Otro regalo, por parte de Nicolas, y esto sí que no lo esperaba. ¡Bueno! Al menos rinden tributo a un genio.
Lestat de Lioncourt
Estando allí, en plena calle, en mitad
de París recordó la carta que una vez escribió y jamás envió.
Aquella carta donde reconocía que todo había sido mentira, un burdo
acto de bondad donde la maldad también bailaba. Había visto en los
ojos de Lestat el poder más maravilloso, eran como diamantes que te
eclipsaban, y su luz le hacía entrar en pánico. Alguien como él,
con tanta fuerza, no podía quedarse en la ciudad a cuidar de un
Teatro que podía ser una magnífica experiencia, pero para nada era
el mundo entero. Su viejo amante tenía el mundo en sus manos, él lo
sabía. Un viejo amante que aún tenía las facciones de un niño,
como las suyas, y el cuerpo de un hombre. Eran jóvenes y lo serían
así eternamente. Recordaba el ansia de libertad que poseía, es
espíritu rebelde que le había dado un rayo de esperanza cuando ni
siquiera lo deseaba, y eso le alentaba sin remedio a ser como era. No
importó sus deseos, ni sueños y tampoco los viejos recuerdos en una
boardilla donde se acumulaban aún las botellas de vino. La tinta con
la cual había escrito aquello era su propia sangre. Las lágrimas
que había derramado le dieron la posibilidad de tener suficiente
tinta para elaborar la carta. Nadie lo sabía, salvo él. Una carta
que había hecho añicos nada más acabarla y que aún llevaba en su
corazón.
«La función llegó a su fin hace
mucho tiempo y mentir es cosa de actores. He interpretado el peor de
los papeles frente a ti. Te alejé de mi dolor, del caos que me
consumía, de la ira y del silencio. La locura me vencía como me
hubiese vencido una terrible enfermedad cuando era sólo un mortal.
Todo lo humano había quedado sacrificado. Tus gestos nobles del
pasado se resumían en mentiras, las mismas que yo debía afrontar en
esos momentos. No te odiaba, pero debía hacerte creer que mi odio
era superior a mi amor por ti.
Ahora que todo ha terminado, que te has
ido, y que puedo consumirme en el silencio, puedo ver el páramo
desértico con el cuervo sobrevolando las agrietadas tierras baldías,
los árboles ennegrecidos por el fuego y las brujas danzando en el
fuego. Quizás soy un blasfemo, pero no soy el único que hubiese
clamado justicia por ellas. Sé que tú y Dios mismo habrían pedido
su salvación. Pero ahora, ese Dios en el que aún creo a veces, me
condena por mis actos. Ya no seré jamás una de sus ovejas. Tú no
seras santo varón, ni mesías de verdades, tampoco llegarás a ser
algo más que un fanfarrón con colmillos. Siempre serás ese tipo de
hombre. Aquel que habla sus verdades, y a veces son las verdades de
todos, incomodando al mundo entero y provocando una rebelión.
Matarás a todos los ídolos que te encuentres, te saciarás de la
verdad y sacrificarás del conocimiento. He visto tus inquietudes y
recuerdo como me hablabas de la muerte. Temes la muerte, la temes
tanto que la oportunidad de vivir para siempre no te aterra.
Sin embargo, deseaba besarte. Si te
hubiese llorado de nuevo como aquella noche, si me hubiese lanzado a
tus brazos llorando por tu amor, por nuestro amor, posiblemente te
hubieses quedado junto a mí en éste terrible aquelarre, junto a
Armand y todos esos chiflados. No te quiero cerca de él. No deseo
que te acerques. Huye todo lo que puedas de éste lugar maldito.
¡Largo! Busca ese tesoro enterrado y disfruta. Si yo me consumo
aquí, como se está consumiendo mi cordura, no importa. Te debo la
maravillosa vida de éstos meses y también la luz que me diste antes
de volver a la oscuridad.
Nicolas de Lenfent»
Miró a su alrededor y ya no había
hedor, ni ratas y ni mucho menos carruajes a punto de abrirse para
que bajaran las damas de sociedad. No había perfumes, joyas y
escotes prominentes. Tampoco estaba el viejo edificio ahí,
aguardando como un fantasma, sino que otro había ocupado su lugar.
La silueta de la calle se difuminaba por momentos, podía sentir que
allí estaba el misterio que nadie quería ver. Rodeó su propio
cuerpo con sus brazos, agachó la cabeza y dejó que sus rizos negros
rozaran sus pómulos marcados. Comenzó a llorar. Ni estaba loco ni
tan lleno de rencor, pero saber que el amor de Lestat no era tan
fuerte le enfurecía. Había hecho un último acto de amor por él.
Uno que le cambió la vida.
El regresar de entre los muertos no fue
fácil, pero los viejos tratos con el demonio aún funcionaban. Todos
habían quedado impactados cuando meses atrás se apareció en carne
y hueso, completamente desnudo, y esgrimiendo su violín como arma
mortífera para la cordura de Lestat. Había probado de nuevo sus
labios, dejado que su lengua quedara seducida y su mente vulnerable a
las mentiras de satén que usó de nuevo con él. Mentiras que creyó
durante semanas, que lo movió a lamentarse por no haberle buscado
antes, y que finalmente hicieron que enloqueciera. Loco de amor, eso
era todo. Un veredicto muy sabio y justo.
—No puedo volver contigo porque el
reloj ya no es el mismo. Nuestro tiempo acabó. Sin embargo, yo sigo
esperándote en el mismo segundo en el que te fuiste, estirando mis
brazos hacia ti y rogando que me mires. Dios santo... fui un
estúpido. Debí marcharme contigo, pero tus mentiras tal vez me
hubiesen consumido aún antes. Maldita sea... maldito sea yo—susurró
rompiendo a llorar como un chiquillo. El cartel de neón se iluminó
impactando su luz sobre él. Su piel morena, sus labios carnosos,
esos ojos castaños tan profundos y peligrosos, la ropa desaliñada
aunque elegante con la camisa blanca de algodón, con esos cuellos
almidonados, algo arrugada y con los puños remangados, los jeans
deslavados, algo rotos, con esas botas viejas que había encontrado
en la basura y le habían maravillado. Era el bohemio de siempre, con
su aspecto habitual.
Nicolas estaba allí rememorando todo.
El vino aún podía sentirse arder en sus labios, subiendo el rubor a
sus mejillas y provocando que la noche tuviese un punto más
fascinante. Había pensado en la primera vez que se desnudó para él,
dejando aún lado sus principios y el pudor. Sus primeros besos le
hicieron caer en la cuenta que durante toda su vida, absolutamente
toda, no había vivido nada más pecaminoso y placentero. Sus manos
recorrieron su cuerpo marcándolo para siempre, aunque él jamás lo
supo porque ni lo hubiese entendido. Se abrió en cuerpo y alma, dejó
que sus brazos se cansaran de abrazar un imposible, y finalmente cayó
directamente a la nieve y las sucias calles de París. La sed lo
torturaba por aquel entonces, tenía que aceptar que su creador, su
viejo amante, lo había transformado por pena y no por auténtico
amor. No quiso hacerlo en un principio y lo condenó. Él no podía
condenarlo del mismo modo. Estaba cansado. Pero en esos momentos no
había cansancio, sólo una horda de recuerdos que le agujereaban
como balas de cañón.
—Jamás pensé encontrarte aquí—dijo
una voz. Era Lestat. Estaba allí con sus viejas prendas, caminando
hacia él como si nada—. Pero me alegro.
—Estoy enloqueciendo de nuevo—susurró
frunciendo suavemente el ceño—. Mon amour...
Sin embargo, esa visión se fue.
Primero palideció su rostro, se borró el brillo de sus ojos, la
sonrisa se esfumó y se marchó el resto dejando tan sólo la luz de
la luna incidiendo sobre las baldosas de la acera. Ese amor tan
fuerte y cruel, ese que llevaba consigo, era el que quiso destruir
echándose al fuego. Aunque el inductor fue Armand. Él le dijo que
sería lo correcto. Así dejaría de sufrir y ya no sería un
tormento para Lestat. “Un peso menos en sus bolsillos” eso era lo
que llegó a ser para su amante, amigo y compañero de juegos.
—¡Te odio! ¡Odio esta maldita
ciudad!—exclamó alzando sus puños antes de echar a correr y
esfumarse, como se esfumó esa visión de los viejos tiempos,
mientras sentía como toda su alma se hundía en brea caliente por el
dolor y la rabia.
Horas más tarde se encontraba en el
edificio donde había vivido. Aún permanecía en pie. Era una casa
distinta, pero seguía siendo un refugio para bohemios. Artistas y
perdedores se remolinaban en aquel enjambre de paredes resistentes,
aunque llenas de humedad. Un lugar magnífico para ver París
iluminado como si estuviera continuamente de fiesta. Subió al
tejado, se sentó y deseó tener su violín, una botella de vino y a
él. Su amor era odio y su odio era amor, la pasión se entregaba a
la tragedia.
—Incluso tu querido Shakespeare jamás
lo hubiese hecho mejor, ni Dickens ni ningún otro—se dijo en un
murmullo—. Un amor eterno que no confesaré, pues de ti también
tengo que vengarme. El demonio me ayudará y también las escasas
fuerzas que aún poseo—musitó cerrando los ojos mientras revivía
de nuevo, en sus pensamientos, las viejas canciones que él le
susurraba al oído sin dejar de acariciarlo. Los dos eran unos
idiotas, pero quizás fueron unos idiotas felices.
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