Y de la nada Louis me hace esto. No sé si quiere ser amable o hundirme más.
Lestat de Lioncourt
Recuerdo su mirada. Aquellos ojos
claros que me perturbaron durante años. Sus facciones parecían
esculpidas en mármol. Poseía un encanto irresistible y un carácter
demasiado tentador. Allá donde iba conseguía deslumbrar, pero
también hacía enemigos fuertes. He visto su elegante forma de
quitar hierro a cualquier asunto, sobre todo cuando el asunto era
demasiado terrible. No recuerdo cuántos años hacía que no nos
veíamos. Creo que quizás más de cinco décadas, tal vez más. Un
suspiro para un inmortal, pero sin duda alguna toda una vida humana
desperdiciada. Seguía siendo el mismo. No había cambiado en
absoluto.
Debí gritar piedad. Tal vez rogar
disculpas. Sin embargo, cuando uno llega a ese punto sin retorno no
sabe que puede decir. A veces, un silencio está bien. Callar es
respetuoso y oportuno. Dejé que él hablara. Yo había dicho
demasiado. Muchas mentiras, mucho dolor y demasiado rencor. Todo eso,
todo lo que dije, quedó convertido en polvo. Él lo hizo cenizas con
un único gesto. Corrí hacia él, lo abracé y empecé a llorar.
Muchas lágrimas ni siquiera brotaron de mis ojos, pero sí de mi
alma. Era él de nuevo. Se había alzado triunfante.
Aún no sé cuales fueron los motivos
por los cuales me acerqué a aquel joven periodista. Pero, reconozco
una oportunidad cuando la veo. No quise desperdiciarla. Me acerqué a
él, acepté que conociera mi dolor y mi tragedia, disponiendo cada
palabra en un lugar adecuado. Soy calculador cuando lo preciso, dejé
escapar todo lo que sentía con la pasión con la cual viví aquellos
años. Quizás mentí en ciertos aspectos, tal vez cambié momentos
para mi oportuna venganza, pero cuando me alejé del muchacho lo
supe. Él regresaría en cuanto leyera mis memorias. Volvería a mí.
Quería condenarme de nuevo. Debí
marcharme con él de París antes que atraparan a Claudia, ¿pero
cómo hacerlo? No podía hacerlo. No pude hacer nada. Sólo vengarme
con fuego y observar como todo ardía. Un fuego que purificó mi
alma, pero no reemplazó el dolor y la rabia que sentía. He
permanecido desde entonces a su lado, de alguna forma, y he visto su
último debacle. Ambos nos convertimos en extraños y al vernos a los
ojos nos hicimos daño.
Ya no soy el buen chico que todos
amaban. No soy misericordioso. Ya no me comporto como un beato. No
rezo. Dios ya no es mi consuelo. La sangre calma mi dolor, cierra
momentáneamente mis heridas y me da placer. Camino entre las tumbas
vacías del cementerio, me pierdo por las calles y me dirijo a los
pantanos para observar como los caimanes se comen los cuerpos de mis
víctimas. Mis fechorías están a salvo. El silencio me acompaña.
Pero él, él nunca se calla. Siempre habla. Nunca deja atrás sus
pensamientos y sonríe canalla como si el dolor no existiera. Somos
polos opuestos condenados mutuamente a encontrarse.
¿Debería decir que estoy feliz por su
dolor? No. Si bien, creo que merece una lección. La vida da
lecciones preciosas y preciadas, él las tomará así. Yo, por mi
parte, sigo mi camino. Hoy he matado a una mujer. He sacado su
corazón para acabarme las últimas gotas. Mis dedos han sentido los
últimos latidos que ha querido ofrecerle al mundo, regalándomelos a
mí, mientras mis ojos verdes veían como su cuerpo se desplomaba sin
vida. Trágico, ¿verdad? A mí sólo me parece una historia más.
Él vende imposibles. Yo vendo muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario