Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 8 de diciembre de 2014

Ataduras y latigazos para el alma.

Creo que nunca entenderé bien a estos dos ¿se odian o se mana? ¿Sólo se tienen ganas? Marius y Armand...

Lestat de Lioncourt 


He librado mil batallas conmigo mismo y en todas ellas he perdido, dejando mi mundo en ruinas y miles de lágrimas derramadas en mis mejillas. He intentado saciar el dolor que devora mi alma, pero es un monstruo demasiado sediento. Mi alma sigue quebrada al igual que mis alas, está llena de heridas que el tiempo no cerró ni cerrará, y mis ojos ilusos se han convertido en un oscuro pozo de amargura que ahogan a mis enemigos. Cuando veo mi reflejo me provoco temor. Sólo quería que me él terminara encontrándome, pues hace tiempo que me perdí. La furia anida en mi corazón impulsándome a ser cruel, destrozando a otros hasta convertirlos en cenizas, mientras avanza el deseo más terrible que pueda el mundo conocer. Soy el ángel de la oscuridad, el Peter Pan de una Isla llena de veneno y espinas.

Por eso lo busqué, como quien busca la solución a todos los enigmas en las estrellas muertas. Me convertí de nuevo en estúpida luciérnaga enamorada de un candil. Estábamos en la misma ciudad, Roma, y no me importó buscarlo entre los callejones más antiguos y las plazas más hermosas. Lo hallé en el interior del mítico “Cafe della Pace” cuyas enredaderas parecían el musgo de una vieja y romántica torre de cuento de hadas. Dentro, en completa soledad, él merodeaba a los pocos mortales que aún permanecían degustando infusiones, cafés y unos porciones minúsculos de pastel.

Me arrastré hacia él con la mirada de un cordero y la pose de un ángel recién creado. Tomé asiento frente a sus atentos y frívolos ojos. Llevaba uno de esos exquisitos y caros trajes italianos hechos a medida. Los botones del chaleco eran maravillosos, casi fascinantes, porque poseían cierto encanto igual que los de la chaqueta. El conjunto era azul marino, pero la camisa era roja como la sangre. Sus cabellos dorados caían lánguidamente como una espesa cascada de seda. Las cejas mostraban una frente relajada, sin una sola arruga, y sus pobladas pestañas se cerraban ligeramente en cada pestañeo. Deseaba tocarlo para averiguar si era una visión, un sueño o simplemente capricho del destino. Su sonrisa bondadosa apareció regalándose a este condenado. Él volvía a ser el Maestro y yo el pupilo. Sus grandes manos, siempre ambiciosas y suaves, acariciaron mis mejillas. Fue él quien me tocó y no yo.

—Deseaba hablar contigo, Maestro—sus ojos centellearon cuando escuchó ese apelativo tan íntimo. Hacía tanto tiempo que no los escuchaba de mis labios que quizás le sobrevino algún recuerdo.

—Será un placer oír lo que tengas que decirme—dijo apartando sus manos de mi rostro, para colocarlas sobre la taza de café que aún humeaba.

—Desearía hacerlo en privado—expresé mi petición con cierta urgencia en mis palabras.

—Comprendo.

Con cierta distinción sacó la cartera y dejó un par de billetes sobre la mesa. Era suficiente para ese café. No precisaba más de unos tres euros, pero allí había dos billetes de cinco. Se incorporó acomodando la cartera en el bolsillo interior de su chaqueta, para luego tomar un gabán de cuero que yacía en el respaldo de la silla. Colocó mejor la corbata de seda negra, así como el alfiler que prendía de ésta, para luego enguatar sus manos dejando ocultas sus delgados y elegantes dedos.

Mi ropa era mucho menos clásica, pues opté por algo cómodo y sencillo. Tan sólo llevaba unas zapatillas de deporte blancas con dos rayas laterales celestes, unos jeans oscuros, camisa celeste, bufanda del mismo color y chaqueta de cuero negra con el interior forrado de lana. Parecía su hijo, como en aquellos mágicos tiempos que pasamos juntos, aunque yo me sentía un extraño a su lado.

Mientras caminábamos por la ciudad, sin que yo conociera el destino con certeza, él me rodeó los hombros con su brazo derecho. Ese gesto tan cómplice provocó que olvidara la oscuridad palpitante de mi corazón. Dejé caer mi cabeza contra su costado mientras recordaba las noches de fastuosas celebraciones, con alegres conversaciones bañadas con vino y buena comida, que una vez disfruté en su compañía. Los rostros de mis antiguos compañeros vinieron a mi mente, con sus caras redondas y ojos brillantes. Todos parecían ser ángeles rodeándonos a ambos. Yo me convertí en un traidor y sólo lo hice por salvarme, condenando así mi alma inmortal.

Cruzamos varias plazas, dejando atrás destacados monumentos y emblemáticas construcciones. Seguía sin comprender hacia donde nos dirigíamos, pero en cierto momento me rodeó y nos alzamos por los cielos. Pude sentir sus guantes de cuero rozando sinuante mi nuca, hundiéndose entre mis espesos cabellos pelirrojos, y permitiendo que jadeara pensando que un largo y terrible beso se avecinaba. Sin embargo, sólo me estrechó hacia él con fuerza, como si quisiera fundirse conmigo. Me abracé a él ocultando mi rostro en su torso. Temía caerme por la velocidad que alcanzó nada más sentirse libre de cualquier mirada indiscreta. Al abrir los ojos y sentir el suelo bajo mis pies, de forma firme y segura, vi la vieja ciudad de Venecia. Allí donde todo empezó. Estábamos frente a uno de sus destacados palacios venecianos.

El portón, pesado y tallado con hermosos motivos renacentistas, se abrió sin necesidad de llamar al servicio. Sentía que Baco me miraba con lástima y las enredaderas del marco, tan hermosas, sollozaban por la condena que estaba a punto de aceptar. En su interior todo parecía estar igual que la última vez. Los viejos frescos cubrían gran parte del salón, aunque varios muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Era una casa vacía. Nadie podría oírnos entre sus altos y gruesos muros, frescas estancias y maravillosos objetos ocultos al ojo humano.

Las escaleras de mármol parecían descuidadas, pues el polvo se acumulaba en la barandilla de madera y algunas telarañas, aunque aún diminutas, comenzaban a formarse entre los escalones. Las ventanas permanecían cerradas y las cortinas echadas. La gran alfombra que cubría el hall estaba ligeramente descolorida, aunque seguía igual de hermosa. Las flores de la alfombra aún tenían vida propia aunque la lámpara que colgaba elegantemente del techo, como si fuera una araña de un resistente hilo, no estuviese encendida.

—Acompáñame—ordenó con un tono quedo.

Sabía que me conduciría hacia una de las habitaciones inferiores. No había estado por esos fríos y húmedos pasillos desde hacía varios años. La vivienda no estaba habitada. Él ni siquiera había pedido que la mantuvieran aseada. Pero sabía que seguía usando esos pasillos estrechos, laberínticos y oscuros para sus perversiones. Cierta rabia se apoderó de mí, pero me controlé. Mis celos eran estúpidos, baratos y sencillamente no me harían disfrutar de sus caricias como correspondía.

Me guió por varios pasillos, nos movíamos como las viejas ratas de Santino, y al llegar a una puerta, más parecida al de una celda que al de una estancia confortable, él se detuvo. Ni siquiera había escuchado los motivos por los cuales le había buscado. Sólo había ido allí, junto a mí, esperando que me ofreciera como una virgen en sacrificio.

—Hablaremos después—dijo.

Sus manos enguatadas se desnudaron, para posarse sobre el cierre de mi chaqueta. Mi ropa comenzó a caer a mis pies. No opuse resistencia ya que él me besaba y anulaba cualquier instinto. Sus labios eran pura seda derramándose contra los míos, oprimiendo con fuerza mi boca mientras hundía su lengua. Un par de lágrimas se desplazaron por ambas mejillas, llegando a rozar mi mentón y correr por mi garganta.

Cerré los ojos mientras lo besaba y permanecí de ese modo cuando aquel delicioso momento finalizó. Él se giró abriendo la puerta. Era pesada, de plomo, y tras ella se hallaba un palacio de perversión y belleza. Una ráfaga de aire encendió cada una de las velas, ya fueran las que yacían en el suelo o en candelabros. Me tomó de la mano y tiró de mí, provocando que contemplara fascinado cada rincón.

Las baldosas de ese lugar eran de oro, la cama gigantesca cama que yacía en el centro tenía sábanas de seda roja, los almohadones poseían unos encantadores bordados de hilo de oro y allá donde miraba había objetos con los cuales torturaba a las víctimas de sus juegos. Existían varios diván, también forrados en rojo y de madera pintada con pan de oro, y un par de mesas con látigos y fustas diseminados sobre la elegante superficie. Oro, mármol, madera noble y seda. No existían ventanas, pero había varias cortinas que cubrían los muros de la estancia. No eran muros desnudos, sino que poseían fabulosas visiones del paraíso y el infierno. Dios se asomaba con la belleza y el poder necesaria, señalando a los impuros, mientras que el Demonio sonreía fascinado por la sodomía y los lujuriosos actos humanos. Parecía la cúpula de una iglesia extraña. Los frescos tenían un aire renacentista puro.

