Manfred y Arion son una pareja de jugadores extraña... Pobre Petronia que los aguanta.
Lestat de Lioncourt
—¿Has escuchado las
noticias?—preguntó moviendo uno de los peones, adelantando dos
casillas, para abrir la partida.
—¿Cuál de todas?—respondió con
calma mientras merodeaba con sus ojos el tablero. Debía sacar su
peón, el primero de todos, ¿pero cuál? Decidió dejar libre uno de
los caballos sonriendo ligeramente.
Manfred acarició con delicadeza el
peón de blanco marfil adelantándolo junto a su compañero, dejando
así libres los movimientos del alfil y la reina. Arion esperaba una
respuesta sobre las noticias. Una de esas alegres que alimentaran su
alma y alejaran la voz que le rogaba matar a los más jóvenes, a
vampiros que sólo habían visto un par de noches.
—Al parecer los camafeos están de
moda—explicó—. Una de las firmas de moda parisinas, de alta
costura, ha decidido incluirlos como el culmen de la perfección.
Petronia y tú vais a tener trabajo.
Arion movió otro de sus peones y tras
varios movimientos, con una larga pausa llena de miradas y nulas
palabras, dos peones negros habían sido eliminados mientras un alfil
y un peón blancos aguardaban fuera del tablero.
—Es posible—respondió echándose a
reír—. Más trabajo significa más entretenimiento. Necesito
entretenerme, amigo—susurró.
La partida prosiguió mientras los
peones iban cayendo, igual que las torres, los caballos y los
alfiles. Los reyes quedaron prácticamente solos, esperando luchar
por sí mismos, cuando Arion se incorporó y caminó hacia el balcón.
Petronia hacía días que no había
dado señales de vida, cosa que le preocupaba enormemente, y era lo
que desconcentraba al vampiro. Ella, su compañera, era el principal
motivo por el cual se quedó en Nápoles, cerca de la gran tragedia
que los unió, porque era como un símbolo del amor que no podía
derrocar ni un volcán en erupción. Esperaba volver a verla, abrir
sus brazos y estrecharla.
—¡Arion! ¡Vuelve! ¡La partida está
interesante!—exclamó Manfred, aunque él no le escuchaba.
«Mátalo.» un susurró se clavó en
su cerebro, envenenando su alma. «Si lo matas... quizás ella
vuelva. Tal vez se fue por su culpa.» masculló aquel cretino. Él
esbozó una sonrisa, se giró ligeramente hacia donde se encontraba
su compañero y negó suavemente. No. No lo mataría. Mejor se
alejaría de él realizando un nuevo camafeo.
—Tengo una idea, discúlpame—dijo
dirigiéndose a la puerta apresuradamente—. Petronia quizás no
vuelva en unas noches y deseo tener una nueva gama de camafeos. Ya
sabes cuanto ama esas joyas.
—¡Vaya!—dijo levantándose—.
¡Justo cuando voy ganando.
«Estúpido...»
Sus pasos fueron rápidos. Cada baldosa
blanca y negra que superaba era un reto. Cuando entró en el estudio
cerró con llave y puso la música de Vivaldi tan alta que retumbaba
por toda la galería. Sus ojos oscuros se movieron rápidos y sus
manos diestras. Se sentó en su pequeño taller y comenzó a crear,
concentrándose en cada detalle, para no escuchar esa voz. Esa
maldita voz.
Pensaba en ella. En aquella sonrisa
dulce que sólo le regalaba en privado. Sus manos delicadas, tan
suaves, moviéndose por su rostro del mismo modo que por las conchas.
Esos ojos profundos, llenos de dolor y franqueza, hablándole en
silencio. Pensó en la mujer que amaba y en los camafeos que los
unía. La voz desapareció...
No hay comentarios:
Publicar un comentario