Creo que nunca entenderé bien a estos dos ¿se odian o se mana? ¿Sólo se tienen ganas? Marius y Armand...
Lestat de Lioncourt
He librado mil batallas conmigo mismo y
en todas ellas he perdido, dejando mi mundo en ruinas y miles de
lágrimas derramadas en mis mejillas. He intentado saciar el dolor
que devora mi alma, pero es un monstruo demasiado sediento. Mi alma
sigue quebrada al igual que mis alas, está llena de heridas que el
tiempo no cerró ni cerrará, y mis ojos ilusos se han convertido en
un oscuro pozo de amargura que ahogan a mis enemigos. Cuando veo mi
reflejo me provoco temor. Sólo quería que me él terminara
encontrándome, pues hace tiempo que me perdí. La furia anida en mi
corazón impulsándome a ser cruel, destrozando a otros hasta
convertirlos en cenizas, mientras avanza el deseo más terrible que
pueda el mundo conocer. Soy el ángel de la oscuridad, el Peter Pan
de una Isla llena de veneno y espinas.
Por eso lo busqué, como quien busca la
solución a todos los enigmas en las estrellas muertas. Me convertí
de nuevo en estúpida luciérnaga enamorada de un candil. Estábamos
en la misma ciudad, Roma, y no me importó buscarlo entre los
callejones más antiguos y las plazas más hermosas. Lo hallé en el
interior del mítico “Cafe della Pace” cuyas enredaderas parecían
el musgo de una vieja y romántica torre de cuento de hadas. Dentro,
en completa soledad, él merodeaba a los pocos mortales que aún
permanecían degustando infusiones, cafés y unos porciones
minúsculos de pastel.
Me arrastré hacia él con la mirada de
un cordero y la pose de un ángel recién creado. Tomé asiento
frente a sus atentos y frívolos ojos. Llevaba uno de esos exquisitos
y caros trajes italianos hechos a medida. Los botones del chaleco
eran maravillosos, casi fascinantes, porque poseían cierto encanto
igual que los de la chaqueta. El conjunto era azul marino, pero la
camisa era roja como la sangre. Sus cabellos dorados caían
lánguidamente como una espesa cascada de seda. Las cejas mostraban
una frente relajada, sin una sola arruga, y sus pobladas pestañas se
cerraban ligeramente en cada pestañeo. Deseaba tocarlo para
averiguar si era una visión, un sueño o simplemente capricho del
destino. Su sonrisa bondadosa apareció regalándose a este
condenado. Él volvía a ser el Maestro y yo el pupilo. Sus grandes
manos, siempre ambiciosas y suaves, acariciaron mis mejillas. Fue él
quien me tocó y no yo.
—Deseaba hablar contigo, Maestro—sus
ojos centellearon cuando escuchó ese apelativo tan íntimo. Hacía
tanto tiempo que no los escuchaba de mis labios que quizás le
sobrevino algún recuerdo.
—Será un placer oír lo que tengas
que decirme—dijo apartando sus manos de mi rostro, para colocarlas
sobre la taza de café que aún humeaba.
—Desearía hacerlo en privado—expresé
mi petición con cierta urgencia en mis palabras.
—Comprendo.
Con cierta distinción sacó la cartera
y dejó un par de billetes sobre la mesa. Era suficiente para ese
café. No precisaba más de unos tres euros, pero allí había dos
billetes de cinco. Se incorporó acomodando la cartera en el bolsillo
interior de su chaqueta, para luego tomar un gabán de cuero que
yacía en el respaldo de la silla. Colocó mejor la corbata de seda
negra, así como el alfiler que prendía de ésta, para luego
enguatar sus manos dejando ocultas sus delgados y elegantes dedos.
Mi ropa era mucho menos clásica, pues
opté por algo cómodo y sencillo. Tan sólo llevaba unas zapatillas
de deporte blancas con dos rayas laterales celestes, unos jeans
oscuros, camisa celeste, bufanda del mismo color y chaqueta de cuero
negra con el interior forrado de lana. Parecía su hijo, como en
aquellos mágicos tiempos que pasamos juntos, aunque yo me sentía un
extraño a su lado.
Mientras caminábamos por la ciudad,
sin que yo conociera el destino con certeza, él me rodeó los
hombros con su brazo derecho. Ese gesto tan cómplice provocó que
olvidara la oscuridad palpitante de mi corazón. Dejé caer mi cabeza
contra su costado mientras recordaba las noches de fastuosas
celebraciones, con alegres conversaciones bañadas con vino y buena
comida, que una vez disfruté en su compañía. Los rostros de mis
antiguos compañeros vinieron a mi mente, con sus caras redondas y
ojos brillantes. Todos parecían ser ángeles rodeándonos a ambos.
Yo me convertí en un traidor y sólo lo hice por salvarme,
condenando así mi alma inmortal.
Cruzamos varias plazas, dejando atrás
destacados monumentos y emblemáticas construcciones. Seguía sin
comprender hacia donde nos dirigíamos, pero en cierto momento me
rodeó y nos alzamos por los cielos. Pude sentir sus guantes de cuero
rozando sinuante mi nuca, hundiéndose entre mis espesos cabellos
pelirrojos, y permitiendo que jadeara pensando que un largo y
terrible beso se avecinaba. Sin embargo, sólo me estrechó hacia él
con fuerza, como si quisiera fundirse conmigo. Me abracé a él
ocultando mi rostro en su torso. Temía caerme por la velocidad que
alcanzó nada más sentirse libre de cualquier mirada indiscreta. Al
abrir los ojos y sentir el suelo bajo mis pies, de forma firme y
segura, vi la vieja ciudad de Venecia. Allí donde todo empezó.
Estábamos frente a uno de sus destacados palacios venecianos.
El portón, pesado y tallado con
hermosos motivos renacentistas, se abrió sin necesidad de llamar al
servicio. Sentía que Baco me miraba con lástima y las enredaderas
del marco, tan hermosas, sollozaban por la condena que estaba a punto
de aceptar. En su interior todo parecía estar igual que la última
vez. Los viejos frescos cubrían gran parte del salón, aunque varios
muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Era una casa vacía.
Nadie podría oírnos entre sus altos y gruesos muros, frescas
estancias y maravillosos objetos ocultos al ojo humano.
Las escaleras de mármol parecían
descuidadas, pues el polvo se acumulaba en la barandilla de madera y
algunas telarañas, aunque aún diminutas, comenzaban a formarse
entre los escalones. Las ventanas permanecían cerradas y las
cortinas echadas. La gran alfombra que cubría el hall estaba
ligeramente descolorida, aunque seguía igual de hermosa. Las flores
de la alfombra aún tenían vida propia aunque la lámpara que
colgaba elegantemente del techo, como si fuera una araña de un
resistente hilo, no estuviese encendida.
—Acompáñame—ordenó con un tono
quedo.
Sabía que me conduciría hacia una de
las habitaciones inferiores. No había estado por esos fríos y
húmedos pasillos desde hacía varios años. La vivienda no estaba
habitada. Él ni siquiera había pedido que la mantuvieran aseada.
Pero sabía que seguía usando esos pasillos estrechos, laberínticos
y oscuros para sus perversiones. Cierta rabia se apoderó de mí,
pero me controlé. Mis celos eran estúpidos, baratos y sencillamente
no me harían disfrutar de sus caricias como correspondía.
Me guió por varios pasillos, nos
movíamos como las viejas ratas de Santino, y al llegar a una puerta,
más parecida al de una celda que al de una estancia confortable, él
se detuvo. Ni siquiera había escuchado los motivos por los cuales le
había buscado. Sólo había ido allí, junto a mí, esperando que me
ofreciera como una virgen en sacrificio.
—Hablaremos después—dijo.
Sus manos enguatadas se desnudaron,
para posarse sobre el cierre de mi chaqueta. Mi ropa comenzó a caer
a mis pies. No opuse resistencia ya que él me besaba y anulaba
cualquier instinto. Sus labios eran pura seda derramándose contra
los míos, oprimiendo con fuerza mi boca mientras hundía su lengua.
Un par de lágrimas se desplazaron por ambas mejillas, llegando a
rozar mi mentón y correr por mi garganta.
Cerré los ojos mientras lo besaba y
permanecí de ese modo cuando aquel delicioso momento finalizó. Él
se giró abriendo la puerta. Era pesada, de plomo, y tras ella se
hallaba un palacio de perversión y belleza. Una ráfaga de aire
encendió cada una de las velas, ya fueran las que yacían en el
suelo o en candelabros. Me tomó de la mano y tiró de mí,
provocando que contemplara fascinado cada rincón.
Las baldosas de ese lugar eran de oro,
la cama gigantesca cama que yacía en el centro tenía sábanas de
seda roja, los almohadones poseían unos encantadores bordados de
hilo de oro y allá donde miraba había objetos con los cuales
torturaba a las víctimas de sus juegos. Existían varios diván,
también forrados en rojo y de madera pintada con pan de oro, y un
par de mesas con látigos y fustas diseminados sobre la elegante
superficie. Oro, mármol, madera noble y seda. No existían ventanas,
pero había varias cortinas que cubrían los muros de la estancia. No
eran muros desnudos, sino que poseían fabulosas visiones del paraíso
y el infierno. Dios se asomaba con la belleza y el poder necesaria,
señalando a los impuros, mientras que el Demonio sonreía fascinado
por la sodomía y los lujuriosos actos humanos. Parecía la cúpula
de una iglesia extraña. Los frescos tenían un aire renacentista
puro.
