Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 28 de diciembre de 2014

Mátame

Ellos estarán pronto con nosotros. Como especial, al ser dos años de la página, dejamos estas memorias como aperitivo a lo que ocurrirá en Marzo. 


Lestat de Lioncourt


Cuando lo vi por primera vez me recordó a un niño perdido. De esos que no saben siquiera la calle donde viven. Parecía lleno de cicatrices, aunque no eran físicas. Sus ojos tenían un llamativo tono azulado cargado de miseria, terror y una pizca de esperanza. No parecía querer huir a cualquier lugar, sino encontrar a un vampiro en concreto. He conocido a muchos hermanos, pero ninguno como él. Tenía un físico delgado y un rostro muy delicado. Hubiese jurado que parecía un muñeco de porcelana si no se hubiese movido y comenzado a lloriquear prácticamente en mis brazos. Creí por un momento que era un puto imbécil al dejarme llevar por semejante actitud tan débil, pero luego recordé a mis compañeros ardiendo por doquier allá donde mirara. Lo recordé tan vivamente que tuve miedo. Comprendí que los recuerdos eran terribles y que estaba marcado como si fuera un soldado de guerra. Me sentía gilipollas al quedarme frente a él sin saber bien como actuar.

Decidí llevarlo conmigo. Parecía uno de esos animales perdidos que lo llevas consigo por pena. Era un estúpido llorando en mitad de unos tiempos duros, pero sobre todo me asombraba que tuviese algunos siglos. Su cabello negro caía sobre su rostro aniñado y sus manos se aferraban a mi cuerpo como si fuera su tabla de salvación. Sí, era su jodido bote salvavidas. Sin duda alguna.

Se llamaba Antoine. Poseía un rostro alargado, pero de proporciones perfectas. Sus labios eran carnosos y al sonreír parecían tener un encanto especial. El cabello caía más allá de sus hombros y constantemente lo echaba hacia atrás, como si no quisiera que su mayor poder quedara oculto. ¿Y cuál era? Su mirada. Como he dicho tenía los ojos azules muy penetrantes y te dejaban sin aliento. Cuando empezó a relatarme su historia comprendí todo. Primero el motivo que tenía para encontrar a Lestat y segundo su belleza. Lestat no creaba a vampiros que no tuviesen un encanto casi celestial. Había leído sobre Louis o Nicolas, seres extremadamente hermosos, y tenían ciertos rasgos comunes con Antoine. Quizás era un gusto peculiar por aquellos que viven en medio del dolor, el alcohol y el arte. Tal vez. Aunque no estaba seguro.

Un pianista. Tenía ante mí un músico de aspecto delicado, alma torturada y dolor en cada paso. Derrochaba unos modales que se habían perdido. Parecía distinguido y, por lo tanto, el polo opuesto a un chico que se movía como un gato entre los callejones más turbios. Sus largas y pobladas pestañas se me cautivaban. Era sin duda la obra de un genio. No llegaba a la veintena, del mismo modo que yo jamás alcancé esa gloriosa cifra, y eso le daba un aspecto aniñado tan puro que me enloquecía.

—Gracias por todo—llegó a decir tras calmarse.

Estábamos en un hotel, uno de tantos de Nueva York, donde me escondía de todo y nada. Era una habitación estrecha con un par de mesas minúsculas, una cama doble de sábanas sencillas, un pequeño sofá y una ventana de cortinas que olían a nicotina y sexo. Mi historia había sido sencilla pero trágica. Yo no sabía bien quien me había creado, pero sí que mi compañero había desaparecido del mapa. Extrañaba la compañía de otro y tenerlo a él era un alivio.

—¿Algún día tocarás para mí?—pregunté por preguntar. Deseaba saber como era su música. Sabía que podía ser especialmente tortuosa. Su alma había sufrido el calvario de la soledad, el peso de los siglos de vacío y decepciones. Sus ojos hablaban de lágrimas que eran imposibles de derramar y sus labios parecían temblar en un murmullo silenciado por propio deseo. Era hermoso y parecería un ángel, enviado a los infiernos, para calmar a este demonio despreciable.

—Sí, claro—sonrió. Su primera sonrisa frente a mí iluminó aquella simple y oscura habitación.

La luz de la lámpara cercana quedó pálida, igual que el reflejo del luminoso que penetraba hacia el pequeño salón. De improviso me vi atacando su boca. Y aunque parecía que me rechazaría, no lo hizo. Sus labios se abrieron y sus manos, de dedos finos y largos, se aferraron a mi chaqueta de cuero.

Pronto lo empujé contra el respaldo de aquel sillón. Era de piel barata, de esos que hacen ruido cuando te mueves sobre él. Parecía plástico, como esas bolsas para cádaveres, pero poco importaba. Deseaba arrebatarle su camisa celeste pálida y esos estrechos pantalones vaqueros. Él abrió sus piernas ofreciéndose como una buscona, quizás porque quería olvidar por completo todo lo que habíamos hablado. Se regalaba y yo aceptaba ese regalo encantado. Era como un niño en una mañana de Navidad. De seguro me había portado muy bien, pero que muy bien.

Sentí sus yemas frías en mis sienes, deslizándose hasta mis pómulos, para luego perderse por mi cuello. Su boca se aferraba ansiosa a la mía, su lengua era una daga aviesa y mi entrepierna crecía con sólo ese beso y esas escasas caricias. Comprendí el motivo principal por el cual Lestat le había transformado: sabía tocar melodías indecentes con tan sólo una mirada.

