Recuerdo la música alzándose entre
los árboles podridos y quemados. El suelo estaba baldío, con los
huesos enterrados no muy lejos. No había vida en aquel lugar. La
noche caía sin demasiadas estrellas y la luna parecía menguar a
cada paso. Verlo allí de pie, tocando para las ánimas, me
sobrecogió. Era como ver un ángel llorando por los pecados
derramados, por cada gota de sangre que manchaba las piedras
cubiertas de musgo, mientras las almas parecían ascender hacia los
cielos nocturnos, como el difunto crespón que todos aquellos que las
amaro aún conservaban. Los sueños y las tragedias se mezclaban con
la bondad de aquella arte mágica. Cuando tocaba había placer,
belleza y la belleza es bondad.
Debí decirle que le amaba. No hubo de
nuevo otra ocasión tan maravillosa. El lugar de las brujas nos marcó
a ambos. Pobres mujeres cuyo dolor se convirtió en poesía y viejas
leyendas. Ellas fueron testigos de mis lágrimas, al igual que él, y
del dolor que llevaba en aquel momento. La muerte estaba presente
siempre, nos quedaba poco tiempo y debíamos emprender el viaje
triunfal antes de perder el aliento, la cordura y las pocas
esperanzas que habíamos depositado en ser bohemios taciturnos.
Sus discursos sobre París eran tan
atractivos que moría por cruzar sus calles. Aquella inmundicia era
libertad. Necesitaba alejarme de la prisión de gruesas piedras que
era el castillo, abandonar los desolados viñedos y el bosque
cubierto de silencio hasta que la pólvora salía despedida. Era un
pordiosero con nombre de príncipe y él un mendigo con ropas de
noble. Quería alejarme con él, a toda prisa, olvidándome al fin
del destino cruel que nos había cruzado.
Creo que no nos alejamos lo suficiente.
No fue suficiente. Él se quemó con mi luz y yo me hundí en el
páramo de la desesperanza. El cuervo que oteé en el horizonte,
aquel lugar destrozado sin esperanza, éramos los dos alzándonos
hacia el destino más cruel que podía existir. Nos separamos.
Quedamos divididos como la mitad de dos almas. La última
conversación aún provoca que derrame lágrimas. Tú, que tan bien
sabías cuánto te amaba, te convertiste en un marioneta cruel que
sin hilos, y sin esperanza, rugías contra mí todo el dolor que
siempre habías llevado. No te culpo. No supe amarte como debía.
Quizás me merecía tu olvido, pero ni siquiera en tu última noche
lograste olvidarte cuánto te amaba. Tú lo sabías. No hacía falta
decirlo. Me entregaste tu violín y partiste hacia las llamas. Debí
haberme quedado a tu lado, pero la historia habría sido bien
distinta.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario