Claudia siempre me destroza cuando habla, aunque sea en sus viejas páginas. A veces, son recuerdos o ecos que vienen a mí. Sigo amándola, del mismo modo que sé que la sigue amando Louis. Si bien, ella nos odiaba y el odio en ocasiones es invencible.
Lestat de Lioncourt
Existen millones de tipos de infierno,
pues cada infierno es personal. Vivimos con la desgracia de
reconocernos en el espejo, con el mundo a nuestras espaldas y las
marcas visibles en nuestra mirada, para sentirnos aterrados o
desilusionados con las heridas que tan sólo nosotros somos capaces
de diferenciar. Somos almas con cuerpo, o quizás cuerpos que
encierran almas. No lo sé. Cuando era más joven veía mis huesos,
carne y piel como una crisálida que pronto podría romperse. Sin
embargo, para tragedia mía, sólo pude ver la seda envolviendo un
pequeño y pálido cuerpo con unos ojos demasiado grandes, profundos
y amargos. Mis pequeños labios no eran los idóneos para ser
besados, sino para recitar continuamente viejos poemas infantiles
ante incautos. ¿Cómo impedir que la locura anidara en mi cabeza y
expulsara lo poco que quedaba de mí? Con la venganza, el odio, la
falta de escrúpulos y el desprecio. Tenía una máscara para cada
ocasión, pero a él solía mostrarle la más dulce.
Él, por supuesto, es mi Louis. Jamás
podría haber soportado una lágrima, una mueca de disgusto o
simplemente apatía. Quería verme feliz, como si fuera una
encantadora niña vestida de encaje y tafetán azul. Se deleitaba con
mi inocencia perversa, pues era tan falsa como los ojos de cristal de
mis muñecas. Solía colocarme en sus rodillas para que leyéramos
juntos alguna dramática novela, un libro de filosofía o incluso
algunos poemas más intrincados, que sólo un adulto comprendería.
Fruncía encantadoramente su ceño, torcía sus labios carnosos y
suspiraba mientras la noche quedaba atrás, como si fuera un sueño y
nosotros simples polillas que podían morir si se acercaban a la luz.
Recuerdo a la perfección que solía jugar con los mechones de su
cabello, pues eran como la seda y a veces calmaba mi dolor. Sin
embargo, lo odiaba. Llegué a odiar su melancolía tanto como las
risas estruendosas de Lestat.
Aquel idiota, con esa boca grande y
burlona, jugueteando con el encaje de sus puños y tocando
alegremente el piano. Sí, él era mi idiota. Lestat era francamente
imbécil. Siempre lleno de felicidad, de profunda malicia y tan ciego
que ni siquiera vio mi rencor. Me veía como su pupila predilecta, su
hija, su adorada muñeca eterna y por supuesto el cebo perfecto para
que cualquier mujer se acercara a él. No había misterio en su mente
tan simple, aunque solía tener una verborrea exagerada y contar sus
planes como si a mí me interesara. Aún no comprendo porque él lo
escuchaba. Louis a veces posaba sus ojos color esmeralda en los
suyos. Ambos guardaban un siniestro silencio, una pasión desbordante
que detestaba, y, que incluso ellos mismos llegaron a odiar con el
paso de los años.
Todas las mujeres suspiraban por ellos.
Dos caballeros elegantes, bien vestidos, con cierto estatus económico
y social. Eran el partido idóneo para cualquier mujer. No había ni
una que no deseara estar en brazos de esos dos caballeros, los cuales
siempre salían a pasear con aquella pequeña criatura, tan
desamparada y hermosa. Yo era un mero complemento, pero en realidad
ellos eran mis marionetas.
No recuerdo el instante en el cual mi
felicidad, mi amor por ellos, la complicidad y el afecto quedó
reducida a cenizas, hundida en un pozo oscuro y enterrada por siempre
en un valle de lágrimas amargas. Quizás fue cuando cumplí veinte
años. Deseaba ser lo que toda jovencita quería. No obstante, me
había percatado que no crecería y jamás podría ser como cualquier
otra. Jamás moriría, pero tampoco tendría lo que tanto ambiciona
una mujer. ¿Cómo podría conquistar? ¿Y los besos de amor? ¿Las
cartas y suspiros? Nada. Sólo tendría muñecas, diarios y vestidos
llenos de encajes para que jamás olvidara que siempre sería el
maniquí perfecto, la imagen viva de la infancia.
Quizás ellos sintieron dolor, pero ni
siquiera se parece al que yo sentí. Día tras día tenía que vivir
en mi propio infierno. Veía mi reflejo en el tocador mientras
cepillaba mis cabellos. Observaba mis largas pestañas, mi respingona
nariz y todas las facciones infantiles que jamás madurarían. Me
sentía flor eterna que no marchita, pero que tampoco dará frutos.
Era horrible.
Mi odio es para los dos por lo que
hicieron y por lo que no tuvieron valor de hacer.
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