Hace años crucé la frontera de la
credulidad. Buscaba la espiritualidad de mi alma, quizás debido a
todo lo que estaba ocurriendo en mi vida. Hubo un importante debacle
que propició que comenzara a creer nuevamente en ángeles, demonios,
santos y Dios. Deseaba ser un santo. Ansiaba comprender la verdad que
se me había revelado. Hoy en día destierro cualquier vínculo con
esos desos, es más, destierro esas ideas como una locura.
Cuando muy joven estuve a punto de
ordenarme como sacerdote. Deseaba el amor que profesaban aquellos
hombres, además de su atención y cultura. En un mundo frío, húmedo
y terrible donde lo más cálido que poseía eran mis lágrimas, era
más que comprensible que me aferrara a ellos como si fueran mi única
escapatoria a la miseria, el analfabetismo y el dolor. Quería huir
de mi padre y hermanos. Era como si una puerta gigantesca, llena de
luz acogedora, me llamara. Hoy en día doy gracias a haber sido
arrastrado hasta el castillo, alejándome de mi camino divino. No
había dinero para mi educación y felicidad, pero tampoco había la
suficiente comprensión para escucharme cuando hablaba.
Durante años me sentí frustrado en
una familia donde no tenía voz y voto. Me sentía cómplice con mi
madre, el único ser humano que me amaba realmente, cuando me hablaba
de sus largos viajes y sus conocimientos sobre teatro, literatura o
el mundo más allá del pueblo. Auvernia era mi mundo y se hacía
pequeño. Pronto me di cuenta que moriría allí. Por mucho que
luchara contra el destino y quisiera destacar, yo moriría en una
tierra donde no se me apreciaba y lo haría como las ratas que
caminaban entre la maleza.
Dejé de creer en Dios. No podía creer
que fuera tan cruel conmigo. Me sentía enjaulado en aquellos gruesos
muros; y además, estaba a punto de perder a mi madre. Ella se moría.
La tuberculosis la destrozaba, el frío debilitaba sus pulmones y sus
huesos. Ella pronto moriría. Se consumiría por completo. Quedaría
marchita como una hermosa rosa sobre una vieja tumba. Mi único
consuelo era Nicolas, mi amante. Él era un violinista que estuvo a
punto de ser abogado, pero que París y sus cafés lo convirtieron en
un bohemio destinado a la música, las contradicciones y la pasión
justificada.
Las conversaciones más profundas de mi
vida mortal se dieron entonces, en una taberna y con él a mi lado.
Las botellas de vino regaban mis palabras, sus besos satisfacían mi
alma y la música me cautivaba mientras imaginaba a ambos recorriendo
las calles de otras ciudades. No sólo quería ir a la capital del
país, sino que quería recorrer el mundo entero. Necesitaba conectar
con el lado más salvaje que yo tenía, el mismo que se vio liberado
en mitad de un bosque nevado rodeado de lobos, sangre y soledad.
Junto a mi amante decidí marcharme a
París como última voluntad de mi madre. Ella me dio la libertad que
tanto deseaba. Sólo quería que fuese feliz. Quizás lo fui durante
algunos meses, no lo sé. Creo que fui tan feliz que no me percaté.
El tiempo se fue entre mis dedos con la rapidez que Nicolas tocaba el
violín. Dios, el diablo y las conversaciones que una vez tuve con
él, sobre todo aquellas bañadas en alcohol, se daban cada noche.
Cuando me convertí en vampiro renegué
finalmente de cualquier acto de fe. Pensaba que yo era el mal y el
bien, pero estaba equivocado. No era más que un chiquillo lleno de
delirios. El poder que me habían otorgado, junto a la belleza y
juventud eterna ensalzada en las riquezas que mi creador me había
ofrecido, me daban una seguridad que poco a poco se quebró. Conocía
otros vampiros, creé a mi madre, mi viejo amante al que tuve que
dejar atrás y una hermosa familia.
Mi mayor error fue crear a Claudia; sin
embargo, si volviese a esos tiempos lo volvería a hacer. Crearía a
mi pequeña. La misma que deseó matarme me dio las llaves de la
felicidad durante más de seis décadas. Louis de Pointe du Lac, el
vampiro que desveló la verdad ante todos, y ella fueron mi delirio.
Se convierton en mi talón de Aquiles y Dios dejó de tener lugar en
mis pensamientos. Yo era diablo. Yo era su diablo. Pero no era nada
más que un impostor. Cuando me vi solo, herido, destrozado y sin
ayuda de ningún otro porque sólo se acercaban a mí como aves
carroñeras, quise creer en Dios.
Después de décadas de periplos
imposibles de describir, incluso de un largo sueño eterno y de una
delirante vida como rock star, terminé creyendo en Dios otra vez.
Claudia se manifestaba ante mí. Claudia la niña que había muerto
tras un terrible juicio donde la señalé como la culpable, aunque
pedía que no le hicieran nada a mis creaciones, se aparecía con su
encantador vestido amarillo y su sonrisa cruel. El verdadero Diablo,
o supuestamente algo que decía ser el Diablo, se presentó ante mí.
Él me tendió la mano. Decía que yo era la clave para salvar a
todos y que debía permanecer a su lado, lo cual suponía mi muerte y
rechazo a la vida que yo llevaba. Ah, pero amo demasiado la vida que
llevo. Una vida de aventuras inconcebibles. Desistí. Huí.
En estos momentos sólo puedo decir que
me repugnan las instituciones religiosas. Todas y cada una de ellas
están podridas. Muchas dicen que hay que amar al prójimo, pero no
aceptan a quienes aman distinto, piensan distinto, sueñan distinto,
tienen color de piel distinto, hablan distintos dialectos o tienen
dioses distintos. No. No lo aceptan. Quieren un prototipo que no les
aterre ni de problemas. Desean consumirse en sus pecados y
blasfemias. Es terrible. ¡Es terrible que eso suceda! Detesto todos
aquellos que bajo la bandera de una religión cualquiera y unos
supuestos textos sagrados, los cuales pueden ser la imaginación de
otros enloquecidos como ellos, embravecen sus terribles actos llenos
de oscuridad, mentira y terrible sufrimiento para quien se sale del
molde.
Por eso he caminado como lo hizo mi
madre. Me hundí en las selvas, recorrí lugares donde el ser humano
ya no habita, vi terribles y maravillosas culturas derrotadas ante la
maleza y el olvido. He recorrido desiertos, he tocado las aguas del
Mar Muerto y he observado la vida trepidante de las ciudades que
tanto he amado. En estos años he decidido vivir de forma salvaje y
me ha encantado. Ha sido tentador. No he encontrado la felicidad
absoluta, pero tampoco a Dios ni al Diablo. Sólo me he encontrado a
mí mismo. Sí, me he encontrado. Soy de nuevo el Matalobos de
antaño. Soy el hijo de Gabrielle de Lioncourt. Por regresar he
regresado incluso a los muros que me contuvieron con terribles
sufrimientos. Ahora el Castillo de Lioncourt luce como nunca lució.
Soy parte del mundo y el mundo me ama por ello.
Dios no existe; el Diablo tampoco.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario