Ya sabía que me odiaba, pero no tanto. Uno busca amor el día de su cumpleaños, pero termina llevándose una bofetada como recuerdo. Al menos, la carta de Mona era agradable.
Lestat de Lioncourt
Aún recuerdo el peso de su cuerpo en
mis brazos y el horrible martillear de su voz pidiendo auxilio. Para
mí aún esa noche sucede, una y otra vez, y todo es distinto. He
logrado cambiar los sucesos, volver al pasado y provocar que la vida
que llevábamos no se rompiera. Sin embargo, nada cambia. Todo sigue
igual. Esa noche ha sucedido igual que tantas otras que se han ido
acumulando. Han pasado décadas, incluso más de cien años. No
obstante, el pantano con su aroma, sus sonidos y esas figuras
macabras que eran sus árboles de tronco hinchado sigue ahí. Él
sigue ahí. Ella me observa en calma tensa. Mis lágrimas confirman
que me duele, pero no he vuelto a decir nada al respecto.
Durante mucho tiempo fue mi pecado
capital, el peso que hundía mis hombros, y mi gran culpa. Pero ese
mucho tiempo a penas fueron unos meses y todo parecía producto de mi
imaginación. Sin embargo, ocurrió. El peor de los actos, el más
descabellado y ruin se cometió. Ella se alzó contra él como la
propia noche, lo cubrió con sus pequeños brazos y lo arrojó al
infierno. Ni siquiera era capaz de mirar su cuerpo, pero ella
disfrutaba envolviéndolo en la alfombra. Lamentarme hubiese sido
poco conveniente, así que sólo obedecí a mi amor por ella. ¿Y qué
había de mi amor por él? Siempre he jurado públicamente que lo
detestaba, que me hacía sentir culpable a cada paso y que nunca fue
mi amor. Era falso. Lo niego tajante ahora. Pero, si tengo que ser
sincero, el tiempo ha terminado haciendo veraces mis palabras.
Ella lo era todo para mí. Cuando digo
todo es todo. Se convirtió en mi único deseo para vivir. Siempre
quise ser padre y él hizo esos deseos realidad. Creó una pequeña
para mí, nuestra damita, y caí rendido a sus pies. Me convertí en
su marioneta y sirviente, en su escolta personal, y también en el
hombre más ciego del mundo. Ella, con sus tirabuzones dorados y su
cara de ángel, me inducía en una dulce fantasía donde todo era
perfecto si la abrazaba. Era mi hija. Era mi niña. Era todo para mí.
Un padre hubiese hecho cualquier cosa para protegerla, incluso dejar
que su corazón se pudriera y se hundiera en el pantano. La poca
humanidad que tenía ella se la fue llevando arrastrándola hasta la
muerte.
Cuando ella murió, después de todo lo
que ocurrió para bien y para mal, le culpé. Él estaba vivo y no
tuvo el coraje suficiente de salvarla. La expuso como si fuera un
monstruo. Aunque ni siquiera me amaba a mí. No nos quería. Nos
despreciaba a ambos. Sin embargo, por aquellos días, yo creía que
ella me adoraba. Era su padre, su madre, su ángel de la guarda, su
Louis. Yo tenía que haberla protegido de las manos enloquecidas de
Armand y sus descabellados planes. Pero no lo hice porque no pude,
pero me vengué. Maté a todos. Los vi arder en un infierno peor que
el de Lucifer.
David Talbot era un hombre honesto y
anciano cuando Lestat lo conoció, pero se ha convertido en uno de
los nuestros. Poco a poco, con su nuevo cuerpo y sus modales
elegantes, se transformó en un buen acompañante para ambos. Era la
clave para no discutir. En los oscuros días donde Lestat se apagó,
como una vela soplada al viento, no me hundí en la culpabilidad
gracias a él. Se convirtió en mi apoyo. Un gran apoyo que me dio la
solución a un drama que aún seguía abierto. Las heridas viejas por
mi hija. Merrick, una mulata espectacular, se cruzó en mi camino
varias veces y él la indujo a colaborar. Ella nos traicionó y a la
vez nos ayudó. Aunque nada quedó claro, salvo el odio de Claudia,
pude ver el espectro de mi hija. Escuché claramente como me odiaba y
despreciaba, leí su diario y sentí nauseas. Yo era su peón, no su
ángel protector.
Quise morir.
¿Quién no hubiese deseado morir? Todo
lo que necesitaba saber ya lo tenía. Mis lágrimas estaban
marchitas. Él estaba en una capilla tumbado esperando un milagro.
David se sentía herido y yo traicionado. Merrick fue un consuelo. No
obstante, la muerte sí que era un gran bálsamo para mis heridas.
Las curaría todas. Si bien, ni siquiera eso me permitió ese
condenado imbécil. Al regresar todo el amor que le había tenido se
convirtió en hiel. Odio verlo porque me recuerda a ella. Cuando lo
veo no puedo dejar de ver su pequeño rostro y sus ojos llenos de
odio. Sí, puede que con mis sucios tratos haya conseguido que
regrese. Si bien, ¿qué es lo que tengo? Un monstruo que me detesta.
Aún deseo morir. Sin embargo, es más
placentero torturar a todo aquel que condeno con sólo mirarlo. He
deseado tantas veces agarrarlos a todos del cuello y partírselo. A
todo aquel que se pone delante mía. Me he convertido en un asesino
despiadado. Soy la misma muerte. No necesito caminar entre
cementerios, pues el mundo es mi cementerio. Yo soy quien entierra la
felicidad y la ahoga en lamentos. Soy esclavo del dolor y preso de
éste he enloquecido. Mi mayor sueño es verlo consumirse igual que
yo, sin embargo es demasiado fuerte. Ese maldito desgraciado, ese
bastardo de hermosa sonrisa y sedosos cabellos dorados, nunca se
hundirá conmigo. Le odio.
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