Había decidido pasar página
merodeando los viejos locales que tan bien conocía. Eran tugurios
oscuros, de luces tenues, buen ambiente distendido, donde la música
rock y el blues se fundían en una melodía candente que te invitaba
a dejar atrás todo. Mi viejo mundo. El submundo de los desheredados.
Sin embargo, nada ni nadie me puede arrebatar el optimismo. Siempre
he pensado que ante el mal tiempo hay que poner la mejor de las
sonrisas, tu mejor yo, porque de no ser así te arrastra la corriente
y te conviertes en la sombra de lo que has sido. Persigo sueños,
igual que villanos para saciar mi sed. No soy mejor que ellos, no me
considero bondadoso, sólo soy un vampiro poco común con gustos
refinados y extraños.
Sentarme en aquel viejo bar, al fondo
donde nadie me molestara demasiado, era buena idea. Pedí un ponche
de huevo, para tener algo caliente entre mis manos, mientras ojeaba a
todos los que salían y entraban. Eran chicos comunes, de diversos
barrios de la ciudad y muchachos venidos de la vieja Europa en busca
de sueños. Los soñadores siempre terminan encontrándose, tal vez.
Mi mundo era un sueño muy agradable, aunque en esos momentos podía
tacharlo de pesadilla. Había renunciado a la mujer que amaba, a un
imposible en potencia con hermosos ojos grises y boca carnosa,
mientras mi corazón me decía que podía sanar las heridas sin
olvidar, pues nunca olvido a quien amo. Siempre llevo conmigo el
recuerdo, los buenos momentos, que he vivido como si fueran ayer
mismo.
Allí sentado, con mi chupa de cuero y
mi camiseta de rock star, podía sentirme uno más. Mis pantalones
tejanos eran los mismos que había llevado la noche anterior. Las
botas, estilo militar, eran algo pesadas pero me gustaban. Tenía
incluso mis viejas gafas de sol violetas colocadas en la punta de mi
nariz. Miraba por el borde plateado a todo el mundo, incluso les
devolvía las sonrisas si llegaban a cruzarse nuestros ojos. No. No
parecía un desahuciado en el amor. Sólo parecía lo que todos
querían ver, un chico algo pálido con un toque rebelde como todo el
mundo allí.
Entonces lo sentí. Era como si me
hubiesen abofeteado con fuerza. Cuando se abrió la puerta y él
entró, con ese elegante traje de sastre negro y su cabello bien
peinado, pensé que era un fantasma. Pero era él. Estaba en uno de
mis locales favoritos. No había llegado allí por casualidad. Su
chaleco verde botella y su corbata a juego destacaba. Muchos se
quedaron con los ojos clavados en su figura menuda, sofisticado y
pulcro. No era el vampiro que solía salir a veces con las botas
sucias y una vieja gabardina, que a veces lo hacía. Esta vez no iba
como el Louis que perdía la orientación, sino como el caballero que
siempre sería. Refinado, culto, con gestos comedidos y una misión.
—¿Puedo sentarme?—dijo cuando
llegó hasta donde estaba.
—No veo impedimento alguno—respondí
recostándome en el sofá donde me encontraba.
—Gracias—sonrió encantador. Había
olvidado esa sonrisa. Supongo que las últimas veces, en las que
habíamos discutido hasta hacernos daño, habían borrado sutilmente
esas líneas de expresión que tan maravillosamente encajaban en su
rostro. Supongo.
—¿Qué te trae por aquí? Y no me
digas que has salido a que te de el aire—comenté girándome hacia
él.
Se había sentado a pocos centímetros,
con el rostro girado hacia mí y una pose demasiado estirada. Siempre
parecía un estirado. Tal vez porque yo me había criado en un
castillo donde compartía comida y modales con los perros. Sí, eso
sería. Él tenía los modales de un verdadero burgués que buscaba
codearse con la nobleza, o mejor dicho, ser parte de ella.
