Armand se deja guiar por el amor de Sybelle, un amor que sin duda es correspondido. ¡Al fin alguien le quiere tal como él necesita! Así nos deja en paz a los demás...
Lestat de Lioncourt
Ella se convirtió en la luz que tanto
esperaba. Era el motivo por el cual deseaba ser bueno. Mis pecados lo
lavé con la muerte de su hermano. Ascendí a los cielos, vi a mi
madre y a mis hermanos, mientras mis colmillos, en la tierra inmunda
donde siempre he permanecido, se clavaban en la carótida de aquel
desalmado. Era un desagradecido que mantenía secuestrada su música,
como si aquella habitación de hotel fuese una caja musical, donde un
ángel de cabellos oscuros aguardaba un milagro. Yo fui el milagro.
He amado a esa mujer desde el primer
momento. Hacía mucho que mis ojos no se posaban en una imagen tan
delicada, bondadosa y sumisa en ciertos aspectos. Sumisa porque era
dulce y bondadosa como una madre, pero realmente tenía la fuerza de
mil inviernos y el coraje de millones de guerreros. Las apariencias
engañas. Ella era mi Wendy y yo era el Peter Pan que no sólo quiso
robarle el beso con un dedal, sino que aprendió a dejar caricias
sutiles en su cuerpo y rodear su alma con codicia.
De Shakespeare he aprendido que el amor
puede ser dramático, pero fuerte. Quizás nos arrastre a cometer
pecados terribles, los cuales terminan siendo parte de nuestras almas
y las pesadas cadenas que arrastramos por este mundo. El amor que yo
le profeso no tiene nada de Shakespeare, pero sí mucho de poema
convertido en salmos y canciones de coro de iglesia. Puedo escuchar a
los ángeles entonar salves a su belleza, mientras miles de pétalos
caen sobre los dorados campos de trigo de su cabeza y rozan las
nieves cálidas de sus pechos bien formados.
La contemplo cada noche. Ella me sonríe
con una dulzura que desconocía en las mujeres actuales. Mueve sus
dedos sobre la tapa del piano, comienza a tocar y deja que el dragón
se coma a la princesa. Se convierte en bestia frente a mis ojos, pero
sin dejar de ser una sirena. Cuando acaba ríe, se levanta y me
abraza besando mis mejillas arrobadas por la pasión que ella desata.
Puedo sentir su aroma de mujer muy próximo a mí y, así como, la
calidez de su frío cuerpo, a punto de pedirle cazar una víctima en
las calles neoyorquinas que tanto amamos.
Me enloquece. El saber que me ama me
enloquece. Ver sus enormes ojos clavados en los míos, observándome
como si fuera un chiquillo al cual amar indecentemente, me destroza.
He comprendido que puedo amar todavía gracias a ella y al ángel
guardián que siempre la vela, que es mi hermoso beduino. Ambos son
mis puntos débiles. Ellos lo saben. Saben bien que no sabría
sobrevivir sin ellos, pues me han mostrado la calidez que ya no
existía para mí.
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