Lestat de Lioncourt
Mi vida hubiese llegado a su fin hace
más de una década. Habría acabado con todos mis sueños llenos de
polvo y telarañas. Posiblemente, los riesgos más deliciosos, los
destinados a los jóvenes, jamás habrían vuelto a descubrirse
frente a mí. Tal vez, las malas decisiones y momentos cruciales
tendrían otro significado. Aprecio la vida tal como es, con el
destino final que tuve, gracias a la juventud que refleja mi rostro
cada noche.
Aún tengo las viejas costumbres muy
arraigadas. Me siento frente a un enorme despacho cargado de
documentación, reviso los informes que han ido llegando a
cuentagotas durante las horas diurnas y después salgo a pasear
buscando la explicación a las millones de dudas que acuden a mí.
Puedo ver fantasmas repitiendo sus últimos actos, seres vaporosos
rogando ayuda e implorando perdón, y secretos esparcidos como las
estrellas en el firmamento.
Percibo la noche como parte de mí. Es
un trozo de mi alma. El destino me puso en manos los dados y los
lancé, tuve la fortuna de ser elegido como si fuera un prodigio. Sin
embargo, lo más importante es haber conocido a un ser excepcional.
Jamás creí poder conocer en persona a un monstruo tan elegante y
cautivador como él. Había escuchado su nombre en más de una
ocasión y disfrutado con la chachara de aquellos que decían haber
visto alguna de sus hazañas.
Lestat apareció en mi vida como un
rayo. Dividió en dos la cotidianidad y revolvió cada una de mis
creencias como si fuera un huracán. Sus largos cabellos dorados, sus
profundos ojos claros y su mágica sonrisa se convirtieron en una
agradable compañía mientras me hablaba de la vida eterna, los
sueños y decepciones que acumulaba y por supuesto, para nada
extraño, el poder que emanaba del interior de aquel cuerpo que
parecía cincelado en mármol. Los ecos de su concierto aún
perduraban, el dolor machacaba a varios de los inmortales que habían
padecido aquella historia, pero él parecía fresco.
—Si necesitas ayuda no dudes en
contactar conmigo—dije con mi habitual acento británico. Era un
hombre delgado, con las arrugas marcadas, el cabello blanco bien
peinado y una bata de seda en mitad de un despacho. Un hombre que
fumaba aún en pipa, bebía un trago de whisky a escondidas y no
faltaba a su cita habitual del té. Yo era el director de Talamasca,
organización que había mantenido el contacto con otros inmortales y
que Marius le había dicho que dejase en paz. Creo que tenía miedo
de ver a Lestat con el poder de la sabiduría, de un saber colosal,
más que ver desvelados todos los secretos de los inmortales—.
Tienes un amigo aquí.
—Oui, mon cher—respondió
carcajeándose—. Me advirtieron que no viniera y lo hice, pero sólo
he encontrado un lugar al que puedo regresar. No veo enemigos, ni
monstruosos mortales intentando saber qué soy. Sólo un hombre en
bata, con un acento agradable y una educación de primera. Gracias
por escucharme, señor Talbot. ¿Puedo decirte David? David es más
informal. Si somos amigos debo llamarte David.
—David está bien, Lestat—comenté.
—Bien, David, vendré todas las
noches pueda. Quiero que me cuentes cosas de las junglas y selvas,
rituales mágicos y todo eso que guardas ahí a salvo de mi
curiosidad—me fascinaba ver como se movía por entre los libros,
las diversas esculturas y las pinturas que yo mismo había mandado a
comprar. Un lugar acogedor mi despacho, el despacho del director—.
Nos vemos pronto.
—Buenas noches.
—¡Buenas noches!—dijo antes de
precipitarse por la ventana y alzar el vuelo.
Juro que jamás en toda mi vida me
sentí tan emocionado. Era como ver a una versión vampírica de
Peter Pan jurándome que el País de Nunca Jamás existe y estaba en
New Orleans. Acepté aquello como si fuera un caramelo, aunque
estuviese envenenado, porque sin duda era lo más emocionante que
podría hacer en final de mis años. Pero no morí. Terminé
renaciendo. Me convertí en una pieza fundamental de su gran puzle.
Siempre que me necesite me tendrá, aunque ya no me hallará en una
habitación en Londres, pero sí probablemente en una pequeña
mansión sureña.
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