
virilidad de un hombre. Era astuto, algo inocente y asustadizo. Sin
embargo, él se apartó y echó a caminar hacia el sendero.
—No—respondió aturdido—. No...
Decidí ir tras él para detenerlo
agarrándolo bruscamente de los brazos. Giré su cuerpo e hice que me
mirara. Sus ojos se habían cubierto de miedo e ira. Tenía una
expresión parecida a la de un ángel desesperado por salvar sus
alas. Por mi parte tenía el ceño fruncido y mis ojos oscuros
clavados en los suyos. Mi boca buscó la suya y le arrebaté un beso,
acariciando su lengua y blanda, caliente, suave y húmeda. Sus manos
golpearon mi pecho, intentando alejarme, pero las mías eran más
rápidas.
Con la izquierda lo sujetaba su brazo
derecho, aprisionándolo de tal modo que sentía cada uno de mis
dedos, mientras que la diestra remangaba su túnica y se colaba entre
sus suaves muslos. Rápidamente dejó de forcejear para rodearme con
sus delicados y finos brazos. Sus pies quedaron de puntillas mientras
que yo estaba ligeramente inclinado hacia su figura, la cual comenzó
a retorcerse por las indecentes caricias que realizaba entre sus
ingles. La respuesta a mis besos eran otros suyos con más hambre.
Poseía un instinto pecaminoso que lo empujaba a buscar alimentarse
del momento.
Se despegó de mí para mirarme como lo
haría un animal peligroso, se deshizo de sus prendas con furia y se
recostó entre el pasto. La hierba acariciaba su figura que temblaba,
sus cabellos derramados parecían llamas provenientes del infierno y
sus labios se abrían mostrando sus incisivos inmortales. Sus
pequeñas y delicadas manos se pasaban por su vientre hacia sus
muslos, mientras estos se abrían y mostraban el camino a recorrer.
—Ven a mí—rogó con la voz
entrecortada—. Calma mi dolor con tu amor, aunque sea falso—susurró
abriendo un poco más sus piernas.
Contemplaba a mi pupilo con un deseo
imposible de contener. Su piel lechosa recubría una figura delicada,
con cierta cintura marcada y con unos pezones duros de color rosado.
La ligera mata de cabello rojizo de entre sus piernas, que coronaban
con gracia su miembro, se veían suaves pese a todo. Era delgado,
pero de pequeño tamaño. Parecía frágil y a punto de romperse,
pero a la vez era un ángel que había caído de los cielos para
pecar sin remedio.
Me incliné hacia él, arrodillándome,
para observar sus ojos que parecían una puesta de sol tardía. Aquel
color ámbar brillaba como si se derramara lava sobre sus largas y
espesas pestañas. Un par de lágrimas bordearon sus mejillas y se
perdieron entre sus cabellos y mentón. Su boca se veía aún más
apetecible, pues tenía los labios enrojecidos por los besos y
mostraba su mejor arma. Aquellos puntiagudos colmillos parecían
querer rozar mi piel.
Coloqué mis manos sobre sus hombros,
deslizándolas suavemente hasta su vientre y dejándolas en sus
caderas. Tenía la piel más áspera y gruesa que la suya, además
poseía un color algo dorado debido al sol que había tomado desde
niño. Él era hijo de la nieve y el frío, de la soledad y la
humildad, y había sido llevado a Constantinopla entre lamentos del
bravío oleaje. Marius se lo llevó para envolverlo en sedas y
perfumes, así como en el pecado más primigenio, y yo lo había
rescatado para darle una misión más mística y peligrosa.
—Serás el hermoso ángel de la
muerte, mi mejor guerrero—murmuré entusiasmado mientras me
acomodaba entre sus piernas.
—Maestro...—murmuró por primera
vez hundiendo sus pequeñas manos entre los pliegues de mi túnica,
buscando así mi sexo para hallarlo despierto—. Hazme tuyo y
muéstrame el camino hacia la ascensión en los cielos—sus palabras
eran tan eróticas que logró que mis caderas se movieran. Sus manos
tiraban de mi sexo desde la base hasta el glande, que era apretado
por sus pulgares, mientras su boca se abría para emitir sensuales
jadeos—. Castígame con el dolor manchado de placer.
—Armand—dije, con la voz
completamente tomada, mientras apoyaba mis manos sobre el pasto.
—Santino, mi hermoso Santino. Tienes
un cabello tan hermoso y una boca tan perfecta. Jamás he visto a un
hombre tan viril como tú, ¿me harás sentir lo que es tener
realmente a un hombre entre mis piernas? He tenido a muchos, pero
pocos han satisfecho mis bajas pasiones—sus palabras me dejaron sin
aliento y decidí pasar a la acción, sin meditarlo ni un segundo
más.
Aparté sus manos para acomodar mi
glande en su entrada. Ni siquiera había tenido la decencia de
estimularlo, pero deseaba estar dentro de él tanto como él me
necesitaba. Sus piernas me rodearon y sus brazos fueron a mi cuelo.
Aquella mirada perversa, de demonio satisfecho, que poseía me hizo
arder en los infiernos del deseo. Rápidamente le penetré. No pude
contener a la bestia que había logrado desatar.
—Así, párteme—balbuceó echando
la cabeza hacia atrás. Su largo cuello estaba a la vista, con alguno
de sus mechones pegados por el sudor sanguinolento. Mis movimientos
de cadera eran cada vez más elevados y los suyos, contrarios a los
míos, eran una tortura. Busqué su boca para dominarla, pero fue la
suya quien me dominó a mí. Al apartarse se echó a reír y me miró
con suspicacia—. Ven conmigo, te mostraré los infiernos... pero
satisface mis deseos. Por favor, no permitas que mi cuerpo no tenga
tus atenciones, maestro.
El sonido de nuestros cuerpos, el jadeo
y la hierva crujiendo acompañaba nuestras miradas que se decían
todo en silencio. Incliné mi rostro sobre su pecho, mucho más
pequeño y delicado que el mío, para recorrerlo con la lengua
lamiendo ligeramente sus pezones. Mi boca permaneció el derecho, mis
dientes se clavaron sin perforar la piel, mientras mi mano zurda se
apartaba de la tierra, acariciaba sus caderas y acababa colocándose
en éstas para empujar con mayor ritmo.
Serpenteaba bajo mi cuerpo, pues se
retorcía de pies a cabeza. Sus gemidos torturaban mis sentidos, ya
que prácticamente no era capaz de escuchar algo más que su voz
alzándose como el coro de una iglesia. Tenía el rostro con las
mejillas sonrosadas, la boca temblorosa y los párpados ligeramente
echados. Me miraba con deseo y perversión, cosa que sabía que
ocurriría y aún así me sorprendía hasta llegar a avergonzarme.
Podía sentir en todo momento sus
pequeñas manos jugando con mis cabellos negros y rizados, hundían
sus dedos entre ellos y tiraba con fuerza. Sus brazos me rodeaban con
la misma presión que sus muslos. Cuando alcé mi rostro para verlo
rápidamente me besó con furia. Tras varias estocadas más terminé
llenándolo, cosa que provocó que pocos segundos después él
también lo hiciera. Sus brazos y piernas cayeron al pasto, pero su
cuerpo aún convulsionaba. Ambos habíamos sentido un agradable
cosquilleo subir desde nuestros testículos al vientre, como un
latigazo, que nos decía que debíamos acabar.
—Seré tu pupilo—dijo con la voz
entrecortada—. Sí, lo seré.
Aquella noche, frente a la construcción
de aquella iglesia en medio de un pueblo perdido cerca de Roma, supe
que sabría dominar sus instintos con persuasión y cierta destreza a
la hora del pecado más básico y placentero... el sexo. Sin embargo,
no puedo decir que no lo amara. Siempre he amado a Armand. Me enamoré
de él y por ello lo salvé. Tal vez fui estricto, pero aún era más
estricto y retorcido Marius con sus latigazos.
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