Ah, el viejo teatro... los viejos pensamientos de Nicolas. Ese maldito violinista...
Lestat de Lioncourt
El teatro quedó vacío, casi consumido
por la amargura y oscuridad que poseía mi alma. Las notas del violín
cesaron. No quedó nadie en escena. Aquella noche, casi al alba, el
teatro parecía un cementerio de versos tristes y partituras hechas
para un funeral. Lestat había abandonado París. Había logrado que
se marchara de mi lado tal y como necesitaba. Él no me soportaba y
yo no soportaba ver esos ojos claros centellear miedo, vergüenza y
odio hacia mí. Por los viejos tiempos le hice un favor y me ahorré
sus lágrimas, reproches y castigos.
Armand se había marchado hacía más
de una hora. Tenía asuntos más importantes que escuchar a un recién
nacido divagar sobre arte, música y nuestra podridas almas. El
resto, los pocos vampiros que no habían decidido destruirse, habían
huido a refugiarse. Mi refugio sería las tablas del teatro y su
silencio. Un lugar donde se había acumulado sueños que Lestat ya no
cumpliría, los mismos que yo atesoraba para convertirlos en
pesadillas frente a todos.
Usaríamos el polvo del maquillaje, el
carmín para los labios, las pelucas y los trajes para camuflarnos
entre los parisinos. Hablaríamos la muerte del amor, la esperanza y
los sueños. Conversaríamos con ataúdes vacíos donde yacerían
ellos en medio de la vorágine de frases y reseñas a viejos autores.
Serían las afortunadas víctimas de una función atroz, aunque
maravillosa. Podía verlos llorar y gritar proclamando que somos
demonios y, a la vez, aplaudir creyendo que todo es una falacia.
Apretaba el violín contra mi pecho
como si fuera el regalo envenenado de un monstruo demasiado
bondadoso, hermoso y perfecto. El monstruo que había huido de París,
alejándose por completo de mí y de Francia, en busca de otro como
él, mucho más antiguo, que podía incluso destruirlo o simplemente
no existir más que en los pútridos sueños de su viejo discípulo.
Sonreí complacido en medio de ese mar de oscuridad donde sólo
tintineaban un par de velas encendidas. Las llamas bailoteaban
iluminando parcialmente las tablas que pisaba. Podía cantar lo que
quisiera, desafinando y destrozando cada palabra, pero sólo
contemplé las primeras filas imaginando la vida que solía tener ese
lugar. Sería la tumba de muchos, pero también ofrecería vida.
—El teatro de los vampiros—susurré
jugueteando con mis huesudos sobre mi instrumento—. Demonios que se
visten de ángeles y logran engañar incluso a Dios...
Me hice una promesa ese día y fue
intentar que el teatro se llenara de almas. Almas impías,
prepotentes y con los bolsillos llenos de banalidad. Hice realidad
sus temores y los ensalcé como si fueran maravillosas proclamaciones
de amor.
—En tu honor... Leilo—dije justo
antes de apagar las velas, bajar del escenario y correr a refugiarme
del sol.
A cada zancada que daba una carcajada
histriónica sonaba del interior de mi cuerpo, como si arañara el
mundo con mis garras, y el sol, tan puntual, comenzaba a salir
bañando las calles aledañas.
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