Santino rememora el haber conocido a la mujer que le hizo cambiar. Y es que tenía que ser ella: Pandora.
Lestat de Lioncourt
Jamás me había contenido tanto ante
una mujer. Sentí que cometía el peor de los errores cuando ella
posó sus ojos sobre mis túnicas raídas. Me convertí en un bufón
de la corte, en un ser vilipendiado, en un demonio con los cuernos
desgastados y los sueños tan rotos como miserables. El camino que
había comenzado se quedó torcido, humillado y casi derrumbado.
Su fuerza era similar a la de mil
hombres y la contenía con una elegancia impropia de una dama común.
Ella había recorrido el mundo, visto debacles terribles, tomado la
justicia por sus propias manos, contemplado la faz de la madre de
todos y aprendido de sí misma mientras arrastraba su pesar. No se
hundía. Era como un corcho en un mar revuelto. Sobrevivía con
firmeza. Era mágica.
Vi en ella la bondad más absoluta y la
maldad más terrible. Rompió todas mis cadenas y me dejó desnudo,
con el alma rota y el corazón destrozado. Me enamoré de ella, perdí
mi fe y entonces entendí que había amado siempre el sueño de la
compañía de un igual. Amé con fuerzas a Armand, fue mi tesoro y mi
guerrero. Convertí a un muchacho débil en un criminal sin corazón,
en parte del ritual sagrado que creí que era correcto, pero ella me
demostró que sólo envenené su alma. Losa tras losa convertí mi
lápida de dolor en un panteón.
Lloré amargamente cuando me rechazó.
Vi en sus palabras el testimonio de un espejo que no quería
contemplar. Me quedé atónito ante la verdad. Quise huir, pero ya
era tarde. Tantos siglos convertido en un criminal pasan factura. Las
reglas las había impuesto, si bien no eran decentes ni exactas. Las
verdaderas normas eran contrarias a las mías. Nadie me profetizó mi
caída, pero supe que ella me arrastraría al calvario.
Ella era Pandora. La diosa Pandora. La
mujer vampiro que me hizo amarla para entender cuan equivocado
estaba.
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