La puerta se cerró.
Se marchó hacia una de las mesas,
hurgando entre sus cajones, para luego aproximarse hasta donde yo me
encontraba. Llevaba un anillo de cuero similar a una soga, el cual
reconocí de inmediato. No dudó en colocarlo en mi sexo abarcando mi
pene y testículos.
—Maestro...—dije esperando alguna
reacción de su parte. Deseaba ver nuevamente esa sonrisa, pero lo
que tuve fue un bofetón.
Me obligó a quedar de rodillas tirando
de mi pelo, zarandeándome como si no mereciera su amor, para luego
apartarse. Sus pasos sobre aquella fría superficie de placas de oro,
tan perfectas como grotescas, sonaron firmes. Sin embargo, se detuvo
en uno de los diván que allí se encontraba. Sin mostrar cambio
alguno en él sacó su miembro de entre sus prendas y me mandó
llamar.
Esta vez no cometería fallos. No
pronuncié palabra alguna. Me arrastré por el suelo hasta quedar
entre sus piernas. El tomó su miembro desde la base y aproximó su
glande a mi boca, pero no me penetró. Rozó mis pómulos, carnosos
labios y mentón.
—Tengo algo más para ti—su tono de
voz era severo, muy varonil. Siempre me había parecido un encantador
de serpientes, pues podía manejar sus palabras de forma tan sutil
que acababas siendo su esclavo. Mi alma y mi cuerpo le pertenecían
cuando sus cuerdas vocales vibraban. Aún soñaba con sus hermosas
canciones y poemas, los cuales se perdieron en el tiempo para no
volver.
En la mesa no sólo había tomado esa
pequeña cuerda, sino que en su bolsillo derecho había ocultado algo
más. Era un bozal para abrir mi boca. El aro metálico entró en
contacto con mis labios y mis dientes, quedando tras estos, mientras
que la correa de cuero rodeó mi cabeza y se adaptó al tamaño de la
misma gracias al cierre similar al de una correa. Con delicadeza se
desanudó la corbata, la deslizó de entre el cuello de su camisa y
la colocó sobre mis ojos. Sus dedos eran hábiles y sutiles.
Pude escuchar como se movía sobre el
diván, posiblemente hacia la mesa auxiliar adjunta. Era una mesilla
dorada, muy elegante y simple, que poseía un par de bandejas
ligeramente despejada de objetos. Sólo había unas sogas rojas,
posiblemente tejidas por nuestra amada y desaparecida Maharet, un par
de consoladores anales cónicos con el cuello final más estrecho,
para que así no pudiesen salirse con facilidad, y que terminaban en
cola de animal, así como varias plumas de pavo real y apliques para
los pezones.
Mis manos pronto se vieron atadas, con
mis brazos a la espalda, y mi entrada, aún estrecha, acabó
aceptando de buen agrado uno de los consoladores. Mis pezones
sintieron la presión de las pinzas, pero antes él los pellizcó
hasta la saciedad. Me dolían. Sin embargo, era un dolor tan
placentero que no dudaba en gemir ahogado, porque a penas podía
hacerlo con el bozal.
—Mi amor es tortura, Amadeo—pronunció
ese nombre que yo ya había olvidado, provocando que un resorte en mí
se activara.
De inmediato me tomó de la nuca y me
penetró la boca. Él se había incorporado del diván y movía sus
caderas enloquecido. Podía notar el cierre del pantalón golpeando
mi nariz. Se movía brusco, profundamente y sin consideración. Mi
lengua se enroscaba contra su piel sensible, agarrado como podía su
miembro. Sus testículos golpeaban rítmicamente mi mentón creando
cierta percusión, como si alguien tocase la puerta del infierno. Sus
jadeos se expandían por toda la sala, del mismo modo que la luz de
las velas. Yo no podía ver su expresión, pero la imaginaba. Sabía
que sus ojos fríos eran aún más demandantes y que el placer le
sucumbía.
Acabé arrojado al suelo de un bofetón.
Mi mejilla ardía cuando logré acariciarla, pero sabía que no sería
el último golpe. Se acercó a mí asechando. Escuché la ropa caer
cerca de mí, para luego sentir sus dedos recorriendo mi cuerpo.
Podía notar las yemas de estos jugando con cada trozo de mi joven
musculatura.
Decidió cambiar de bozal. Acabé con
el típico de una bola que me evitaba hablar, morder o gemir. Me
sentía anulado, pero no desafortunado. Sabía que era un juego
terrible a la vida de cualquiera. Los ojos comunes se escandalizarían
por el trato, pero yo estaba deseando sentir la fusta y el látigo.
De hecho, después de saborear y merodear mi figura, pude sentir el
primer latigazo.
Escuchaba con atención cada movimiento
de este cortando el aire, la exclamación de placer que brotaba de
sus labios, el ligero temblor de mis carnes por el impacto y la
sangre salpicando el suelo. Todo era magia. Una magia perversa que me
alejaba de cualquier dolor encerrándome en una torre de placer,
satisfacción y lujuria. Cada latigazo me hacía arquear la espalda
logrando que mi alma se retorciera de placer.
De una patada me giró logrando que mis
cabellos, que comenzaban a pegarse por la sangre y el sudor
sanguinolento, cayeran desparramados sobre el suelo. Mi torso quedó
frente a él, mis piernas estaban arqueadas y mi miembro palpitaba
sin poder llegar al brutal orgasmo que él me estaba provocando. Sin
mediar palabra me lanzó la cera de varias velas cercanas, no sin
antes ofrecerteme nuevos azotes. El látigo se hundía en mis carnes
duras. Era una estatua de mármol lacerada y ajada por el tiempo, o
al menos eso parecía. Mi piel nívea estaba salpicada por el sudor,
los surcos de los latigazos y las gotas que se expandían de las
heridas antes de comenzar a cicatrizarse.
Cuando los latigazos acabaron vinieron
las mordidas. Una de ellas provocó que perdiera parte de la carne de
mi muslo derecho. Después, con toda su fuerza bruta, me agarró de
las caderas, sacó el juguete y me penetró. Sin embargo, descubrí
entonces algo que me escandalizó y a la vez me hizo morir de placer.
Llevaba puesto un cinturón especial que le aportaba un segundo
miembro. Él me estaba regalando una doble penetración. Mi cuerpo
entero tembló estallando en una brutal ola de deseo. Si bien no
podía gritar, ver o arañar. Sólo podía sentir. Lloraba empapando
su corbata, mis cabellos largos, como los de un ángel, rozaban mi
torso y rostro completamente empapados y mis caderas, con los huesos
fracturados por culpa de su brutal agarre, se movían a duras penas
mientras él me taladraba sin peso en su conciencia.
En cierto momento se compadeció y me
quitó la mordaza, así como de la venda improvisada que cubría mis
ojos, logrando que mis gemidos agudos, casi como los de una mujer,
cantaran su nombre repetidas veces. Mis ojos se aferraron a los
suyos. Eran fascinantes. Poseía la mirada Diablo, pues hechizaba con
su poder. Me sentía en medio de un jardín paradisíaco donde Dios
era el más retorcido de sus hijos y el pecado era virtud.
Acabó incorporándome, tomándome del
pelo con fuerza, para dejarme nuevamente arrodillado. Se liberó del
cinturón y se masturbó frente a mí. Un chorro cálido de esperma
bañó mi rostro cayendo parcialmente en mi boca abierta, como si
fuese un delicioso manjar, mientras le miraba completamente
subyugado.
—Libérame—balbuceé.
Él se inclinó lamiendo parte de su
esperma y me lo ofreció. De ese modo calló mis súplicas mientras
desataba mis manos. No tardé en rodear su cuello con mis manos,
hundiendo mis uñas en su espalda ancha y dura. Sus dedos, largos y
ligeramente fríos, desataron mi pene y me ayudó a llegar a una
poderosa eyaculación. El suelo quedó salpicado, igual que mi
vientre y el suyo. Ambos de rodillas, uno frente al otro, besándonos
como dos amantes entregados me hizo olvidar todos los reproches, el
rencor y la soledad que seguía anidando en mi corazón. El mismo
dolor que perforaba mi alma.
—¿Me amas?—logré decir exhausto.
Mi cuerpo parecía el de un muchacho débil, casi enfermizo, que era
incapaz de mover con coordinación sus miembros. Caí sobre su torso,
mucho más ancho y musculoso que el mío, notando ese dulzón aroma
que siempre poseía gracias a sus perfumes y esencias.
—Podría decirse que sí—dijo
arrancándome parte de mi corazón. Sus palabras crueles volvían
como si el látigo aún siguiera sonando—, pues por algo acepto tu
compañía e imploro tu perdón en cada encuentro. Mis celos son
terribles, Amadeo—volvió a llamarme como cuando era sólo un niño
en sus brazos. Sus labios se posaron sobre los míos y un beso fiero
me hizo perderme otra vez.
Sí, me amaba. A su modo me amaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario