Marius y Pandora, Pandora y Marius... cuando se pelean el mundo tiembla.
Lestat de Lioncourt
Las almas
Dios nos dividió. Cuando creó
nuestras almas nos dividió. Eso dice el mito. Mito que nos bañó y
castigó desde el inicio de nuestra cultura. Recuerdo las viejas
leyendas que mi padre contaba mientras el vino se regaba en su copa
de oro, alzándola con su mano enjoyada de senador romano. Mi hermano
parecía interesado sólo en las batallas, las leyendas más
belicosas y sangrientas eran para él una dicha asombrosa, pero para
mí eran las historias más insulsas. Me dedicaba a escuchar con
atención las palabras sobre poesía, filosofía y leyendas que
involucraban al hombre, la envidia infinita de los dioses y la
naturaleza. Quizás porque los genes de mi madre, pese a los arduos
esfuerzos de mi padre, flotaban en cada célula de mi cuerpo.
Era joven cuando escuché por primera
vez el mito de los hombres divididos, condenados a buscar su otra
mitad por este mundo lleno de oscuridad, miseria, depravación y
dolor. A tientas, como los ciegos, buscamos en cada calle el camino
que nos lleve al hogar que perdimos. Igual que un mendigo rogamos por
unas caricias sinceras, un abrazo sin culpa y un amor que perdure. No
comprendí del todo lo que me contaba mi padre, con la boca llena de
asado. Sus ojos pequeños y oscuros me hacían un leve guiño. Él
quería que fuese un joven romano, no el celta que destacaba entre
los jóvenes de la villa.
Me aferré a la cultura como un
lactante al pecho de su madre. No quería ser el celta, sino el
romano. Temía ser señalado por todos, pero a la vez quería que
sintieran fascinación por mis rasgos. Mi cabello color trigo, tan
grueso como espeso, cayendo sobre la túnica blanca y mi capa roja.
Mis robustos brazos que tan sólo servían para redactar hechos y
costumbres, escritos sobre Roma y su poder, no podían ocultarse del
mismo modo que jamás pude dejar de mirar a todos con cierta
sospecha. Tenía unos formidables ojos azules, los cuales eran para
todos gemas de otras tierras, que miraban con suspicacia y no con
parda estupidez sin criterio como el perro servil de Roma que era mi
hermano. Me sentía orgulloso que él fuese un legionario, pero a la
vez me avergonzaba lo simple que podía ser su cerebro.
Cuando la conocí a ella supe que era
distinta. Caí enamorado de su inteligencia y suspicacia. Era tan
sólo una niña, pero en esos tiempos era habitual desposarse con una
mujer mucho más joven. Tenía la edad apropiada para comprometerme y
el nivel adecuada para pedir su mano. Pero su padre, protector y
testarudo, vio en mí un culpable y un engendro de otras tierras. No
era semilla romana, así que no era lo suficientemente bueno para su
hija. Rogué en varias ocasiones su mano. Una de ellas cuando tenía
quince años, la edad apropiada para mujer. La deseaba y ella parecía
desearme.
Comprendí entonces el amor, el dolor
de éste en tu pecho y el saber que ella es tu gemela. A su lado me
sentía dichoso. Mi hermosa Lydia era para mí el castigo divino que
nunca creí tener. No creía en dioses, mitos y leyendas, pero
comprendí que sí se podía sentir una unión fuerte entre dos
seres. El tiempo me dio la razón. Siendo un ser inmortal, un
monstruo, me aproximé a ella cuando aún era joven. Su hermano la
había humillado, como sus anteriores esposos, al no poder concebir
un hijo. Yo no necesitaba un hijo para amarla. Su vientre estéril
era para mí campo sagrado; sus labios duros, cuando hablaba del
mundo, parecían delicados; y su piel, su hermosa piel, estaba hecha
para ser adorada como si fuese una diosa. La amaba. Sabía que la
amaba.
Me uní a ella. Juntamos nuestras
almas. Sin embargo, como si fuese una profecía de un viejo dios,
implacable y cruel, nos vimos divididos caminando en direcciones
opuestas. Pero ella, mi Lydia, sigue rondando el mundo y yo buscando
el acogedor lugar que hallo tan sólo en sus brazos.
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