—Es mi cumpleaños y no deseaba
pasarlo solo—dijo.
Ni siquiera recordaba que ya era
octubre, aunque a veces se me olvida el día en el cual vivo. Aún
así, yo no solía recordar esas fechas. Para mí eran números en el
calendario. Cifras sin importancia. Algo que no tenía porque prestar
atención más de unos segundos. ¿Qué importaba una fecha cuando
vives eternamente? Nada.
—¡Qué halagador!—comenté
acomodándome mejor en aquel asiento. Me sentía incómodo. ¿Quería
pasar esa fecha conmigo? ¿Por qué? A mí no me interesaba en
absoluto. Era absurdo.
—Escuché tu desgracia, pensé que
necesitarías compañía del mismo modo que yo la precisaba—frunció
ligeramente el ceño y puso esos labios, esa maldita expresión de
cachorro perdido que tan bien se le daba, para luego incorporarse
ofendido—. Me equivoqué, como siempre. Contigo nunca acierto.
—Espera, no seas estúpido—dije
agarrándolo del brazo, justo por debajo del codo.
Muchos nos miraban, pero me traía sin
cuidado. ¿Qué podían pensar de nosotros? ¿Pelea de amantes?
¿Viejos amigos? ¿Un hermano riñendo al menor por su mala vida y
sus pésimas decisiones? ¿Dos hombres de negocios sucios?
¿Importaba? Creo que no.
—David ama sus libros, no a
mí—murmuró casi en un susurro, como si tuviese miedo a darle
relevancia a un hecho que todos sabíamos bien—. Me tiene lástima,
se siente responsable y me cuida. Sin embargo, no me ama. Aún siente
algo por Merrick, aunque hace más de una década que desapareció de
este mundo, y esa pelirroja tuya, esa bruja que creaste para ser la
perfección sobre tacones, le machaca el corazón con sólo
nombrarla.
No creo que fuesen reproches, pues no
tenía nada que lanzarme. No era mi culpa. Yo no gobernaba en los
corazones ajenos. Ni siquiera podía pedirle al mío que dejara de
sentirse tan confuso. Los viejos recuerdos afloraban. La necesidad de
sostenerlo para calmarlo se acrecentaba, pero luego estaban los ojos
de Rowan clavados en mi alma.
—¿Y? ¿Ahora tengo yo la culpa de
los amoríos de David?—dije alzando una de mis finas cejas
doradas—. Que yo sepa ya es grandecito.
—No es eso—meneó suave la cabeza y
me miró dolido.
—¿Y qué es?—solté exasperado.
—Que mi amor por ti es demasiado
grande comparado con el odio—aquello no me sorprendió demasiado,
aunque acepto que me causó cierto efecto—. Te odio por muchas
cosas, Lestat—guardó silencio moviéndose inquieto. Vi sus
intenciones de tomarme del rostro, pero me aparté—. Debería
arrojarte a una fogata y deshacerme de ti, como si fueras un virus
que intoxica todo lo que tocas. Pero no puedo—balbuceó—. Sólo
pienso en los buenos momentos y eso me ahoga.
—¿Y?—intenté parecer frío, casi
despectivo con todo lo que me decía, porque no estaba dispuesto a
tomar una mala decisión sólo porque nos sentíamos vacíos.
—Te busqué porque me
entiendes—susurró en tono quedo, estirando su mano hacia las mías.
Las tenía sobre mis piernas, ligeramente flexionadas. Mis manos
estaban juntas, con los dedos entrelazados, y él decidió
acariciarlas inmiscuyendo sus dedos finos entre los míos—. Eres el
único que me ha comprendido.
—Eso fue hace tiempo—fruncí el
ceño y le miré a los ojos, sin ternura ni compasión. Quería
hablarle libremente, como él parecía hacer—. Cambiaste demasiado.
—Es cierto que el dolor por Claudia,
y sus palabras, me transforman en un monstruo lleno de dolor y rabia.
