Recuerdo la premisa más importante que
me confió mi madre cuando aún era un joven mortal. Una premisa que
llevo siempre conmigo, pues es como una guía de la cual no me
separo. Creo que es la única regla que no deseo quebrar, ya que
sería quebrar todo lo que soy. Una frase que muchas madres han dado
a sus hijos como si fuera un pequeño tesoro, pese a lo simple que
puede parecer. La frase era simple: Hagas lo que hagas, hijo mío,
busca la felicidad.
He viajado por las distintas ciudades
rezando por ser fuerte ante los impedimentos del camino. Soy una
sombra entre la multitud, una sonrisa descarada que puedes observar
unos escasos segundos, el muchacho que camina con vieja elegancia
escuchando sin cesar sus audífonos y el rebelde que arrastra a los
borregos fuera del rebaño. Busco en cada acción la felicidad
moviendo las piezas del tablero como deseo. Yo soy el príncipe de un
mundo de tinieblas y desolación. He condenado mi alma, pero no mi
felicidad.
Recorro cada noche las calles de esta
ciudad que sigue siendo tragedia, música embriagadora y hermosas
vistas a unos terribles pantanos. New Orleans es una dama tóxica y
yo soy su peor amante. Vine desde Europa, como muchos otros, buscando
la felicidad que no había encontrado siquiera en el glamour París.
Las calles me llaman y no puedo detenerme, la sangre me vuelve
peligroso y la felicidad puede estar en cada esquina.
Puedo escuchar el pecado contaminando
mi rostro juvenil, reflejándose en mis ojos claros y clavándose
como mis colmillos en el cuello del siguiente «inocente». Mis pasos
son certeros. Nunca me equivoco al elegir. Guardo en mi pecho cada
recuerdo amargo junto a los más felices, esos que me hacen reír a
carcajadas aún en mi deportivo, mientras canto a la noche y a la
felicidad incierta.
No puedo olvidar la tinta de sus
letras, tan elegantes y sinceras, en aquellas viejas cartas que aún
conservo, aunque ya casi son ilegibles, donde muchas veces derramó
sus lágrimas y esperanzas. Han pasado tantos siglos que debía haber
olvidado el perfume que derrochaba su cuerpo, la calidez de sus
temblorosas manos y el miedo en sus ojos grises. Si bien, aún cuando
la contemplo, encontrándonos como dos terribles bestias sedientas,
veo a la mujer que rezaba por mi seguridad y dicha. Jamás podré
ocultar mis lágrimas, pues ella conoce bien la tristeza de mis ojos.
He conocido la felicidad, aunque
también admito que sigo persiguiéndola. Nunca se queda. Siempre veo
como corretea frente a mí. Cuando la atrapo se disuelve y se coloca
en un lugar distinto. Creo que sigo vivo porque sigo deseando ser
feliz. Independientemente de mis terribles aventuras, de las amenazas
que puedan sobrevenir, deseo ser feliz. Quiero ser feliz porque ella
me inculcó ese deseo desde que era sólo un joven mortal.
Lestat de Lioncourt
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