Armand dejando constancia que quiere amor. ¡Pues que deje de torturar a todos!
Lestat de Lioncourt
Las calles parecen distintas desde hace
algún tiempo. Tienen una melodía nueva. Quizás soy yo. Tal vez me
estoy volviendo más detallista. No lo sé. He encontrado nuevos
detalles que jamás había visto. Es como si el mundo hubiese tenido
un velo, una pequeña capa similar a una nebulosa, que me hubiese
impedido ver todo tal cual era. Las luces de los comercios, sus
elegantes y llamativos escaparates, se muestran muy atractivos para
las últimas compras navideñas. Cientos de personas, humanos todos
ellos, caminan despreocupados sobre cualquier guerra que se propague
en las terribles sombras.
La humedad se condensa. El vaho sale de
los labios de todos aquellos que me cruzo. Mis manos están
congeladas, pero me gusta llevar las manos sin las ataduras cálidas
de unos guantes de cuero. Lejos de la vida social opulenta en los
callejones hay quienes mueren de frío. No muy lejos de uno de los
mayores centros comerciales puedes ver a gente sin mucha fortuna
revolviendo contenedores, buscando algo que llevarse a la boca o que
abrigue su cuerpo.
Ayer hice mi acto de caridad. Mi buena
obra.
Todo comenzó hace algunas noches. Me
encontraba en mi apartamento, con la calefacción centralizada
provocando que mis mejillas mantuvieran el calor de mi última
víctima, la televisión parecía parlotear sin más mientras Sybelle
y Antoine practicaban nuevos villancicos que habían escuchado en un
supermercado cercano. Benji había decidido salir. Louis llevaba
semanas fuera del apartamento, pues había decidido ir a encontrarse
consigo mismo y Lestat. El viejo diálogo de una conocida película
provocó que prestara atención.
«Les daré un pronóstico para el
invierno: será frío, oscuro y durará... el resto de sus vidas.»
Bill Murray aparecía en escena con su
típico micrófono mientras miraba a cámara. Era un hombre
derrotado. Aquel sueño de invierno estaba durando demasiado. Un
sueño que era pesadilla. Un hombre atrapado en un día aburrido que
no deseaba, pero que empezó a sentirlo como parte de sí mismo.
Conocía bien esa película. Sabía su final y cada uno de sus
discursos. Andie MacDowell se veía hermosa. Ella parecía un ángel
en mitad de aquel pueblo nevado. Mis ojos castaños se concentraron
en la nieve amontonada en las calles, en ese invierno que estaba
durando demasiado. De repente recordé la escena donde el mendigo
moría una y otra vez, sin que él pudiese hacer nada. Por mucho que
le diese algo de abrigo, dinero o lo llevase pronto al hospital. El
hombre moría. Era como una premonición. Le decía que aunque ese
día ocurriese siempre no significaba que fuese un día común.
Decidí incorporarme, arrastrar mis
pies hasta el perchero y tomé mi abrigo de plumas azul marino. Me
coloqué uno de los gorros de lana, la gigantesca bufanda y metí en
mis bolsillos un puñado de billetes. Desconocía que se había
apoderado de mí. Quizás algo me gritaba que saliese de aquel lugar,
tan cálido, y me enfrentase a la realidad. Muchos habían muerto y
no me importaba, ¿por qué? Mataba a decenas cuando los veía en mis
calles, ¿pero era mi ciudad? ¿Conocía Nueva York como creía?
Caminé durante un largo rato. Me crucé
con varios grupos de personas. Era ya tarde, casi las once, pero
parecía que muchos aún apuraban las últimas horas de un Black
Friday que parecía ser el último de sus vidas. Entonces, como si
fuese un milagro, escuché una tos fuerte y el castañeteo de dientes
de alguien que se congela. Me giré ligeramente hacia la derecha y en
un callejón, olvidado del mundo, había un hombre de unos setenta
años. Rápidamente me convertí en Phil Connors, interpretado por
Bill, levantando al hombre para colocarle el puñado de billetes en
la mano. Sin embargo, un vampiro reconoce el hedor de la muerte. Ese
hombre moriría pronto.
Como buen cristiano le di una muerte
rápida, indolora y en mi compañía. Eso sería mucho más de lo que
él esperaría. Un hombre olvidado por su familia, desahuciado del
mundo por ser pobre, alejado de la sociedad únicamente porque no
tenía hogar, moría en mis brazos dando su último suspiro como
Jesucristo cuando se hallaba en la cruz.
Puede que no me interese ya lo que
ocurra a vampiros jóvenes e incapaces de protegerse a sí mismos.
Sin embargo, ¿puedo decir lo mismo ante las desgracias de aquellos
que sufren, o sufrieron, del mismo modo que yo? No lo sé.
Hoy camino por las aceras buscando a
Davis. Sé que ese hermoso vampiro de piel oscura y pies ligeros, tan
ligeros como lo fueron en su día de bailarín, se encuentra en las
calles observando a los jóvenes mortales crear arte urbano,
moviéndose de un lado a otro sin rumbo fijo, y yo, como si fuera un
estúpido niñito, quiero un abrazo aunque sea suyo y prácticamente
no nos conozcamos de más de unas noches.
«¡Hey! ¡Davis! ¡Te estoy buscando!»
No hay comentarios:
Publicar un comentario