Si bien, sigo siendo el hombre que conociste. El tiempo nos hace ser
aún más nosotros mismos—dijo.
Yo sólo podía pensar en lo cínico
que era. Su sarcasmo hiriente y sus palabras proféticas. Siempre
tenía razón en todo, me reprochaba cada cosa que hacía y caía
sobre mí como si fuera parte de mi conciencia. Ya tenía suficiente
con la mía. No quería una segunda voz secundando mis peores
presagios. Detestaba que me mirara de esa forma, que me hablara como
si quisiera consolarme cuando era él quien necesitaba consuelo. Yo
estaba bien allí tirado, con mi ponche de huevo que no bebería y
las mujeres pasando a mi lado. Estaba bien, o eso creía. Yo estaba
en perfectas condiciones.
—Repites frases muy viejas—dije
soltándome.
—Pero ciertas—se inclinó hacia mí
buscando mis labios. Creo que quería convencerme como siempre lo
hacía. No iba a aceptar aquello.
—No puedo consolarte, ni tú puedes
consolarme—notaba cierta esperanza en sus ojos. Unos ojos que
siempre me habían parecido tentadores. Él era mi condena por no
hacer bien mis funciones de amante, amigo y compañero con Nicolas.
Pero sobre todo, él era mi condena porque aún le quería. No iba a
poner en juego lo poco que quedaba de mi corazón por consolar a sus
demonios—. Busca mejores cosas que hacer que esperar algo bueno de
mí. No soy bueno, ¿recuerdas?—reí bajo mientras él se apartaba,
incorporándose, para tomar una decisión acorde a mis palabras—.
Soy el demonio—solté tras varias carcajadas.
—Un imbécil, eso es lo que eres—dijo
notablemente molesto—. Buenas noches—añadió.
Se movió rápido hacia la puerta, pero
a velocidad humana. Muchos comenzaron a cuchichear, sobre todo cuando
me levanté precipitadamente dejando un par de billetes; pagaría de
sobra la copa, que ni había tocado salvo para tenerla entre mis
manos, con ellos. Después, salí por la misma puerta que él lo
había hecho, la única que tenía aquel tugurio, y me tropecé con
varios chicos que intentaban acceder al local.
—¡Espera!—grité ya fuera, pues
quería detenerlo.
Él no me hacía caso. Sólo apretaba
el paso para perderse entre la multitud.
—¡Espera, Louis!—dije cuando pude
zafarme de la marea de muchachos de todas las edades, gente que iba y
venía, buscando algo de diversión.
Cuando llegué a su altura lo tomé del
brazo derecho, por encima del codo, para girarlo de un tirón. Él me
miró furioso, con el pelo algo revuelto y profundas ganas de llorar.
Me sentía culpable. Hizo que me sintiera mal. Otra vez me sentía
mal. Era por todo. No sólo era por él. Yo deseaba llorar tanto como
él.
—¡Olvídalo!—gritó intentando
apartarme—. No necesito tus migajas—murmuró rabioso cuando se
soltó—. Sólo pensé que podía tener una noche agradable a tu
lado, conversando como en los viejos tiempos. Hace poco fue su
cumpleaños, Lestat—dio un par de pasos de espaldas, imponiendo
cierta distancia entre ambos—. Para ti las fechas no importan, pero
para mí sí.
—Es la única fecha que recuerdo
bien.
La fecha del cumpleaños de Claudia.
Podría decirse que fue un error y una bendición. Tuvimos años
dulces, entregados a la felicidad más gratificante, pero también se
convirtió en oscuridad y perdición. No podía dejar de pensar en mi
hija. Desde hacía semanas imaginaba su rostro de mejillas llenas y
labios rosados. Esos ojos tan profundos que herían por su belleza.
¡Sus rizos de oro! No, no podía. Tan sólo hacía unas semanas.
—Ella se llevó parte de
nosotros—murmuró.
