Un viejo escrito de Nicolas ha llegado a mí... y yo sólo os hago eco de él.
Lestat de Lioncourt
La melodía de ese violín llegó a mí
despertando mi alma. Abrió las alas ocultas que jamás creí poseer.
Me convirtió en un alma errante buscando el pecado que yacía en
cada partitura, ese que se convertía en delicioso manjar en mis
labios. Las lágrimas brotaron, mi nerviosismo aumentó, el pulso
quedó convertido en un sonido intenso de tambores alocados, y
comprendí que me había enamorado de un demonio de cuerdas y arco.
Quise saber tocar para fundir de ese modo mi alma. Durante semanas
practiqué sacando sólo chirridos a mi hermoso amigo. Un amigo que
conseguí por unas monedas, las cuales debían servirme para pagar
cobijo y algo de alimento.
Durante meses viví desahuciado de
techo alguno, caminando por las calles con las ropas sucias y el pelo
desacomodado. Mi padre creía que pagaba por una buena educación en
París, pero su hijo se convirtió en un demonio bohemio
completamente enganchado al Hada Verde y a las partituras apolilladas
que lograba aprender.
Sabía que me despreciaría, odiaría y
me anularía nada más saber que mi alma vibraba con cada roce del
arco sobre las cuerdas. Comprendía su dolor, pero no así la
amargura. Pues había vivido ciego en soledad, náufrago del bien y
no del camino de la libertad, y en esos momentos había encontrado la
salida hacia la felicidad. Sólo era feliz junto al violín. Si
pasaba calamidades no me importaba. Lo único que quería era tocar
el violín aunque fuese un muerto de hambre.
Cuando logré realizar el pizzicato o
el trémolo me sentí vivo. Mis dedos sobre las cuerdas, del mismo
modo que si tocara una hermosa y seductora guitarra, o ese movimiento
rápido del arco arriba y abajo convirtiéndome en un Dios frente a
todos, frente a mí mismo y el reflejo en los charcos, me hacía
sentir en el paraíso. Pero mi mano izquierda, la mano del diablo,
comenzó a moverse arriba y abajo sobre las cuerdas realizando el más
fabuloso gilssando, para luego hacer vibrar los dedos sobre las
cuerdas igual que si fueran las patas de una araña hasta tocar la
parte del arco del arco o el puente. Todos los movimientos fueron
dándose. Mis dedos tenían vida propia. Mi cuerpo se retorcía. El
violín me hablaba y recitaba poemas de amor.
La clave de violín iniciaba las
partituras, pero yo intenté miles de locuras para comenzar a
componer por mi cuenta y riesgo. Me convertí en un bufón, en un
simple músico callejero, y eso me hizo derramar lágrimas de
felicidad. Cuanto más miserable era, menos tenía y más dolor me
llegaba, mejor componía y más libre me sentía. No tenía que dar
explicaciones a nadie. Mi única familia era el violín. Peor tuve
que regresar a ese funesto pueblo y enamorarme de algo que tenía
vida más allá de su cuerpo de madera. Dejé que él me besara, me
atara a su cuerpo y me convirtiera en su músico de cabecera. Dejé
de ser la fulana de la música, para convertirme en la cualquiera de
un noble sin caudales.
«Ámame, hazlo. No pasará nada. Mi
alma será tuya y tuya será la mía. Ambos caminaremos por caminos
más afortunados que estos senderos de barro y mediocridad. Verás la
luz, amor mío, más allá del valle donde se alza el sol.
Conoceremos la libertad, te lo aseguro. La libertad no nos cegará,
el mundo no nos odiará, y podremos decir que estamos por encima del
Bien y del Mal. Créeme. Ámame.»
Debí huir. Debí resistirme. La música
era mi único consuelo y cuando él me dio la espalda, guardando ese
triunfo sobre la muerte, como si fuera únicamente el placer de unos
dioses, dioses que no me deseaban a mí como hijo, enloquecí. Ya no
había consuelo. Él me arrancó las alas como si fuera una mosca. Lo
hizo.
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