Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 22 de agosto de 2014

Todo cuanto odio

Otro regalo, por parte de Nicolas, y esto sí que no lo esperaba. ¡Bueno! Al menos rinden tributo a un genio. 

Lestat de Lioncourt 


Estando allí, en plena calle, en mitad de París recordó la carta que una vez escribió y jamás envió. Aquella carta donde reconocía que todo había sido mentira, un burdo acto de bondad donde la maldad también bailaba. Había visto en los ojos de Lestat el poder más maravilloso, eran como diamantes que te eclipsaban, y su luz le hacía entrar en pánico. Alguien como él, con tanta fuerza, no podía quedarse en la ciudad a cuidar de un Teatro que podía ser una magnífica experiencia, pero para nada era el mundo entero. Su viejo amante tenía el mundo en sus manos, él lo sabía. Un viejo amante que aún tenía las facciones de un niño, como las suyas, y el cuerpo de un hombre. Eran jóvenes y lo serían así eternamente. Recordaba el ansia de libertad que poseía, es espíritu rebelde que le había dado un rayo de esperanza cuando ni siquiera lo deseaba, y eso le alentaba sin remedio a ser como era. No importó sus deseos, ni sueños y tampoco los viejos recuerdos en una boardilla donde se acumulaban aún las botellas de vino. La tinta con la cual había escrito aquello era su propia sangre. Las lágrimas que había derramado le dieron la posibilidad de tener suficiente tinta para elaborar la carta. Nadie lo sabía, salvo él. Una carta que había hecho añicos nada más acabarla y que aún llevaba en su corazón.

«La función llegó a su fin hace mucho tiempo y mentir es cosa de actores. He interpretado el peor de los papeles frente a ti. Te alejé de mi dolor, del caos que me consumía, de la ira y del silencio. La locura me vencía como me hubiese vencido una terrible enfermedad cuando era sólo un mortal. Todo lo humano había quedado sacrificado. Tus gestos nobles del pasado se resumían en mentiras, las mismas que yo debía afrontar en esos momentos. No te odiaba, pero debía hacerte creer que mi odio era superior a mi amor por ti.

Ahora que todo ha terminado, que te has ido, y que puedo consumirme en el silencio, puedo ver el páramo desértico con el cuervo sobrevolando las agrietadas tierras baldías, los árboles ennegrecidos por el fuego y las brujas danzando en el fuego. Quizás soy un blasfemo, pero no soy el único que hubiese clamado justicia por ellas. Sé que tú y Dios mismo habrían pedido su salvación. Pero ahora, ese Dios en el que aún creo a veces, me condena por mis actos. Ya no seré jamás una de sus ovejas. Tú no seras santo varón, ni mesías de verdades, tampoco llegarás a ser algo más que un fanfarrón con colmillos. Siempre serás ese tipo de hombre. Aquel que habla sus verdades, y a veces son las verdades de todos, incomodando al mundo entero y provocando una rebelión. Matarás a todos los ídolos que te encuentres, te saciarás de la verdad y sacrificarás del conocimiento. He visto tus inquietudes y recuerdo como me hablabas de la muerte. Temes la muerte, la temes tanto que la oportunidad de vivir para siempre no te aterra.

Sin embargo, deseaba besarte. Si te hubiese llorado de nuevo como aquella noche, si me hubiese lanzado a tus brazos llorando por tu amor, por nuestro amor, posiblemente te hubieses quedado junto a mí en éste terrible aquelarre, junto a Armand y todos esos chiflados. No te quiero cerca de él. No deseo que te acerques. Huye todo lo que puedas de éste lugar maldito. ¡Largo! Busca ese tesoro enterrado y disfruta. Si yo me consumo aquí, como se está consumiendo mi cordura, no importa. Te debo la maravillosa vida de éstos meses y también la luz que me diste antes de volver a la oscuridad.

Nicolas de Lenfent»

Miró a su alrededor y ya no había hedor, ni ratas y ni mucho menos carruajes a punto de abrirse para que bajaran las damas de sociedad. No había perfumes, joyas y escotes prominentes. Tampoco estaba el viejo edificio ahí, aguardando como un fantasma, sino que otro había ocupado su lugar. La silueta de la calle se difuminaba por momentos, podía sentir que allí estaba el misterio que nadie quería ver. Rodeó su propio cuerpo con sus brazos, agachó la cabeza y dejó que sus rizos negros rozaran sus pómulos marcados. Comenzó a llorar. Ni estaba loco ni tan lleno de rencor, pero saber que el amor de Lestat no era tan fuerte le enfurecía. Había hecho un último acto de amor por él. Uno que le cambió la vida.