La puerta se cerró.

Se marchó hacia una de las mesas, hurgando entre sus cajones, para luego aproximarse hasta donde yo me encontraba. Llevaba un anillo de cuero similar a una soga, el cual reconocí de inmediato. No dudó en colocarlo en mi sexo abarcando mi pene y testículos.

—Maestro...—dije esperando alguna reacción de su parte. Deseaba ver nuevamente esa sonrisa, pero lo que tuve fue un bofetón.

Me obligó a quedar de rodillas tirando de mi pelo, zarandeándome como si no mereciera su amor, para luego apartarse. Sus pasos sobre aquella fría superficie de placas de oro, tan perfectas como grotescas, sonaron firmes. Sin embargo, se detuvo en uno de los diván que allí se encontraba. Sin mostrar cambio alguno en él sacó su miembro de entre sus prendas y me mandó llamar.

Esta vez no cometería fallos. No pronuncié palabra alguna. Me arrastré por el suelo hasta quedar entre sus piernas. El tomó su miembro desde la base y aproximó su glande a mi boca, pero no me penetró. Rozó mis pómulos, carnosos labios y mentón.

—Tengo algo más para ti—su tono de voz era severo, muy varonil. Siempre me había parecido un encantador de serpientes, pues podía manejar sus palabras de forma tan sutil que acababas siendo su esclavo. Mi alma y mi cuerpo le pertenecían cuando sus cuerdas vocales vibraban. Aún soñaba con sus hermosas canciones y poemas, los cuales se perdieron en el tiempo para no volver.

En la mesa no sólo había tomado esa pequeña cuerda, sino que en su bolsillo derecho había ocultado algo más. Era un bozal para abrir mi boca. El aro metálico entró en contacto con mis labios y mis dientes, quedando tras estos, mientras que la correa de cuero rodeó mi cabeza y se adaptó al tamaño de la misma gracias al cierre similar al de una correa. Con delicadeza se desanudó la corbata, la deslizó de entre el cuello de su camisa y la colocó sobre mis ojos. Sus dedos eran hábiles y sutiles.

Pude escuchar como se movía sobre el diván, posiblemente hacia la mesa auxiliar adjunta. Era una mesilla dorada, muy elegante y simple, que poseía un par de bandejas ligeramente despejada de objetos. Sólo había unas sogas rojas, posiblemente tejidas por nuestra amada y desaparecida Maharet, un par de consoladores anales cónicos con el cuello final más estrecho, para que así no pudiesen salirse con facilidad, y que terminaban en cola de animal, así como varias plumas de pavo real y apliques para los pezones.

Mis manos pronto se vieron atadas, con mis brazos a la espalda, y mi entrada, aún estrecha, acabó aceptando de buen agrado uno de los consoladores. Mis pezones sintieron la presión de las pinzas, pero antes él los pellizcó hasta la saciedad. Me dolían. Sin embargo, era un dolor tan placentero que no dudaba en gemir ahogado, porque a penas podía hacerlo con el bozal.

—Mi amor es tortura, Amadeo—pronunció ese nombre que yo ya había olvidado, provocando que un resorte en mí se activara.

De inmediato me tomó de la nuca y me penetró la boca. Él se había incorporado del diván y movía sus caderas enloquecido. Podía notar el cierre del pantalón golpeando mi nariz. Se movía brusco, profundamente y sin consideración. Mi lengua se enroscaba contra su piel sensible, agarrado como podía su miembro. Sus testículos golpeaban rítmicamente mi mentón creando cierta percusión, como si alguien tocase la puerta del infierno. Sus jadeos se expandían por toda la sala, del mismo modo que la luz de las velas. Yo no podía ver su expresión, pero la imaginaba. Sabía que sus ojos fríos eran aún más demandantes y que el placer le sucumbía.

Acabé arrojado al suelo de un bofetón. Mi mejilla ardía cuando logré acariciarla, pero sabía que no sería el último golpe. Se acercó a mí asechando. Escuché la ropa caer cerca de mí, para luego sentir sus dedos recorriendo mi cuerpo. Podía notar las yemas de estos jugando con cada trozo de mi joven musculatura.

Decidió cambiar de bozal. Acabé con el típico de una bola que me evitaba hablar, morder o gemir. Me sentía anulado, pero no desafortunado. Sabía que era un juego terrible a la vida de cualquiera. Los ojos comunes se escandalizarían por el trato, pero yo estaba deseando sentir la fusta y el látigo. De hecho, después de saborear y merodear mi figura, pude sentir el primer latigazo.

Escuchaba con atención cada movimiento de este cortando el aire, la exclamación de placer que brotaba de sus labios, el ligero temblor de mis carnes por el impacto y la sangre salpicando el suelo. Todo era magia. Una magia perversa que me alejaba de cualquier dolor encerrándome en una torre de placer, satisfacción y lujuria. Cada latigazo me hacía arquear la espalda logrando que mi alma se retorciera de placer.

De una patada me giró logrando que mis cabellos, que comenzaban a pegarse por la sangre y el sudor sanguinolento, cayeran desparramados sobre el suelo. Mi torso quedó frente a él, mis piernas estaban arqueadas y mi miembro palpitaba sin poder llegar al brutal orgasmo que él me estaba provocando. Sin mediar palabra me lanzó la cera de varias velas cercanas, no sin antes ofrecerteme nuevos azotes. El látigo se hundía en mis carnes duras. Era una estatua de mármol lacerada y ajada por el tiempo, o al menos eso parecía. Mi piel nívea estaba salpicada por el sudor, los surcos de los latigazos y las gotas que se expandían de las heridas antes de comenzar a cicatrizarse.

Cuando los latigazos acabaron vinieron las mordidas. Una de ellas provocó que perdiera parte de la carne de mi muslo derecho. Después, con toda su fuerza bruta, me agarró de las caderas, sacó el juguete y me penetró. Sin embargo, descubrí entonces algo que me escandalizó y a la vez me hizo morir de placer. Llevaba puesto un cinturón especial que le aportaba un segundo miembro. Él me estaba regalando una doble penetración. Mi cuerpo entero tembló estallando en una brutal ola de deseo. Si bien no podía gritar, ver o arañar. Sólo podía sentir. Lloraba empapando su corbata, mis cabellos largos, como los de un ángel, rozaban mi torso y rostro completamente empapados y mis caderas, con los huesos fracturados por culpa de su brutal agarre, se movían a duras penas mientras él me taladraba sin peso en su conciencia.

En cierto momento se compadeció y me quitó la mordaza, así como de la venda improvisada que cubría mis ojos, logrando que mis gemidos agudos, casi como los de una mujer, cantaran su nombre repetidas veces. Mis ojos se aferraron a los suyos. Eran fascinantes. Poseía la mirada Diablo, pues hechizaba con su poder. Me sentía en medio de un jardín paradisíaco donde Dios era el más retorcido de sus hijos y el pecado era virtud.

Acabó incorporándome, tomándome del pelo con fuerza, para dejarme nuevamente arrodillado. Se liberó del cinturón y se masturbó frente a mí. Un chorro cálido de esperma bañó mi rostro cayendo parcialmente en mi boca abierta, como si fuese un delicioso manjar, mientras le miraba completamente subyugado.

—Libérame—balbuceé.

Él se inclinó lamiendo parte de su esperma y me lo ofreció. De ese modo calló mis súplicas mientras desataba mis manos. No tardé en rodear su cuello con mis manos, hundiendo mis uñas en su espalda ancha y dura. Sus dedos, largos y ligeramente fríos, desataron mi pene y me ayudó a llegar a una poderosa eyaculación. El suelo quedó salpicado, igual que mi vientre y el suyo. Ambos de rodillas, uno frente al otro, besándonos como dos amantes entregados me hizo olvidar todos los reproches, el rencor y la soledad que seguía anidando en mi corazón. El mismo dolor que perforaba mi alma.

—¿Me amas?—logré decir exhausto. Mi cuerpo parecía el de un muchacho débil, casi enfermizo, que era incapaz de mover con coordinación sus miembros. Caí sobre su torso, mucho más ancho y musculoso que el mío, notando ese dulzón aroma que siempre poseía gracias a sus perfumes y esencias.

—Podría decirse que sí—dijo arrancándome parte de mi corazón. Sus palabras crueles volvían como si el látigo aún siguiera sonando—, pues por algo acepto tu compañía e imploro tu perdón en cada encuentro. Mis celos son terribles, Amadeo—volvió a llamarme como cuando era sólo un niño en sus brazos. Sus labios se posaron sobre los míos y un beso fiero me hizo perderme otra vez.


Sí, me amaba. A su modo me amaba.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt