Armand y Benji, Benji y Armand... vaya par. Son el dúo más extraño de todos los vampiros. Parecen adolescentes, pero no son más que vampiros deseosos de vivir eternamente, como todos nosotros, cargando con el peso de sus víctimas.
Lestat de Lioncourt
El reloj marcaba las doce en punto de
la noche. La ancestral hora de las brujas para muchos ya había
comenzado. Las manecillas se movían pesadamente mientras el péndulo
hacía su cometido. El salón estaba a oscuras. Parecía que la
vivienda estaba deshabitada desde hacía días, pero no era así. Tan
sólo hacía unas horas que sus dueños se habían marchado unos días
fuera de la ciudad, lejos del ruido del tráfico matutino y los
insidiosos vecinos. El viento mecía las ramas de los árboles del
jardín, los cuales estaban empezando a perder sus hojas. En el piso
superior había una figura menuda, algo bajita, que se movía con
rapidez de un lado a otro.
Suspiró pesadamente al descubrir que
no estaba confundido. Él había ido allí. Estaba revisando las
pertenencias de toda la familia. Su botín sería espléndido, pero
él lo impediría. Debía aprender. No podía hacer aquello porque ya
no era necesario. Tenían todo lo que querían, ¿por qué seguir
robando arriesgándose a ser descubierto? Ese muchacho no comprendía
nada. Ni siquiera se detenía a ver la preocupación en su rostro.
Estaba tan ensimismado que ni había notado su presencia.
Subió por las escaleras sin hacer
ruido alguno, abrió de golpe la puerta y encendió la luz. Entonces
Benji se giró completamente asustado, como un ratón a punto de ser
engullido por un enorme gato, y él sonrió con malicia. Lo había
agarrado con las manos en la masa.
—¿Qué te he dicho?—preguntó
cruzando sus brazos a mitad de su pecho.
—¡Dybbuk! ¡Me asustas!—gritó
como respuesta.
—Benjamín, se supone que irías a la
librería para conseguir un par de libros—dijo entrando en la
habitación.
Era una habitación infantil. Poseía
varias consolas, un ordenador portátil, un equipo increíble de
música y diversos juguetes tecnológicos que Benji aún miraba con
fascinación pese a sus años. El muchacho no tendría más de su
edad a la hora de ser transformado. Un chico en plena pubertad, con
sus mismas inquietudes y ciertos gustos similares. Su pequeño
diablillo sostenía el mando de una de las videoconsolas como si
fuera un tesoro.
—Puedo comprarte todo lo que ves
aquí. Incluso puedo comprarte cosas mejores—explicó quitándole
el mando, para luego acariciar su rostro. Acto seguido, con un amor
inmenso, besó sus mejillas y despejó algunos mechones de su
frente—. Amor mío, te daré todo lo que quieras si te portas bien.
—Soy un hombre adulto, que mi
apariencia no te confunda—explicó.
—Y te comportas como el ladronzuelo
que eras. Muy maduro de tu parte—dijo apartándose—. No tengo
diecisiete años, joven, que mi apariencia no te confunda.
—Yo quiero esto. Esta vida.
—Tienes una mejor, una eterna. ¿Ahora
quieres ser mortal? Tú lo elegiste y Marius te lo concedió—dijo
con algo de preocupación.
—No. No te confundas—respondió
abrazándolo—. Me gusta robar, la sensación de robar. Me hace
sentir vivo.
Armand se aproximó a él mirándolo
con aquellos inmensos ojos castaños, acarició el pelo negro y
espeso de Benji y dejó un suave beso en sus tiernos labios. Después,
con sumo cuidado, le tomó de la mano e hizo que bajara con él hasta
la planta baja, cruzara la puerta y salieran al jardín. La casa de
nuevo quedó deshabitada y ellos permanecieron a cierta distancia.
—Puedes sentirte vivo de otra
forma—dijo entrelazando sus dedos con los de su pequeño
compañero—. Me costó entenderlo, pero lo logré. El amor que tú
me profesas, así como el amor de Sybelle, me han hecho sentir vivo.
El amor es lo que te hace sentir vivo. No esas diabluras.
—Si me dejaras ayudarte más en tus
experimentos...—murmuró.
—Si eso deseas te lo concederé, pero
deja las casas de los mortales—tiraba suavemente de él, llevándolo
por la calle hacia una de las avenidas.
Era su pupilo y el ladrón de corazones
más hermoso que jamás había visto. Un adulto con ojos de niño y
cuerpo menudo, como el suyo. Dos pequeños perdidos en un mundo de
adultos, aunque sus conciencias eran antiguas y serían aún más
antiguas cuanto más tiempo pasaran entre los mortales, los cuales se
convertirían a su paso en flores marchitas. Un edén inmenso,
salvaje, como decía Lestat, convertido en un hermoso parque de
diversiones.
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