Hacía tiempo que Armand no escribía para Sybelle, pero aquí está otra vez componiendo algo para ella. Admito que tiene razón: Sybelle parece un ángel... o más bien... es un ángel.
Lestat de Lioncourt
El amor surge como una chispa de una
cerilla, que va consumiendo rápidamente el fósforo y cada parte de
ésta. Se convierte en esperanza cuando se deposita en una vela que
dura eternamente, pero sólo si se protege. El amor también es
música. Una melodía que no cesa, como la de una caja musical, que
hace bailar a los enamorados hasta que ambos mueren de cansancio. Sin
embargo, a veces, la música perdura incluso cuando sus cuerpos ya no
están. Hay que creer en ello como si fuéramos niños, pues la
inocencia de tan noble acto nos hace amar con la pureza de estos.
Había olvidado por completo la
verdadera fuerza del amor, su sensibilidad, la pureza que éste
desprende y el calor que calienta mis mejillas más que la sangre
robada a mis víctimas. Me había convertido en un monstruo que
buscaba a Dios a ciegas, en un mundo demasiado oscuro y perverso.
Todos somos hijos de Dios, todos merecemos su amor y comprensión.
Aún así, yo me consideraba hecho con un barro distinto que me había
convertido en un ser de piedra. El paso de los años, las
decepciones, promesas incumplidas y heridas profundas me habían
convertido en un ser impávido frente al sufrimiento ajeno. Sin
embargo, cuando la escuché llorar sentí que un ángel lo hacía
buscando la misericordia de alguien más que Dios, de un ser que
tomara partido, de otro ángel aunque fuese oscuro y terrible.
Sybelle era una mujer francamente
hermosa. Un ángel sin alas, pero con la mirada llena de esa luz
cargada de amor. Su sensibilidad era inmensa. Ella sufría. Había
visto el sufrimiento reflejado en cientos de rostros, pero ninguno
tan amable y bello. Sus mejillas estaban acaloradas por los golpes,
sus lágrimas eran gruesas y se derramaban hasta su largo cuello de
cisne. Tenía el pelo dorado, igual que el oro, y caían
lánguidamente hasta sus hombros, menudos y huesudos. Era delgada,
con cintura de avispa, y vestida en un traje simple que se pegaba a
su figura ofreciendo una imagen similar a un desnudo. Su busto era
firme, de pechos redondos y grandes. Tenía, por así decirlo, un
ángel provocador e inocente que salvar. La bestia que la guardaba no
era ni más ni menos que su hermano. Levantaba su voz y su puño para
que ella diese lo mejor de sí misma, para que tocara como si fuera
un arpa mágica.
Caía precipitadamente hacia el suelo,
para caer y romperme en mil pedazos como una marioneta inservible,
pero la vi y no pude hacer otra cosa que matarlo. Matar siempre se me
dio bien. Matar era mi mejor oficio y opción en éste mundo. La
muerte ha sido mi guía. Lo maté. Maté a ese depredador sin
delicadeza. Bebí su sangre y lo dejé seco frente a ella. Lo
destrocé. Salvé a mi ángel. Pero ella, más adelante, me salvó a
mí con su ternura y su música.
Cuando beso sus carnosos labios, y dejo
que sus manos acaricien mis cabellos, siento que el mundo entero
desaparece. Las mariposas florecen como campos de amapola en mi
vientre y mi pasión me convierte al fin en el hombre que jamás
llegué a ser. Eternamente joven, eternamente adolescente. Soy casi
un niño en apariencia, pero un viejo sabio que ya creía que el amor
nunca tocaría a su puerta. Gracias a ella he escuchado la música
del amor y sentido su calor. Ella es mi salvadora, no yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario