Ellos estarán pronto con nosotros. Como especial, al ser dos años de la página, dejamos estas memorias como aperitivo a lo que ocurrirá en Marzo.
Lestat de Lioncourt
Cuando lo vi por primera vez me recordó
a un niño perdido. De esos que no saben siquiera la calle donde
viven. Parecía lleno de cicatrices, aunque no eran físicas. Sus
ojos tenían un llamativo tono azulado cargado de miseria, terror y
una pizca de esperanza. No parecía querer huir a cualquier lugar,
sino encontrar a un vampiro en concreto. He conocido a muchos
hermanos, pero ninguno como él. Tenía un físico delgado y un
rostro muy delicado. Hubiese jurado que parecía un muñeco de
porcelana si no se hubiese movido y comenzado a lloriquear
prácticamente en mis brazos. Creí por un momento que era un puto
imbécil al dejarme llevar por semejante actitud tan débil, pero
luego recordé a mis compañeros ardiendo por doquier allá donde
mirara. Lo recordé tan vivamente que tuve miedo. Comprendí que los
recuerdos eran terribles y que estaba marcado como si fuera un
soldado de guerra. Me sentía gilipollas al quedarme frente a él sin
saber bien como actuar.
Decidí llevarlo conmigo. Parecía uno
de esos animales perdidos que lo llevas consigo por pena. Era un
estúpido llorando en mitad de unos tiempos duros, pero sobre todo me
asombraba que tuviese algunos siglos. Su cabello negro caía sobre su
rostro aniñado y sus manos se aferraban a mi cuerpo como si fuera su
tabla de salvación. Sí, era su jodido bote salvavidas. Sin duda
alguna.
Se llamaba Antoine. Poseía un rostro
alargado, pero de proporciones perfectas. Sus labios eran carnosos y
al sonreír parecían tener un encanto especial. El cabello caía más
allá de sus hombros y constantemente lo echaba hacia atrás, como si
no quisiera que su mayor poder quedara oculto. ¿Y cuál era? Su
mirada. Como he dicho tenía los ojos azules muy penetrantes y te
dejaban sin aliento. Cuando empezó a relatarme su historia comprendí
todo. Primero el motivo que tenía para encontrar a Lestat y segundo
su belleza. Lestat no creaba a vampiros que no tuviesen un encanto
casi celestial. Había leído sobre Louis o Nicolas, seres
extremadamente hermosos, y tenían ciertos rasgos comunes con
Antoine. Quizás era un gusto peculiar por aquellos que viven en
medio del dolor, el alcohol y el arte. Tal vez. Aunque no estaba
seguro.
Un pianista. Tenía ante mí un músico
de aspecto delicado, alma torturada y dolor en cada paso. Derrochaba
unos modales que se habían perdido. Parecía distinguido y, por lo
tanto, el polo opuesto a un chico que se movía como un gato entre
los callejones más turbios. Sus largas y pobladas pestañas se me
cautivaban. Era sin duda la obra de un genio. No llegaba a la
veintena, del mismo modo que yo jamás alcancé esa gloriosa cifra, y
eso le daba un aspecto aniñado tan puro que me enloquecía.
—Gracias por todo—llegó a decir
tras calmarse.
Estábamos en un hotel, uno de tantos
de Nueva York, donde me escondía de todo y nada. Era una habitación
estrecha con un par de mesas minúsculas, una cama doble de sábanas
sencillas, un pequeño sofá y una ventana de cortinas que olían a
nicotina y sexo. Mi historia había sido sencilla pero trágica. Yo
no sabía bien quien me había creado, pero sí que mi compañero
había desaparecido del mapa. Extrañaba la compañía de otro y
tenerlo a él era un alivio.
—¿Algún día tocarás para
mí?—pregunté por preguntar. Deseaba saber como era su música.
Sabía que podía ser especialmente tortuosa. Su alma había sufrido
el calvario de la soledad, el peso de los siglos de vacío y
decepciones. Sus ojos hablaban de lágrimas que eran imposibles de
derramar y sus labios parecían temblar en un murmullo silenciado por
propio deseo. Era hermoso y parecería un ángel, enviado a los
infiernos, para calmar a este demonio despreciable.
—Sí, claro—sonrió. Su primera
sonrisa frente a mí iluminó aquella simple y oscura habitación.
La luz de la lámpara cercana quedó
pálida, igual que el reflejo del luminoso que penetraba hacia el
pequeño salón. De improviso me vi atacando su boca. Y aunque
parecía que me rechazaría, no lo hizo. Sus labios se abrieron y sus
manos, de dedos finos y largos, se aferraron a mi chaqueta de cuero.
Pronto lo empujé contra el respaldo de
aquel sillón. Era de piel barata, de esos que hacen ruido cuando te
mueves sobre él. Parecía plástico, como esas bolsas para
cádaveres, pero poco importaba. Deseaba arrebatarle su camisa
celeste pálida y esos estrechos pantalones vaqueros. Él abrió sus
piernas ofreciéndose como una buscona, quizás porque quería
olvidar por completo todo lo que habíamos hablado. Se regalaba y yo
aceptaba ese regalo encantado. Era como un niño en una mañana de
Navidad. De seguro me había portado muy bien, pero que muy bien.
Sentí sus yemas frías en mis sienes,
deslizándose hasta mis pómulos, para luego perderse por mi cuello.
Su boca se aferraba ansiosa a la mía, su lengua era una daga aviesa
y mi entrepierna crecía con sólo ese beso y esas escasas caricias.
Comprendí el motivo principal por el cual Lestat le había
transformado: sabía tocar melodías indecentes con tan sólo una
mirada.
Me miraba de una forma que me caldeaba.
Olvidé por completo la situación delicada en la cual nos habíamos
conocido. Me perdí por completo en sus ojos y me fundí con mi
instinto. Mis uñas, afiladas como garras, despedazaron su ropa
mientras él jadeaba bajo y se contoneaba. Sí, sin duda parecía una
chica de alterne. Entre su belleza poderosamente andrógina, su
juventud conservada y ese nulo atisbo de barba me hacía sentir como
estuviera entre las piernas de una mujer.
—Killer—dijo mi nombre, provocando
el último chispazo que necesitaba para electrocutar todos mis
sentidos.
Me aparté tirando de él, para echarlo
al suelo, y me bajé la cremallera sin perder detalle de ese cuerpo
esbelto, casi en los huesos, que le daba un aspecto ligeramente
enfermizo. Sin embargo, era su constitución. No es que fuera un
muerto de hambre por completo cuando encontró la ayuda de Lestat,
sus valiosos regalos y extraña compañía. No. Simplemente era de
esos hombres con cintura estrecha y suculentos pezones similares a
los de una mujer. Tenía ante mí al plato perfecto para devorar cada
noche.
Sus piernas se abrieron mientras sus
manos se deslizaban por su torso, pellizcándose él mismo los
pezones y rasguñándose el vientre, dándole un encanto de estrella
porno. Mis pantalones estaban bajados, ya rozaba la hebilla de mi
cinturón el suelo, cuando me arrodillé y se la clavé. No tuve
piedad. Entré de una buena vez dentro de él como si fuera el cuello
de una de mis víctimas y mi pene, algo grueso y ligeramente grande,
penetrara con saña la vena con mayor cantidad de sangre. Gemí de
placer y él gritó abriendo sus ojos del mismo modo que sus labios.
El movimiento era rudo, casi parecía
una bestia salvaje. Sus largas piernas me atrapaban y su espalda se
arqueaba. Pronto sentí sus manos aferradas de nuevo a las solapas de
mi chaqueta. Mi mano derecha fue a su miembro, para masturbarlo con
deseo, mientras que la izquierda sostenía su delicada cintura. Se
retorcía peor que una serpiente o una lombriz de tierra. Se agitaba
rápido, pero sin perder la elegancia. Era sutil y majestuoso. Jamás
tuve un amante como él en mi cama, o en el suelo de un motel barato.
—Así, así... más... más... rompe
mi cuerpo y libera mi alma. Saca de mi boca la mejor de las
sinfonías—balbuceó con aquel erótico acento francés.
Según me informó era un noble
francés, el cual tuvo que exiliarse de París en Louisiana debido a
los acontecimientos que ocurrieron en el país. Quedó arruinado y
sólo tenía la música como única liberación. Lestat apareció
como un mecenas. Se enamoró de la melodía que surgían de sus dedos
y yo, en ese momento, me enamoraba de la pecaminosa canción de sus
alaridos de placer.
—Claro que sí, eres una zorra de
primera—susurré hundiéndome en el lado derecho de su cuello—.
Ahora entiendo porque las putas parisinas son las predilectas de
todos—dije antes de morderle, sin llegar a drenar ni una gota de su
sangre.
Yo era un chico criado en Texas.
Delgado, corriente, con un carácter rebelde propio de la época que
me había tocado vivir. No era del todo joven, pero sí más joven
que Antoine. Sin embargo, yo tenía una pasión que desbordaba más
allá del sexo. Él, al parecer, sólo mostraba pasión ante la
música y los placeres más bajos. Sin duda, el típico niño bien
que habría golpeado hasta la saciedad sólo por diversión.
Nuestros cuerpos se perlaron de sudor
sanguinolento, tan típico en seres como nosotros, para luego sentir
como un latigazo tiraba de mi vientre, y mis testículos, mientras mi
pene latía con fuerza dentro de su estrecha entrada. Él apretaba
con desesperación, me buscaba los labios pero no se los ofrecía y
finalmente se dejó romper al estallar en lo más profundo de su ser.
Sus ojos quedaron en blanco, entrecerrados, mientras su boca se abría
casi desencajando su mandíbula. Era el vivo retrato del placer. No
tardó en llegar al orgasmo junto a mí.
—Ha estado bien—susurré, entre
jadeos, mientras me apartaba el pelo de la cara.
—Oui—su delicada sonrisa me
desarmó.
Decidí entonces alejarme, casi
trastabillando y cayendo con mis posaderas contra el frío suelo. Él
me miraba como un amante satisfecho. Creo que buscaba esa conexión
más allá de la carne y la entrega del momento. Se incorporó
ligeramente y se aproximó a mí, prácticamente gateando, para
robarme un beso tierno de mis labios. La risa nerviosa que escuché
en mitad de esa habitación, casi en penumbra, me aterró.
—Quiero buscar a Lestat contigo...
—dijo metiendo sus manos bajo mi empapada camiseta.
—Y yo tengo cosas que hacer. Es casi
imposible encontrarlo, te lo he dicho—quería alejarme, pero algo
me hacía permanecer a su lado. Creo que ese algo era el hechizo de
esos ojos tristes, pues tenían una nueva luz. Quizás esperanza o
tal vez un motivo por el cual sentirse dichoso.
—No existen los imposibles, Lestat me
lo ha demostrado siempre—murmuró—. A todos—añadió.
No sé como demonios pasó, pero volví
a besarlo perdiéndome en él. Sus delgados brazos me rodearon los
hombros, sus manos acariciaron los cortos cabellos de mi nuca y sus
caderas se movieron sutiles. Me provocaba. Me conquistaba. Aquella
noche fui preso de sus garras y tocó parte de mi alma. Reconozco que
hacía mucho que había endurecido mi corazón, pero él logró
moldearlo a su antojo. Necesito volver con él. Quiero arrebatarlo de
ese piano donde pasa las noches en compañía de esa mujer inmortal,
tan hermosa como peligrosa, que le hace sentir el amor de la música
en toda su expresión.
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