—No, ya la habíamos perdido pero
ella suplió con el amor que le ofrecíamos—respondí.
Me acerqué a él, tomándolo por su
estrecha cintura, esperando que aceptara un abrazo de mi parte. En
esa noche, su noche, en la cual había decidido buscar consuelo, de
algún modo, en mis brazos. Sus manos se colocaron sobre mis hombros
e intentó apartarme, pero yo tengo la fuerza de un coloso. No le
permití huir.
—Aléjate, ahora ya no quiero
nada—dijo bajando la cabeza, rehuyendo mi mirada.
—Louis... —susurré acercando mi
boca a su frente.
Oprimí mis labios sobre su sien, rocé
mis labios por sus mejillas que comenzaban a arrobarse y busqué su
cuello para depositar un último beso. Quería hablarle calmado, de
la forma que merecía, aunque fuese en mitad de una calle abarrotada
donde muchos pasaban por alto ese hecho insólito. Pero, otros mucho
más despiertos, nos observaban con curiosidad. ¿Qué parecíamos?
Tal vez lo que éramos, viejos amantes intentando apaciguar el dolor
que ambos sentíamos.
—No quiero nada—su voz era a penas
audible. Sus reproches empezaban a ser nada.
—Louis, por favor—dije cerca de su
oreja derecha, dejándole un beso en la mejilla.
Pero algo en él, no sé que, se rompió
apartándome con un empellón lleno de fuerza. Me miró furioso y
empezó a decir todo lo que no había dicho en meses.
—Vuelve con ella—dijo con rabia—.
Sé feliz—apretaba los puños y se veía encantador. Quería que
fuese feliz, pero yo no estaba hecho para estar con Rowan. No podía
arrancarla de su vida, llevármela lejos y afrontar las funestas
consecuencias—. Busca como derribar todos los impedimentos.
¡Piénsalo!—estalló.
—No puedo—respondí calmado—. Hay
cosas que no se pueden romper.
—Yo así lo creía hasta que hiciste
añicos mi corazón—empezó a llorar. Al fin rompió a llorar.
Aquellas lágrimas color rubí mancharon sus mejillas. El labio
inferior le temblaba, igual que sus manos.
No era el momento. No era el lugar.
—Lo siento.
Me sentía derrotado. No podía decir
otra cosa que lo lamentaba profundamente. Sabía que un “Lo
siento.” no arreglaba nada. Yo lo sabía. Pero se escapó de mis
labios igual que muchas otras cosas, ocasionalmente hirientes, que le
había dicho esa misma noche.
—Yo te amo, Lestat—se secaba las
lágrimas con el puño de la camisa. Deseaba detenerlo, pero dejarle
con esas lágrimas manchando su cara era alarmante para cualquier
mortal—. Te odio profundamente, pero ese odio no vale nada. Ese
odio sólo es humo ocultando la verdad.
Noté un par de gotas en mi rostro,
miré hacia arriba y después en varias direcciones. Empezaba a
llover. Habían alertado de fuertes lluvias para los próximos días,
pues era temporada de lluvias y vientos fuertes. Muchos empezaron a
correr, algunos incluso nos golpeaban intentando encontrar refugio,
pero nosotros nos quedamos allí empapándonos.
—Genial, ahora empieza a llover—me
eché a reír por la ironía del momento. Ambos queríamos llorar,
pero el cielo lloraba por nosotros.
Entonces, sin esperarlo, se abalanzó
sobre mí comenzando a besarme. Sus labios eran cálidos a pesar de
la ligera frialdad de sus manos. Me tomaba del rostro y yo lo terminé
rodeando con mis brazos. Corté mi lengua ofreciéndole un poco de
sangre, provocando en él una reacción más desatada. Sólo quería
calmar su llanto, aunque nos empapáramos. Deseaba detener el dolor.
Quizás incluso quise para el tiempo.