El regresar de entre los muertos no fue fácil, pero los viejos tratos con el demonio aún funcionaban. Todos habían quedado impactados cuando meses atrás se apareció en carne y hueso, completamente desnudo, y esgrimiendo su violín como arma mortífera para la cordura de Lestat. Había probado de nuevo sus labios, dejado que su lengua quedara seducida y su mente vulnerable a las mentiras de satén que usó de nuevo con él. Mentiras que creyó durante semanas, que lo movió a lamentarse por no haberle buscado antes, y que finalmente hicieron que enloqueciera. Loco de amor, eso era todo. Un veredicto muy sabio y justo.

—No puedo volver contigo porque el reloj ya no es el mismo. Nuestro tiempo acabó. Sin embargo, yo sigo esperándote en el mismo segundo en el que te fuiste, estirando mis brazos hacia ti y rogando que me mires. Dios santo... fui un estúpido. Debí marcharme contigo, pero tus mentiras tal vez me hubiesen consumido aún antes. Maldita sea... maldito sea yo—susurró rompiendo a llorar como un chiquillo. El cartel de neón se iluminó impactando su luz sobre él. Su piel morena, sus labios carnosos, esos ojos castaños tan profundos y peligrosos, la ropa desaliñada aunque elegante con la camisa blanca de algodón, con esos cuellos almidonados, algo arrugada y con los puños remangados, los jeans deslavados, algo rotos, con esas botas viejas que había encontrado en la basura y le habían maravillado. Era el bohemio de siempre, con su aspecto habitual.

Nicolas estaba allí rememorando todo. El vino aún podía sentirse arder en sus labios, subiendo el rubor a sus mejillas y provocando que la noche tuviese un punto más fascinante. Había pensado en la primera vez que se desnudó para él, dejando aún lado sus principios y el pudor. Sus primeros besos le hicieron caer en la cuenta que durante toda su vida, absolutamente toda, no había vivido nada más pecaminoso y placentero. Sus manos recorrieron su cuerpo marcándolo para siempre, aunque él jamás lo supo porque ni lo hubiese entendido. Se abrió en cuerpo y alma, dejó que sus brazos se cansaran de abrazar un imposible, y finalmente cayó directamente a la nieve y las sucias calles de París. La sed lo torturaba por aquel entonces, tenía que aceptar que su creador, su viejo amante, lo había transformado por pena y no por auténtico amor. No quiso hacerlo en un principio y lo condenó. Él no podía condenarlo del mismo modo. Estaba cansado. Pero en esos momentos no había cansancio, sólo una horda de recuerdos que le agujereaban como balas de cañón.

—Jamás pensé encontrarte aquí—dijo una voz. Era Lestat. Estaba allí con sus viejas prendas, caminando hacia él como si nada—. Pero me alegro.

—Estoy enloqueciendo de nuevo—susurró frunciendo suavemente el ceño—. Mon amour...

Sin embargo, esa visión se fue. Primero palideció su rostro, se borró el brillo de sus ojos, la sonrisa se esfumó y se marchó el resto dejando tan sólo la luz de la luna incidiendo sobre las baldosas de la acera. Ese amor tan fuerte y cruel, ese que llevaba consigo, era el que quiso destruir echándose al fuego. Aunque el inductor fue Armand. Él le dijo que sería lo correcto. Así dejaría de sufrir y ya no sería un tormento para Lestat. “Un peso menos en sus bolsillos” eso era lo que llegó a ser para su amante, amigo y compañero de juegos.

—¡Te odio! ¡Odio esta maldita ciudad!—exclamó alzando sus puños antes de echar a correr y esfumarse, como se esfumó esa visión de los viejos tiempos, mientras sentía como toda su alma se hundía en brea caliente por el dolor y la rabia.

Horas más tarde se encontraba en el edificio donde había vivido. Aún permanecía en pie. Era una casa distinta, pero seguía siendo un refugio para bohemios. Artistas y perdedores se remolinaban en aquel enjambre de paredes resistentes, aunque llenas de humedad. Un lugar magnífico para ver París iluminado como si estuviera continuamente de fiesta. Subió al tejado, se sentó y deseó tener su violín, una botella de vino y a él. Su amor era odio y su odio era amor, la pasión se entregaba a la tragedia.


—Incluso tu querido Shakespeare jamás lo hubiese hecho mejor, ni Dickens ni ningún otro—se dijo en un murmullo—. Un amor eterno que no confesaré, pues de ti también tengo que vengarme. El demonio me ayudará y también las escasas fuerzas que aún poseo—musitó cerrando los ojos mientras revivía de nuevo, en sus pensamientos, las viejas canciones que él le susurraba al oído sin dejar de acariciarlo. Los dos eran unos idiotas, pero quizás fueron unos idiotas felices.  

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Lestat de Lioncourt