Aquí tenemos a Marius y Armand discutiendo de nuevo. No hay novedad amigos, salvo que esta vez el "querubín" le echó huevos.
Lestat de Lioncourt
—No deberías hacerlo—dijo de forma
tajante.
—¿No?—respondí alzando
ligeramente mi ceja derecha—. ¿Quién me lo va a impedir?—susurré
con una ligera sonrisa llena de sorna. Relajé mi rostro y di un paso
al frente cruzando mis brazos a la altura de mi pecho—. ¿Tú? ¿Tu
amor? ¿Qué? —interrogué intentando no reírme en su cara. Tenía
las facciones de un dios, era hermoso. Podía haber caído en sus
brazos, dejándome arrastrar por viejos recuerdos y pasiones, pero me
contuve. Estaba harto de ser la segunda opción. Era el plan B de
todos sus planes. Nunca le importé lo suficiente para ser el único
en su vida, o al menos, tenerme alguna vez más allá de un segundo
plato. No quería volver a ilusionarme con sus ojos fríos y sus
caricias calientes—. Tú no me amas, nunca me has amado. Sólo me
has usado como siempre.
—¡Eso es falso!—gritó irritado.
—No lo es—dije meneando la cabeza—.
Has demostrado continuamente que no me amas. Sólo me usas.
—Si no te amara no estaría
aquí—replicó.
Estaba en mi Isla. Concrétamente se
encontraba en uno de mis lujosos hoteles. La habitación tenía
vistas al parque de atracciones, que se iluminaba a lo lejos y traía
hasta donde nos encontrábamos un ligero murmullo de risas y música.
El puerto también se extendía a lo lejos. Era un lugar hermoso para
acabar con una tragedia que había durado siglos. Debía poner punto
y final a todo. Ya estaba cansado. No me importaba que hubiese
venido. Tampoco me había hecho especialmente ilusión ver sus flores
batas, sus excusas de siempre y sus elegantes modales envueltos en un
traje de ejecutivo en color negro.
—Excusas—mascullé—. Estás aquí
porque necesitas que alguien te consuele y te hable con dulzura—dije
llevándome la mano derecha a mi pecho. Tenía la camisa blanca de
seda abierta. Mis pantalones eran unos tejanos desgastados, con el
borde lleno de fango porque había estado en las calles a primera
hora. Tenía un aspecto de ángel perdido, de niño perdido. Esta
Isla era mi Isla de Nunca Jamás. Aquí podía refugiarme con mi
Wendy, mi Sybelle, y mi adorado Benji. Éramos niños perdidos en un
mundo lleno de sangre, nocturnidad y diversión mundana. No le
necesitaba. Él no era lo importante ya. No era todo lo que yo
soñaba. Nunca fue lo que yo necesitaba—. ¿Y sabes? La escasa
dulzura que quedan en mis labios la voy a usar haciéndome un favor a
mí mismo, y ese favor es echándote ahora.
—Por favor, comprende—tiró el ramo
de flores al sofá y se acercó a mí. Colocó sus suaves y frías
manos en mis mejillas, las acarició con sus pulgares, e intentó
darme un beso. Sin embargo, me aparté rechazándolo.
—¿Qué demonios quieres que
comprenda?—pregunté apoyándome en respaldo de mi sillón de
orejas.
—Todo—dijo abriendo los brazos.
—¿Qué todo?—pregunté—. No
puedo comprender a un cobarde como tú. Alguien que cuando siente
algo cálido en su pecho, una brizna de locura y esperanza, decide
echarla a un lado. ¡Me dejaste abandonado porque temías perder la
vida!—le reproché otra vez su acto más cruel—. ¿Y luego?
¿Luego qué?
—¿Qué? No entiendo nada,
querubín—sonrió como cualquier canalla. Esperaba que después de
ese ataque me echara en sus brazos, llorara desconsoladamente y le
dijera que le amaba. No lo haría.
—No soy tu querubín—dije colocando
mis manos hacia el frente, pues intentaba tocarme de nuevo—. Hace
años este ángel perdió las alas, junto a su esperanza de ser
amado, y ahora es un demonio sin corazón. Tú me arrancaste el
corazón junto a cada uno de mis sueños. Me diste libre albedrío y
yo decidí, maestro, tomar el camino hacia la oscuridad. Tú ya no
eres mi Dios, sólo eres un pobre miserable con miedo al amor.
—¡Amadeo!—exclamó furioso.
Algunos jarrones explotaron, la televisión se fundió y noté como
la ira comenzaba a consumirlo.
—¡No me llames así!—grité—. Ya
no soy quien tu amabas, o decías amar—hice una pausa y me
acerqué—. He cambiado—callé dándole esperanzas, como si fuese
a besarlo, pero sólo le di un empellón hacia la puerta de entrada
de la habitación—. Soy más fuerte.
—Debo irme entonces...—dijo no muy
convencido.
—Ahí tienes la puerta—dije
señalándosela—. No olvides tus mentiras y tu cobardía cuando te
vayas.
Se marcho. Fue fácil echarlo con
palabras. Era muy fácil dejarlo ir de ese modo. Físicamente no es
tan doloroso como arrancarse cada sentimiento, cada palabra no dicha,
cada beso que no fue robado para quedarte a solas, en una habitación
ligeramente destrozada y con unas inmensas ganas de llorar. Claro que
lo amaba. Claro que había parte del joven que conoció. Seguía
siendo su querubín, su Amadeo, pero a la vez necesitaba ser otro. No
podía estar siempre anhelando sus caricias, sus mentiras, su aroma
contra el mío y sus palabras seductoras que arrancaban el dolor con
facilidad. No. Ya no. Me despreciaba a mí mismo por creer que
cambiaría. Nunca cambia. Él nunca cambiará. Nunca ninguno de
nosotros cambia. Nos convertimos en el monstruo que somos, y en éste
caso es un monstruo que ha decidido llorar por un amor imposible, por
dejarse arrastrar hasta su propia condenación, antes que seguir con
una esperanza barata. Jamás sería el más importante. Estaba harto.
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