El tráfico se acumulaba a nuestro
alrededor, los cláxones sonaban enérgicamente junto a palabras
furiosas de unos y otros, los muchachos de los bares cercanos
parecían estar ajenos a todos, varias chicas resbalaban con sus
elegantes tacones mientras se lamentaban por sus peinados, un par de
ancianos se asomaban por la ventana para ver el milagro de la lluvia
y nosotros seguíamos besándonos. Su lengua se colaba desesperada
entre mis labios, regalándome caricias de serpiente. Podía notar su
entusiasmo y mis bajos instintos se despertaron.
—Louis... —jadeé tomándolo del
rostro para que me mirara. Quería y no quería parar aquello—. No
vivo lejos.
Su respuesta fue rápida. Noté como
bajaba su mano derecha de mi rostro, la pasaba por encima de mi
chaqueta de cuero y la colocaba sobre mi bragueta. Pude sentir sus
dedos presionando ligeramente mientras me miraba a los ojos. Me
quería. Deseaba tenerme de nuevo entre sus piernas y gemir para mí.
A eso había ido al local. Necesitaba tenerme otra vez, y,
posiblemente retenerme.
—¿Y David?—no podía dejar de
pensar que posiblemente se molestaría.
—Tiene sus libros y el corazón
ocupado—dijo apretando suavemente mi erección. Molestarme con él,
peleándome de esa forma, me excitaba tanto como besarlo—. Y yo mi
mano derecha.
—Todos salimos ganando—sonreí
inclinándome para besarlo de nuevo. No podía contenerme las ganas.
Deseaba olvidar, sentir algo que no fuera un vacío terrible y él me
lo ofrecía. Era irresistible.
Sentía un agradable masaje en mi
bragueta, de modo que me sentía incitado a continuar. Mis hábiles
dedos desabotonaron su chaqueta, para acariciar su cintura bajo ésta.
Su cintura estrecha y sus nalgas redondas bajo el pantalón, que eran
rozadas por esa americana echada a perder, me incitaban. Acabé con
ambas manos pellizcando sus glúteos por encima de su pantalón. Él
jadeaba con sus labios pegados a los míos, pero en algún momento
nos separamos y sentí como tiraba de mí hacia un portal.
Era una casa bastante antigua, con
portales formidables y altos. La pesada puerta se abrió gracias a su
fuerza y osadía. Dentro no había luz, salvo una muy tenue de
emergencia, pero a nosotros no nos hacía falta. La escalera era de
caracol, subía los tres pisos, y el suelo era de baldosas de mármol
gris. Una casa señorial, antigua, que ya conocíamos. Muchos
edificios eran restaurados las veces que hiciesen falta, pues sus
estructuras era firmes y hermosas.
Cuando estuvimos dentro me empujó
hasta uno de los laterales, justo al lado de los buzones metálicos
que habían colocado los inquilinos. Nos miramos en la oscuridad,
sintiendo como todo estaba marchando demasiado rápido, y aún así
no nos detuvimos. Acaricié su rostro, deslizando mis dedos por cada
una de sus facciones, mientras notaba como me bajaba la cremallera y
sacaba mi miembro para poder sostenerlo con maestría.
—Lestat... extrañé esto—dijo
apretando ligeramente mi glande.
—Y yo—me lancé a sus labios
intentando detener cualquier pensamiento sobre Rowan, pero mi mente
realmente estaba en blanco. Sólo deseaba sentir.
Sus dedos tiraban de mi miembro,
dejando que estos rozaran y apretaran cada milímetro de carne. Eché
mi cabeza hacia atrás pegando mi espalda a la pared, con las piernas
ligeramente abiertas. Sabía que venía después de esa revelación.
Conocía todos los secretos de Louis. Para mí no era un misterio esa
forma de actuar que en esos momentos me mostraba. Se arrodilló
lamiendo sus labios, para humedecerlos, y acto seguido se llevó el
glande a la boca. No pude evitar dejar escapar un gruñido de placer.