Me miraba de una forma que me caldeaba. Olvidé por completo la situación delicada en la cual nos habíamos conocido. Me perdí por completo en sus ojos y me fundí con mi instinto. Mis uñas, afiladas como garras, despedazaron su ropa mientras él jadeaba bajo y se contoneaba. Sí, sin duda parecía una chica de alterne. Entre su belleza poderosamente andrógina, su juventud conservada y ese nulo atisbo de barba me hacía sentir como estuviera entre las piernas de una mujer.

—Killer—dijo mi nombre, provocando el último chispazo que necesitaba para electrocutar todos mis sentidos.

Me aparté tirando de él, para echarlo al suelo, y me bajé la cremallera sin perder detalle de ese cuerpo esbelto, casi en los huesos, que le daba un aspecto ligeramente enfermizo. Sin embargo, era su constitución. No es que fuera un muerto de hambre por completo cuando encontró la ayuda de Lestat, sus valiosos regalos y extraña compañía. No. Simplemente era de esos hombres con cintura estrecha y suculentos pezones similares a los de una mujer. Tenía ante mí al plato perfecto para devorar cada noche.

Sus piernas se abrieron mientras sus manos se deslizaban por su torso, pellizcándose él mismo los pezones y rasguñándose el vientre, dándole un encanto de estrella porno. Mis pantalones estaban bajados, ya rozaba la hebilla de mi cinturón el suelo, cuando me arrodillé y se la clavé. No tuve piedad. Entré de una buena vez dentro de él como si fuera el cuello de una de mis víctimas y mi pene, algo grueso y ligeramente grande, penetrara con saña la vena con mayor cantidad de sangre. Gemí de placer y él gritó abriendo sus ojos del mismo modo que sus labios.

El movimiento era rudo, casi parecía una bestia salvaje. Sus largas piernas me atrapaban y su espalda se arqueaba. Pronto sentí sus manos aferradas de nuevo a las solapas de mi chaqueta. Mi mano derecha fue a su miembro, para masturbarlo con deseo, mientras que la izquierda sostenía su delicada cintura. Se retorcía peor que una serpiente o una lombriz de tierra. Se agitaba rápido, pero sin perder la elegancia. Era sutil y majestuoso. Jamás tuve un amante como él en mi cama, o en el suelo de un motel barato.

—Así, así... más... más... rompe mi cuerpo y libera mi alma. Saca de mi boca la mejor de las sinfonías—balbuceó con aquel erótico acento francés.

Según me informó era un noble francés, el cual tuvo que exiliarse de París en Louisiana debido a los acontecimientos que ocurrieron en el país. Quedó arruinado y sólo tenía la música como única liberación. Lestat apareció como un mecenas. Se enamoró de la melodía que surgían de sus dedos y yo, en ese momento, me enamoraba de la pecaminosa canción de sus alaridos de placer.

—Claro que sí, eres una zorra de primera—susurré hundiéndome en el lado derecho de su cuello—. Ahora entiendo porque las putas parisinas son las predilectas de todos—dije antes de morderle, sin llegar a drenar ni una gota de su sangre.

Yo era un chico criado en Texas. Delgado, corriente, con un carácter rebelde propio de la época que me había tocado vivir. No era del todo joven, pero sí más joven que Antoine. Sin embargo, yo tenía una pasión que desbordaba más allá del sexo. Él, al parecer, sólo mostraba pasión ante la música y los placeres más bajos. Sin duda, el típico niño bien que habría golpeado hasta la saciedad sólo por diversión.

Nuestros cuerpos se perlaron de sudor sanguinolento, tan típico en seres como nosotros, para luego sentir como un latigazo tiraba de mi vientre, y mis testículos, mientras mi pene latía con fuerza dentro de su estrecha entrada. Él apretaba con desesperación, me buscaba los labios pero no se los ofrecía y finalmente se dejó romper al estallar en lo más profundo de su ser. Sus ojos quedaron en blanco, entrecerrados, mientras su boca se abría casi desencajando su mandíbula. Era el vivo retrato del placer. No tardó en llegar al orgasmo junto a mí.

—Ha estado bien—susurré, entre jadeos, mientras me apartaba el pelo de la cara.

—Oui—su delicada sonrisa me desarmó.

Decidí entonces alejarme, casi trastabillando y cayendo con mis posaderas contra el frío suelo. Él me miraba como un amante satisfecho. Creo que buscaba esa conexión más allá de la carne y la entrega del momento. Se incorporó ligeramente y se aproximó a mí, prácticamente gateando, para robarme un beso tierno de mis labios. La risa nerviosa que escuché en mitad de esa habitación, casi en penumbra, me aterró.

—Quiero buscar a Lestat contigo... —dijo metiendo sus manos bajo mi empapada camiseta.

—Y yo tengo cosas que hacer. Es casi imposible encontrarlo, te lo he dicho—quería alejarme, pero algo me hacía permanecer a su lado. Creo que ese algo era el hechizo de esos ojos tristes, pues tenían una nueva luz. Quizás esperanza o tal vez un motivo por el cual sentirse dichoso.

—No existen los imposibles, Lestat me lo ha demostrado siempre—murmuró—. A todos—añadió.

No sé como demonios pasó, pero volví a besarlo perdiéndome en él. Sus delgados brazos me rodearon los hombros, sus manos acariciaron los cortos cabellos de mi nuca y sus caderas se movieron sutiles. Me provocaba. Me conquistaba. Aquella noche fui preso de sus garras y tocó parte de mi alma. Reconozco que hacía mucho que había endurecido mi corazón, pero él logró moldearlo a su antojo. Necesito volver con él. Quiero arrebatarlo de ese piano donde pasa las noches en compañía de esa mujer inmortal, tan hermosa como peligrosa, que le hace sentir el amor de la música en toda su expresión.


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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt