Mael me ha hecho llegar esto, me ha pedido que lo comparta y que difunda su mensaje. En sí, estoy de acuerdo en muchas cosas. El mundo muere y la belleza natural parece que aterra al hombre moderno.
Lestat de Lioncourt
Los verdes bosques en los cuales crecí,
de altos y robustos árboles, prácticamente han desaparecido. El
hombre moderno no ve la belleza natural, el deseo imposible de
abrazarlos y sentir la vida vibrando dentro de ellos sin necesidad de
corazón. Los nuevos hombres, esos que se creen de desafiante
inteligencia, no son más que monstruos que no respetan la vida.
Ellos sólo ven madera y recursos para lograr alcanzar un nivel
económico superior. Sin embargo, sus almas se pudren del mismo modo
que se pudren los campos ante una plaga.
En muchas ocasiones he sentido el
impulso de salir corriendo, ir en busca de mis viejas raíces y no
mirar atrás. Sin embargo, me siento con paciencia en las paradas de
autobús de las ciudades modernas. Veo el tránsito de todos y cada
uno, tan centrados en sí mismos que no son capaces de alzar el
rostro y dejar que otros ojos los escruten. Me concentro en observar
las lenguas de asfalto recorriendo cada calle, el temblor del tubo de
escape de los vehículos que nos matan con su humo y el continuo
cambio de luces en los semáforos. Las ciudades de hormigón, cristal
y plástico no son impresionantes. Muchos se golpean el pecho
hablando de las grandes infraestructuras, pero yo sólo veo basura
acumulándose con fervor.
A veces camino con las manos metidas en
los bolsillos, sintiendo que mi pelo se mueve al son de la brisa
contaminada e imagino que son los antiguos pastos cultivados de mi
pueblo. Puedo sentir el sol incidiendo en mis mejillas, escuchar el
murmullo de las arpas o las espadas chocando, y saborear los sabrosos
frutos de la primavera. Puedo hacer todo eso porque mi memoria aún
es excelente y me niego a olvidar quién fui. Tras miles de años es
todo lo que tengo. Mis recuerdos acumulando polvo y sentimientos.
La única maravilla que he encontrado
en el corazón de las ciudades, su pequeña dinamita, es que aún hay
niños que dibujan el sol en todo lo alto, el cielo azul y hermosos
campos que jamás han visto. Está en nuestros genes, sean cuales
sean, encontrar el paraíso verde y fresco, la tierra húmeda, el
canto de las aguas en movimiento y la vida surgiendo bajo nuestros
pies. Lástima que, ya de adultos, todos olvidan ese instinto. El
mundo se muere y ninguna de las almas, encerradas en sus ataúdes de
mentiras y hormigón, es capaz de salir a reclamar la tierra como
algo propio.
Hoy he encontrado un fresno, lo he
acariciado recordando las viejas leyendas y el sabor de la hidromiel.
He cerrado los ojos y he aspirado el aroma que cargaban sus hojas.
Gracias a él he decidido emprender un nuevo camino, buscarlo a él
donde sé que se encuentra y rogarle que venga conmigo a los bosques
donde nos encontramos. Quiero sentir las caricias del viejo are que
tan bien recordamos, aunque sea bajo la oscuridad y un pequeño
puñado de estrellas. Su amor es mi único consuelo y apoyo. He aprendido que no importa el tiempo en el cual hemos estado separados, sino el momento en el cual hemos vuelto a estar juntos. Somos dos almas que se han encontrado en éste purgatorio moderno y que comprenden el dolor por el cual han pasado, el deseo que aún les invade y la nostalgia que muestran en sus ojos cuando se contemplan. Todo se reduce a esperanza y amor, como si fuera una vieja leyenda que surge entre las sombras de los edificios más caros y luminosos. Un mundo plástico para dos almas encerradas aún en un árbol, posiblemente una metáfora más de la vida que aún sostenemos.
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