Ashlar y yo no nos conocimos. Él estaba congelado ya. No fue agradable ver a ese gigante de buen corazón convertido en un trozo de hielo. Sus hijos lo lloraron. Su esposa yacía a su lado, en el mismo estado de sueño gélido, y todos guardamos cierto silencio por respeto. Esta es su voz.
Lestat de Lioncourt
El tiempo se paró. Las agujas quedaron
fijas en una hora, sumergidas en la frialdad de una fecha y
arrinconadas por siempre en un pasado que parecía ser un paraíso.
La verdad quedó cubierta de escarcha, congelándose en lo más
profundo de nuestros corazones, mientras nuestras manos se
entrelazaban por última vez.
La verdad quedó sellada en nuestros
labios, convertida en un sueño eterno que parecía desvanecerse,
mientras el nuevo amanecer surgía bañando las doradas playas de
nuestra isla tropical. Morir congelados en medio del paraíso, de un
lugar donde debería ser el oasis prometido, es un símbolo de la
derrota de nuestra especie. Sin duda, no me equivocaba al pensar que
estábamos condenados.
No habrá más canciones surgiendo en
rápidos lamentos, ni leche derramándose sobre nosotros, tampoco el
sonido del tambor golpeará con ritmo mientras las leyendas se alzan.
El círculo quedará roto. Las piedras perderán su poder. No habrá
verdes mares de hierba fresca. Nada será igual.
El frío dejó escarcha sobre nuestra
piel sonrosada. Mis largos cabellos negros, teñidos de espesas
canas, no volverán a ser acariciados por tus largos dedos.
Quedaremos por siempre unidos como Romeo y Julieta. Seremos un canto
alegre y amargo para los amantes de las historias de Shakespeare. El
rey y la reina del Pueblo Secreto se quedaron sin aliento, sin
fuerzas... sin vida.
No esperaba que alguien llorara nuestra
muerte, pero aún nos recuerdan. Somos los frágiles gigantes en
busca del calor bondadoso de un sol extinto, de una bondad muerta, de
la sangre envenenada que recorría nuestras venas hasta llegar al
corazón. Moríamos. No importaba si quedábamos congelados. Íbamos
a morir a manos de nuestros hijos.
Aún así no me arrepiento de nada. Por
terrible que haya sido nuestro recorrido. No me arrepiento del amor
que te he tenido. No. No me arrepiento de haber conocido de nuevo la
dicha de ser amado. Aunque la pesadilla vino con sus alas oscuras,
graznando las malas noticias, secuestrando así la dicha, breve y
amarga, acepto que fueron los días más dorados de mi existencia.
Volvería a ofrecer la soledad de tantos siglos a cambio de un nuevo
beso de tus labios.
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