Pandora... tan apasionada. Me pregunto si Marius sabía esto y por eso odiaba a Flavius...
Lestat de Lioncourt
No puedo olvidar sus brazos rodeándome,
haciéndome sentir mujer con sus caricias y sus besos. Aquellos
poemas inocentes en sus labios parecían encender en mí un fuego que
nadie supo encender jamás. Un fuego que ardía cada noche y me
consumía con fervor. Él, que con sus enormes ojos oscuros me
escrutaban con cariño, parecía perderse en la jungla de mis dedos
cuando jugaban con sus cabellos. Cada mechón era sin duda alguna un
trozo de tela preciada. Parecía seda. Él por completo parecía un
dios esculpido en mármol, pero con el toque suave de la seda y el
calor de la carne.
Besé en más de una ocasión aquellos
suculentos labios. Me perdí en su lengua y olvidé por completo la
decencia. Mis piernas se enredaron con las suyas y mis pechos se
pegaron a su torso. Podía sentirme sin ropa bajo las sábanas de
lino. Él, que era sólo un esclavo, me convirtió en su prisionera
cada noche. Sentía su cuerpo temblar, emocionarse como un niño, por
cada muestra de amor que yo convertía en veneno de placer.
Jamás me consideré una mujer
seductora, pero podía ver en sus ojos la dicha que sentía al
tenerme cerca. Él no movía un dedo por conquistarme, aunque sí
hacía todo lo posible por cumplir mis caprichos. Y él era mi mayor
capricho. Flavius era sin duda el capricho de cualquier mujer, pues
todas deseamos a un hombre que las haga sentir una hembra, un ser
salvaje, sobre un colchón en mitad de la noche.
Buscaba con indómita necesidad su
miembro entre sus piernas, tomándolo entre mis manos, mientras él
intentaba poner cualquier excusa. Sin embargo, mis deseos eran
órdenes. Se veía sometido a mi necesidad y al amor que me
profesaba. Sus labios se volvían fuego y mi boca era la mejor pira
para ser encendida. Mis piernas rodeaban las suyas, apretando mis
mulos entorno a sus caderas, y mis mejores movimientos eran como los
de una serpiente. Él podía sentir mis uñas arañando su torso
marcado y yo podía notar su apetito de hombre, un apetito que sólo
mostraba conmigo porque lo llevaba al límite.
Y cuando acabábamos ya no existían
pesadillas, ni mundos tortuosos y, por supuesto, la agónica soledad
desaparecía. Sólo quedaba nuestro sudor, su flequillo revuelto y
mis ganas de tenerlo por siempre secuestrado ante mi mandato. En
ocasiones me odié por ello, por obligarlo a darme más de lo que
estaba permitido por sus necesidades, pero después lo veía dormido
a mi lado y sentía la impúdica necesidad de repetir mi crimen a la
noche siguiente.
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