La pregunta de Mael es la pregunta de todos... creo...
Lestat de Lioncourt
Salvaje. Me han tachado de salvaje.
Muchas veces he escuchado esa palabra mientras caminaba a su lado.
Soy un salvaje, un pobre diablo, un idiota, un cegado e iluminado por
una fe vacía y una cultura carente de interés. Sin embargo, su
pueblo, tomó varias de mis costumbres y las hizo suyas, aplastó los
bastos bosques donde vivíamos en armonía con la naturaleza y no
respetó aquello que nosotros amábamos. ¿Quienes son los salvajes?
Para ellos todos son salvajes, ingratos, poco elocuentes y estúpidos.
Todo lo que no sea su conocimiento, su verdad, su poder y su orgullo
es vacío, es veneno o simplemente no sirve.
Cuando le vi por primera vez a los ojos
vi la luz de mi pueblo. Pude contemplar al hijo de una de nuestras
mujeres. Mujeres fuertes, bravas y locuaces muy distintas a las
habituales. No eran sumisas, jamás lo fueron. Ellas, nuestras
guerreras, eran madres, agricultoras y también tomaban las armas si
era necesario. Pero ellas, las mujeres que daban luz en sus tierras,
estaban postergadas a la sombra. Él había sido criado como un
patricio, siendo hijo de un hombre rico, pero seguía siendo el
hombre que salió del vientre de una celta. Él era celta. Su
estatura, sus cabellos y esos ojos lo delataban.
Quise que conociera la cultura que
había perdido, la libertad de los nuestros y la verdad que yacía en
el interior de los robles. Pero él rechazaba cualquier pizca de
verdad. Se negaba. Quería abrazarlo y llamarlo hermano, aunque él
me empujaba con desprecio. Durante semanas quise que comprendiera la
importancia del acto al que sería llevado. Un acto cruel y a la vez
lleno de vida. Sería nuestro nuevo Dios, pues el anterior estaba
moribundo. Algo había sucedido. Muchos habían caído. Él debía
dar nueva sabia al roble.
Me odió. Sin embargo, yo no lo odié
aunque sí lo desprecié.
Al huir tuve que ser yo, y no otro,
quien se presentara ante el otro Dios, en tierras algo lejanas, para
ser su hijo y convertirme en otro ser legendario. Si bien, hice lo
mismo que él. Comprendí toda la verdad y decidí huir. Quise mi
libertad. Pero no me fui solo. La libertad no era algo de uno, sino
de dos. Avicus, el Dios del Roble, vino conmigo. Corrimos por las
tierras que ahora son británicas, viajamos por los mares, cruzamos
Europa y nos encontramos con Marius en Constantinopla. Allí, los
tres, unimos fuerzas contra la serpiente. Creo, sin duda alguna, que
esa fue mi etapa más feliz. Una etapa que aún hoy no me atrevo a
olvidar.
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