David pone el punto final de su historia. Yo os la ofrezco tal cual. ¿Qué? A mí me olía más al mayordomo...
Lestat de Lioncourt
Las horas parecían eternas para David.
Pasaban lentamente. Cuando llegó al punto de encuentro no quiso
mostrar su rostro. Cuanto menos viese de él ese anciano era mucho
mejor. Preguntó por la muchacha, su vieja dirección y su nombre.
Consiguió los datos después de hundirse en sus recuerdos, pues
aquel pobre diablo ni siquiera recordaba bien su edad. Se alejaron
ambos prometiéndose colaboración y David terminó por aparecer en
la dirección que le ofrecieron. Era una vieja casa, o mejor dicho
mansión, que perteneció siempre a una familia de cierto estatus.
La vivienda era del arquitecto Charles
Rennie Mackintosh. Era una vivienda cúbica, de juego de líneas
rectas y ascendentes. Sin embargo, poseía formas abstractas y era
una vivienda vanguardista. Principios del siglo pasado,
evidentemente, pero era vieja y sólida. No era la vivienda más
vieja que jamás había visto, el tenía aún una mansión que
pertenecía desde hacía siglos a su familia. Aquella casa era el
lugar de un misterio prácticamente desde su cimentación. Había
estado a punto de ser derruida poco después de ser construida por
problemas sobre la parcela y quién era el verdadero dueño. No
obstante, era demasiado hermosa y poseía la firma de uno de los
grandes arquitectos. No podía echarse abajo.
David conocía bien aquellas líneas,
las figuras extrañas y la excesiva ornamentación. Se dejó guiar
por los marcos de las ventanas y puertas, se perdió en el jardín
lleno de setos y flores, así como por la pequeña pista de tenis que
parecía ser uno de los encantos de la propiedad. Un lugar que no
tenía mucho movimiento, pero sí un dueño. Aquel anciano estaba
allí, junto a él, apoyado en el bastón mirando a la nada. La
vivienda había pasado a manos de un primo suyo, cuando en realidad
en el testamento constaba él y su hermano. Decidió venderla,
quedarse con su parte y derrocharla, mientras que el dinero de la
venta quedó guardado para su hermano. Sus padres lo hicieron, él no
lo hubiese permitido.
—Mis padres pensaron que si él
regresaba no querría esta casa—comentó mirando la fachada—.
Creo que es lo que quería ver.
—¿Pasó algo aquí?—dijo apoyado
en la cancela.
—No—explicó frunciendo el ceño,
como si quisiera recordar algo que fuese sólo un borrón ya—. A
penas recuerdo bien las cosas, estoy perdiendo la memoria. He
derrochado parte de la fortuna, mi vida no ha sido decorosa. Creo que
siempre me eché la culpa de todo. La desaparición de ambos ha caído
sobre mi cabeza continuamente—hablaba pausadamente, con cierto
esfuerzo, mientras intentaba no llorar.
Talbot recordó sus manos arrugadas,
salpicadas de manchas de la edad, y esos dedos ásperos que se
tocaban sus cabellos blancos, como la nieve, mientras meditaba sobre
dónde había dejado los viejos informes que aún necesitaba. Pensó
en su vida mortal, en los años que debía llevar muerto si hubiese
seguido en aquel cuerpo lleno de achaques, y tembló unos segundos.
Sin embargo, estaba allí, en plena noche, observando los setos y
aquella vivienda con ojos nuevos. Unos ojos a los cuales ya estaba
acostumbrado. Más de dos décadas son muchos años para
acostumbrarse, incluso amar, lo que se ve.
—¿Cree que su primo puede saber
algo?—interrogó con un tono amable.
—Eran muy amigos y él no tiene
lagunas, ni de ese día ni de ningún otro—afirmó—. ¿Le he
dicho que tengo mala memoria?
—Sí, en varias ocasiones—comentó
con una ligera sonrisa franca.
Notaba alteraciones. Aquella casa tenía
un aspecto elegante, algo moderno y desenfadado. Los ornamentos y el
tejado eran lo que más llamaba la atención, así como aquella pista
de tenis. Algo había pasado. No sabía porque pero destacaba. Era
como si gritara. Pero también la ventana de la boardilla. Una
boardilla que tenía el cristal muy sucio, como si no se usara, y era
una lástima. Estaba deseando entrar, pero no habían sido invitados
sino que simplemente lo habían conducido hasta allí.
Decidió tomar del brazo al anciano y
guiarlo hasta el vehículo que se encontraba en la acera, un taxi que
los esperaba. Había llegado allí en taxi, aunque podía moverse
rápidamente con sus poderes, pero el anciano había bajado de un
autobús, con la mirada algo perdida, mientras intentaba recordar
porqué estaba allí. Las lagunas eran evidentes y no iba a dejarlo
solo.
Después de deshacerse del anciano en
la residencia donde vivía, no muy lejos de allí, se encerró en una
de las bibliotecas municipales. Allí había periódicos, revistas y
diversos documentos sobre las viviendas, construcciones cercanas,
altercados y cientos de sucesos. Un mortal se hubiese ahogado en esa
información, incluso un hombre de Talamasca, pero él ya no era
humano. Sus ojos recorrían veloces por los distintos documentos, se
hundía en ellos apreciando los titulares y buscando relación entre
ellos. Rápidamente la desaparición de una joven le llamó la
atención.
Era ella.
Su cabello negro destacaba en aquella
fotografía. Había desaparecido un año antes de las apariciones.
Tenía una sonrisa dulce, una mirada desenfadada y poseía una
belleza única. Sin duda la típica chica que puede robar corazones y
romperlos en mil pedazos. No vivía lejos, aunque no era de familia
acomodada. Solía trabajar para la familia de Anderson. Richard fue
quien dio la voz de alarma, pues no se presentó para cuidar a su
hermano. Desde aquel día ni una pista.
Richard había mentido. Conocía al
fantasma y temía sus acusaciones, quizás. Tenía que volver a
invocarla, en aquella casa y quizás en la pista de tenis. Pero
antes, debía saber algo más.
Buscó un teléfono público, miró su
reloj y comprendió que quedaban tan sólo unas horas para esconderse
del sol. Rápidamente marcó el teléfono del anciano, pero no
contestó. Nadie respondía. Supuso que al ser tan tarde ya
descansaba. Y él debía hacerlo.
La noche siguiente le aguardó una
desagradable sorpresa, el anciano había muerto al tomar demasiada
medicación. Tal vez una enfermera se equivocó o él tomó el doble
de la dosis al no recordarlo. No lo sabía. La medicación que
llevaba era nueva, más fuerte que la anterior, y le provocó un
infarto que acabó con él. David Talbot se personó en el funeral y
entonces lo vio. Estaba allí junto a la tumba, mirando la tierra que
tiraban sobre el ataúd. Las sonrisas falsas le asqueaban, igual que
las lágrimas, y al difunto no parecía gustarle siquiera las flores.
—Me ha matado, también la mató a
ella y a él. Nos mató por la casa, por la herencia, por todo—habló
atropelladamente corriendo hacia David—. ¿Puede verme?
Eran las seis. Ya había atardecido y
el funeral finalizaba. David podía verle, oírle y también
sentirle. Él tan sólo asintió y miró hacia el horizonte añadiendo
en un murmullo “te escucho”.
—Tenía once años cuando ella venía
a casa. Me enseñaba a jugar al tenis, me ayudaba con los deberes y
me atenía las escasas horas que mi hermano debía estudiar. Pero él
terminó uniéndose a nosotros, disfrutando de las limonadas y del té
con pastas—se echó a reír a carcajadas—. Lo que uno recuerda
cuando se muere, ¿verdad? Los sabores y olores, también las
lágrimas...
David no se movía, escuchaba calmado
aguardando la verdad.
—Un día mi primo se enteró de todo.
Mi padre lo había criado como a un hijo, pero no era suyo. Era el
hijo de la hermana de mi madre, un niño huérfano que tenía todo
gracias a él salvo... la herencia. Además, ella le gustaba. Se
llamaba Virginia Stuart—se apretó la frente con la mano derecha y
luego le miró—. Eso ya lo sabe, porque ni siquiera es humano...
¿qué es?—lo miró y tembló, pero siguió hablando—. Como
sea... la mató en la boardilla, la tiró por la ventana y luego
decidió enterrarla donde ahora está la pista de tenis. Antes sólo
había una pequeña red y nada más, era de hierba, pero se estaba
construyendo la actual. Así que la tiró allí, al día siguiente
echaron el cemento y se acabó.
—¿Y su hermano?—preguntó.
—Quería ir a la policía, pero le
convenció que pensarían que fue él y que además podía hacerme
daño. Guardó el secreto y por eso ella lo atacó. Me contó que la
veía allí donde iba—susurró apesadumbrado—. Me contó todo,
confió en mí, quizás para ponerme sobre aviso. Yo cuando crecí no
quería la casa, ni quería saber nada de ella... hasta que usted
vino.
—Te mató él—dijo en un murmullo
que nadie más pudo escuchar.
—Sí, pero no se puede probar... pero
el cuerpo de Virginia sigue allí.
—Arreglaré esto, lo haré—fue lo
último que dijo antes de salir del cementerio.
Noches más tarde la policía tuvo un
soplo, de un informador, y varias pistas muy suculentas sobre una
vieja desaparición. Allí estaba el cuerpo, donde habían dicho, en
la casa de los Anderson bajo el pavimento de la pista de tenis. Sin
embargo, el cuerpo de Richard no se hallaba allí ni en ninguna parte
de la casa. Su primo, Gordon Peterson, confesó poco después para
que le dejaran en paz. Decía que llevaba años viéndolo como un
ente, persiguiéndolo en sueños, y que sólo quería dormir a pierna
suelta una noche. Estaba en el lago de un parque cercano, en una
enorme caja de plomo. Pudo deshacerse de ese modo de él por sus
contactos. Todo fue por desamor y una suculenta herencia.
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