Mis manos fueron a sus cabellos, que ya estaban empapados igual que
los míos, para recogerlos enredando mis dedos. Ofrecí entonces un
ligero movimiento de mi cadera, pues me estaba inquietando. Su lengua
jugaba con el pellejo que aún se retiraba, mientras mi sexo crecía
aún más, humedeciéndolo y saboreándolo. Tenía clavados su ojos
en mí, con una insistencia brutal, calentándome de tal forma que me
inclinaba hacia delante con deseos de hacerle sentir todo lo que
deseaba, de una vez por todas, sin que pudiera detenerme.
Dejaba lenguetazos en todo el pene,
pero sobre todo en los testículos con los que acabó jugando.
Chupaba la piel de los escrotos como un profesional, y, mientras lo
hacía me masturbaba con ritmo. Mis gemidos no se podían contener.
Del mismo modo que mis manos no podían resistirse a pegar su cabeza
a mi entrepierna. Cuando los soltó rió bajo y engulló mi miembro
agarrándose a mis caderas.
Tenía el pantalón por los tobillos,
igual que la ropa interior, pero él no se había quitado ni la
chaqueta. Si bien, acabé notando como acabó acariciándose con su
diestra, sacando su miembro por la bragueta del pantalón y
permitiendo que éste se liberara de una prisión tan apretada.
El chupeteo sonaba delicioso y se
sentía aún más placentero. Aquella boca carnosa apretaba con
desesperación mi miembro, envolviéndolo con su lengua y la humedad
de ésta. Louis sabía como enloquecerme. Mis caderas se dejaron de
sutilezas y empecé a moverme rápido, algo violento, entre sus
labios. Él ahogaba sus gemidos y dejaba que sus ojos se
entrecerraran. No sería la primera ni última vez que me venía
gracias a su habilidad, pero era la primera después de tanto tiempo
que lo había olvidado.
Llegué al orgasmo enterrando mi sexo
hasta los testículos. Él me miró con los ojos como platos y su
miembro hinchado, en todo su esplendor, entre sus dedos. Cuando
recuperó, por así decirlo, el aliento comenzó a masturbarse
rápidamente, llegando en cuestión de segundos. Después, con
rapidez asombrosa, se colocó bien la ropa y me ayudó a colocar bien
la mía.
No dudé en besarlo. Fue un beso
delicioso porque compartíamos aquel momento.
Al salir del portal la lluvia
continuaba. Aquella tormenta azotaba los edificios sin permitir
tregua. Los vehículos estaban casi detenidos en la carretera y las
aceras aglomeradas estaban desérticas. Él me tomó de la mano, pero
acabó pasando su brazo por mi cintura apoyando su cabeza en mi
hombro. Caminábamos de ese modo sin importar que el frío calaba ya
nuestros huesos, que la ropa pesaba o que muchos nos miraban como dos
auténticos locos. Habría sido impensable para mí tener ese
comportamiento con él noches atrás.
—Quiero seguir con todo esto en tu
apartamento, sé que tienes uno a dos calles—dijo Louis.
No me parecía mal seguir con nuestros
juegos, sobre todo porque él no había quedado satisfecho. Sabía
sus debilidades, como he dicho, y su forma de actuar. Él quería
algo más que unas caricias indecentes en mitad de un portal.
Necesitaba tener sexo conmigo, y estaba seguro que no se quedaría
con algo rápido.
—Sí, te dije que vivo cerca—respondí
sin apartar la vista del camino, aunque sabía que él me observaba.
—Lestat, dime que no juegas—me
agarró el cuello de la chupa con su diestra, mientras su zurda se
enganchaba mejor a mi cadera.
—No, no lo hago—añadí a mis
palabras un ligero meneo de cabeza—. Eso que ha ocurrido en el
portal ha sido totalmente sincero por mi parte, no hay trucos.
—Sin trucos—repitió.
—Así es—dije.
Apretamos el paso y en cuestión de
minutos estábamos entrando en aquella vivienda, una vivienda maldita
por la última conversación mantenida con Rowan. Las plataneras se
agitaban, el dondiego parecía arrancarse de la verja, varias macetas
se habían caído al jardín y el césped se empantanaba. Pero
nosotros ya estábamos refugiados bajo techo, devorándonos la boca
mientras subíamos hasta el dormitorio.
La ropa salía despedida, empapando el
suelo y quedando amontonada por doquier. Los zapatos se perdieron
antes de entrar en la habitación. Cuando llegamos a la cama
estábamos completamente desnudos, no quedaban ni los calcetines.
Allí arrojados nos acariciábamos como dos adolescentes. Él
tiritaba como si fuera la primera vez y las gotas de agua, esas que
se deslizaban sobre su rostro y salpicaban desde su ondulado cabello
negro, le daban un toque erótico muy atractivo.
Recosté su delgada figura sobre las
sábanas de seda roja, quedándome obnubilado por sus ojos verdes y
el contraste con su piel. Sus labios estaban algo rojos y parecían
demandantes. Me apoyé en la cama con mi zurda, acabando por apoyar
también el codo, mientras que la diestra acariciaba su torso
pellizcando sus pezones. Sus facciones nunca estaban en calma. Me
miraba desesperado. Abría sus piernas provocando a mis instintos
primarios. No pude contener una ligera risilla baja mientras me
preguntaba mentalmente cuan falto de mí estaba.
Había vuelto con la bestia, para que
lo despedazara.
Mi mano se deslizó de sus pezones
hasta su vientre y desde allí hasta sus muslos. Las ingles estaban
ligeramente cálidas y sus nalgas se levantaron del colchón, quizás
para dar mayor acceso a la entrada. Dejé que mi lengua rodara sobre
sus pezones cafés, pequeños y algo gruesos, tan sensibles como el
resto de su cuerpo. Louis gimió. Sus gemidos siempre eran agudos,
asemejándose a los gemidos de una mujer. Detuve mis dedos cerca de
su entrada, acariciándola, para notar su nerviosismo y ansiedad. Sus
manos estaban aferradas a la ropa de cama, arrugándolas con fuerza.
Era una imagen sobrecogedora.
Comencé a morder cada tozo de su piel,
a hundir mi dedo índice y corazón en su interior, y a mirarle tan
ansioso como él. Era puro deseo. Pero en él veía algo más. Estaba
arriesgando lo poco que tenía de alma, su escasa cordura, en cada
caricia. El amor que aún le profesaba, aunque estaba cubierto de
polvo, comenzó a materializarse y acabé besándolo completamente
encendido.
Acabé bajando hasta sus piernas,
abriéndolas con mis manos como si fueran tenazas, y dejando al fin
besos y lamidas sobre su sexo, entre sus muslos y rozando la entrada
de sus prietas nalgas. Él jadeaba y tiritaba. Parecía un ángel al
que le habían arrancado la calma, las alas y toda la bondad pero aún
tenía pureza. Podría decirse que debía ser piadoso con él, pero
me incitaba a ser cruel.
Finalmente lo giré, levantando sus
caderas. Abrí sus glúteos y comencé a lamer entre ellos. Mi lengua
se hundía por su esfinter, humedeciéndolo y estimulándolo,
mientras él gemía aferrado a las almohadas, clavando sus uñas,
mientras su espalda se arqueaba. Sus cabellos empapados rozaban sus
hombros, cayendo hacia la almohada y pegándose a su rostro.
Intentaba mirarme por encima de su hombro, con el rostro girado hacia
la derecha, pero era imposible. El cabello lo tenía pegado a la cara
y el placer le nublaba la vista. Ofrecí un par de nalgadas antes de
retirarme del todo para penetrarle con fuerza.
De una única vez lo penetré,
hundiéndome con un deseo insaciable. El sonido de mis testículos
contra su cuerpo era una tortura. Los gemidos se multiplicaban con
los míos, uniéndonos en un desenfrenado canto al sexo.
—No, deseo verte—dijo con sus
brazos temblorosos, a punto de caer de bruces, mientras recibía otra
de mis estocadas.
La cama se movía como si estuviéramos
en la bodega de un barco en plena tormenta, además la lluvia ayudaba
a esa impresión. Él, como podía, intentaba agarrarse al cabezal
sin destrozarlo. Era imposible. La cama parecía moverse
drásticamente contra la pared. El dosel se movía como el mástil de
la vela mayor en plena racha de viento huracanado. Toda la habitación
parecía derrumbarse. Él suplicaba gemidos cada vez más incitantes.
Acabé separándome para recostarme en la cama, pegando la espalda al
colchón, esperando que él se subiera sobre mis caderas.
Louis se quedó mirándome con una
ligera sonrisa. Sus manos se pasaron por mi torso, algo más ancho
que el suyo, y acabaron en mis caderas. Casi sin necesidad de ayuda
se penetró mientras yo lo sostenía por la cintura. Amaba verlo
cabalgar. Sus caderas eran inquietas, aunque el ritmo era suave.
Parecía una serpiente saliendo de la cesta de paja, una de esas que
los faquires usan en sus shows con música. Sus ojos eran dos
esmeraldas que brillaban en medio de nuestro lujurioso ritual. Sus
labios se abrían, sin timidez alguna, dejando que se escaparan los
largos gemidos que él se provocaba.
El ritmo aumentó. Acabó pegando
ciertos botes en la cama y yo me incorporé. Acabé sentado con él
aferrado a mí, rodeándome con sus piernas y brazos, mientras gemía
bajo su nombre permitiendo que besara mi rostro. Podía sentir sus
uñas clavándose en mis omóplatos, sus piernas cruzadas y la cadera
desenfrenada. Finalmente llegamos ambos al final. Ésta vez fue él
quien llegó primero. Echó su cabeza hacia atrás, dejando ver su
largo cuello, para luego gritar mi nombre en un profundo orgasmo.
Después, debido a como apretaban sus nalgas, acabé haciendo lo
mismo. Me derramé dentro de él, dejando que sus pierna tiritaran
mientras sus brazos aún estaban algo tensos.
Cayó al colchón cansado, algo
aturdido, pero cuando me recosté decidió tumbarse sobre mí. Sus
dedos jugaban con mi torso y mis músculos marcados. Tenía una
tímida sonrisa que conocía muy bien, pues era la sonrisa de un
glorioso festín de sexo. Un festín que nos había enloquecido a
ambos.
—Habrá que decírselo a David—dijo
algo adormilado.
—¿Qué?—no estaba por la labor de
ser quien le dijera a David que estaba con Louis nuevamente, no
después de haberlo dejado a su cuidado y después permitido que
fueran pareja. Ninguno de los dos se amaban, sólo se usaban para no
sentirse perdidos.
—Lestat, dijiste sin juegos. No
quiero ser tu amante, deseo ser el único. Ésta vez quiero ser el
único—susurró cada vez más somnoliento, hasta que prácticamente
no pudo hacer más que un ligero pestañeo antes de quedar
inconsciente en los sueños diurnos.
Sin decir mucho me había comprometido
a estar con él, sólo porque me encantaba tenerlo de ese modo. Sin
embargo, sabía que iba a ser insufrible. Veía en un futuro a corto
plazo mucho rencor y rabia. Tenía miedo. Pero entonces lo miré,
recostado sobre mi torso, y recordé que debía cuidarlo. Él era mi
responsabilidad. No apartaría jamás a Rowan de mi corazón, y por
lo tanto de mi alma, pero siempre podía volver a ser el canalla de
siempre con él entre mis brazos.
Lestat de Lioncourt
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