Lestat de Lioncourt
Las noches eran eternos calvarios de
sed y llanto. Ya no quedaban lágrimas, sólo quejidos en aquel
tronco hueco. Las manos, igual que garras, intentaban arañar la
corteza mientras la esperanza seguía latiendo en su pecho. Había
sentido el sol en su piel y ni siquiera había amanecido. Sus ojos
hablaban de dolor. El mundo entero gemía retorciéndose pues los
hermanos disgregados morían por doquier. Todos los Hijos de la
Sangre perecían. No importaban los años que ya marcaban en su
calendario, en sus siglos, sino la fuerza con la cual habían sido
creados. Algunos se redujeron a cenizas, los más afortunados, otros
padecían terribles heridas que les torturaba.
Él se encontraba en el mundo de las
pesadillas. Las más terribles. Pesadillas rojas. Sangre bañando su
cuerpo, llenando su boca, enterrándolo en la demencia y en el sonido
de los tambores que a lo lejos llamaban a la calma. Los celtas
corrían entre los árboles, pues algunos comenzaban a combustionar
igual que los seres que se hallaban en su interior, mientras que el
poblado despertaba con el despuntar del alma. Muchos de sus “Dioses”
eran humo y cenizas, otros caían en las terribles alas de sueños
insoportables.
Al otro lado del mundo, en las cálidas
arenas de Egipto, ellos eran expuestos frente al sol. Colocados como
dos simples estatuas, mostrando al mundo su tez marmórea. Igual que
dos colosos puestos allí para ser adorados. Tan sólo bronceaban su
piel, calentaban sus mejillas y masacraba a cientos de sus hijos. La
sangre hervía, quemaba, mataba...
El mundo clamaba. Se alzaban gritos de
lamento. Los aullidos de otros eran insoportables. Él despertaría
casi consumido, ennegrecido y temeroso como un insecto a punto de ser
pisado. Algo terrible había sucedido. No había nada que hacer, sólo
orar porque el final llegase pronto.
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