Frente a frente como al principio de
todo. Con los ojos clavados el uno en el otro. Sin posibilidad de
huir. Su pasado pesaba sobre sus hombros, pero seguía pareciendo el
mismo joven que conocí tiempo atrás. Sabía que aguantaba las
lágrimas y hacía un enorme esfuerzo en contener su emotividad. Yo
también lo hacía. Me concentraba en no reclamar sus pasos, como si
fuese pecado hablar del tiempo que había transcurrido desde que nos
vimos por vez primera. Su cabello rizado estaba perfectamente
peinado, como aquel día, y vestía un traje impoluto de líneas muy
clásicas. Parecía un maniquí sacado de una de las tiendas de
sastres más importantes de toda la ciudad. Por el contrario, yo
vestía de modo informal con una americana de lino blanca, una camisa
negra ligeramente desabrochada y unos jeans ajustados que terminaban
en unas botas de típico cantante rock. Mi pelo era un desastre. Pero
no hablemos de mí, mis gafas de sol tintadas en tonos violáceos ni
los auriculares que descansaban a ambos lados de mi torso. No. No
había que hablar de mí, ni de la habitación simple y acogedora, la
ventana entreabierta con el pantano de fondo y la verdad que moría
lentamente entre sus aguas.
¿Y de qué tenía que hablar? ¿Tal
vez del silencio que cantaba entre nosotros? ¿Del zumbido de los
mosquitos? ¿De qué? No quería aterrarlo con mis pensamientos, pues
desconocía si eran fruto de mis recuerdos y necesidades o
simplemente Amel le daba un impulso extraño a mis deseos. Tan sólo
guardé silencio sepulcral y él sonrió gentil hasta prácticamente
echarse a reír. Extrañaba esa boca carnosa curvada, del mismo modo
que la chispa de sus ojos.
Eché mi cuerpo hacia atrás, acomodé
mis piernas estirándolas y cruzándolas, para luego suspirar
cerrando mis ojos. Me sentía en la gloria. Estaba nuevamente en la
ciudad donde mis mejores musas surgían de debajo de cada piedra,
tronco podrido o baldosa. Sin embargo, al mirar de nuevo hacia donde
él estaba, desapareció. Él no estaba allí. La silla seguía
pegada a la mesa, la luz nocturna incidía sobre la madera hinchada
por la humedad y el silencio era profundo. Él no estaba.
Me eché a llorar. No sabía si eran
apariciones o locuras mías. Quizás me estaba convirtiendo en el
Quijote de los vampiros. Tal vez todo lo que había ocurrido me daba
falsas esperanzas. Desde que supe que habían muerto vampiros
jóvenes, que prácticamente estaban empezando a vivir, algo en mí
se quebró. Es cierto que he matado a otros, pero aquellos que se
adentraban en mi territorio de forma hostil o buscaban asesinar a
mortales por capricho. Aún apreciaba la vida.
Lestat de Lioncourt
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