Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 1 de febrero de 2015

Ese terrible monstruo...

No te compadezco, Daniel. Tú solito te metiste en la boca del lobo.

Lestat de Lioncourt



Sus labios eran carnosos, muy sensuales, y su rostro parecía dulce. Pude ver en él el monstruo celestial que todos contemplaban. Sus cabellos castaño rojizos parecían fuego bajo la luz de la farola. Me había estado esperando, otra vez, en mitad de una calle cualquiera. Su ropa era sencilla, sus zapatos eran cómodos y parecía un muchacho perdido a la espera de ser llevado a casa. Si es que existía para él casa alguna.

Yo aún era mortal. Me sentía tentado por él como si fuera un buen vaso de whisky para mis boca reseca. Comprendo que la fascinación me hacía caminar hacia donde estaba, pero el terror terminaba pesando. Salir corriendo, una y otra vez, era lo apropiado. Sin embargo, esa noche me aproximé a él armándome de valor. Quería saber que deseaba.

Acomodé mis gafas, eché hacia atrás mi flequillo y guardé mis manos en los bolsillos. Pude tocar las llaves del hotel, un viejo envoltorio de chicles y los cigarrillos que aún no me había fumado. Eso era real, tan real como lo era yo, pero él parecía de otro plano, de un mundo distinto, que se mostraba como una revelación cuasi divina.

—¿Qué quieres?—dije clavando mis ojos en él.

No se inmutó. Simplemente siguió mirándome como si no existiese otra cosa en este mundo. Él me fascinaba, pero él parecía perdido. Se perdía al mirarme. Era como si quisiera leer cada recoveco de mi mente, hundirse en mi alma y arrastrarme al infierno del delirio más perverso.

—A ti—respondió encogiéndose de hombros. Sus labios mostraron una ligera sonrisa, después me colocó sus manos sobre mis hombros y puso su frente sobre mi pecho—. A ti.

El pánico recorrió mi médula espinal, pero me mantuve firme. Quedé allí frente a él. Era un periodista y debía asumir riesgos. Sabía que había desatado los peligros de la caja de Pandora. Yo lo sabía. El libro aún no había salido a la luz y él ya me perseguía. Lo hacía con ahínco por todo el mundo. No importaba donde me escondiera. Allí estaba él, mirándome con esos ojos pardos tan melancólicos. Y entonces, como si alguien hubiese pulsado un resorte dentro de mí, lo estreché entre mis brazos y busqué sus labios.

Su boca, algo fría, se aferró a mí de inmediato. Pude sentir su lengua ansiosa, igual que la mía. Sus manos se movieron rápidas y se colaron bajo mi camiseta. Esos dedos eran como agujas que se clavaban en mi alma, inyectando su veneno. Me percaté rápido de sus intenciones y necesidades. Realmente me deseaba.

Allí, en plena calle, percibí como su mano derecha desabrochaba mi pantalón, bajaba el cierre y colaba sus dedos dentro de mi ropa interior. En ese mismo lugar, bajo la tenue luz de la farola, comenzó a masturbarme mientras yo lo estrechaba contra mí. Parecía un niño perdido, lo cual me perturbaba, y yo, un hombre adulto, le ofrecía su cuerpo como si él lograse regresarme a la adolescencia, ya que era prácticamente inconsciente de esos actos.

En algún momento, aunque no recuerdo bien como sucedió, terminamos en un callejón cercano. Me encontré sentado en una caja de plástico, de esas gruesas en las cuales se transportan los botellines de cerveza, con él sobre mis piernas moviéndose como una serpiente. Llevaba puesto los pantalones, aunque los míos los tenía por los tobillos. Mi ropa interior estaba casi en el suelo, igual que los jeans, y él reía al verme tan dispuesto.

—Daniel...—dijo, con una risotada fresca y algo infantil.

Al apartarse, tan sólo unos segundos, sentí que iba de cabeza al infierno. Él se desnudó, sin pudor alguno, para luego subirse a mis piernas logrando que lo penetrara. Quedé asombrado por la belleza de su piel, la cual se perlaba de pequeñas gotas de sudor rojizo, y él parecía despreciar su propia inmortalidad. Yo le atraía por el calor, el aroma a sangre, la vida que se impulsaba por mis venas hasta mi corazón y de mi corazón hacia ellas. Me besó como jamás nadie más lo ha hecho. Creo que me dio parte de su alma en ese beso promiscuo, lascivo, y delirante. Su lengua lamió primero mis labios, sus dientes mordisquearon estos y sus labios rozaron los míos como si fueran pétalos de rosa. Después, con cierto salvajismo, introdujo su lengua y me domó mientras sus caderas se movían ligeramente, cabalgando, sobre mis muslos. Mi miembro entraba y salía de él. Lo hacíamos lento, como si fuera el inicio de un fuego intenso.

Entonces, de improvisto para él, lo arrojé al suelo y lo penetré con rabia. Sus piernas quedaron abiertas mientras sus manos se aferraban a mi chaqueta. Pude escuchar como rasgaba el cuero, del mismo modo que observaba sus ojos entreabiertos como sus labios. Gemía para mí como una fulana barata. Sus cabellos se desparramaban en el sucio asfalto. No podía despegar mis ojos de él. Me tenía hechizado.

Mi boca se convirtió en unas fauces terribles. Mis dientes mordían su piel fresca, se hundía en sus carnes duras, y rozaban cada milímetro de su cuello y torso. Tuve entre mis labios sus pezones, algo gruesos y sensibles, del mismo modo que los lóbulos de sus orejas. Él movía sus caderas cada vez más rápidas, a un ritmo constante y de forma contraria a las mías.


Allí, en mitad de una noche de verano en pleno San Francisco, le di parte de mí. Llené su cuerpo con mi esperma y me sacié como una bestia salvaje. Después, cuando me encontré a mí mismo observándolo bajo mi cuerpo, me asusté. Acabé colocándome apresuradamente la ropa, para luego salir corriendo. A lo lejos pude escuchar sus risotadas. Él sabía que me había conquistado. Sabía que me había enloquecido.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt