No te compadezco, Daniel. Tú solito te metiste en la boca del lobo.
Lestat de Lioncourt
Sus labios eran carnosos, muy
sensuales, y su rostro parecía dulce. Pude ver en él el monstruo
celestial que todos contemplaban. Sus cabellos castaño rojizos
parecían fuego bajo la luz de la farola. Me había estado esperando,
otra vez, en mitad de una calle cualquiera. Su ropa era sencilla, sus
zapatos eran cómodos y parecía un muchacho perdido a la espera de
ser llevado a casa. Si es que existía para él casa alguna.
Yo aún era mortal. Me sentía tentado
por él como si fuera un buen vaso de whisky para mis boca reseca.
Comprendo que la fascinación me hacía caminar hacia donde estaba,
pero el terror terminaba pesando. Salir corriendo, una y otra vez,
era lo apropiado. Sin embargo, esa noche me aproximé a él armándome
de valor. Quería saber que deseaba.
Acomodé mis gafas, eché hacia atrás
mi flequillo y guardé mis manos en los bolsillos. Pude tocar las
llaves del hotel, un viejo envoltorio de chicles y los cigarrillos
que aún no me había fumado. Eso era real, tan real como lo era yo,
pero él parecía de otro plano, de un mundo distinto, que se
mostraba como una revelación cuasi divina.
—¿Qué quieres?—dije clavando mis
ojos en él.
No se inmutó. Simplemente siguió
mirándome como si no existiese otra cosa en este mundo. Él me
fascinaba, pero él parecía perdido. Se perdía al mirarme. Era como
si quisiera leer cada recoveco de mi mente, hundirse en mi alma y
arrastrarme al infierno del delirio más perverso.
—A ti—respondió encogiéndose de
hombros. Sus labios mostraron una ligera sonrisa, después me colocó
sus manos sobre mis hombros y puso su frente sobre mi pecho—. A ti.
El pánico recorrió mi médula
espinal, pero me mantuve firme. Quedé allí frente a él. Era un
periodista y debía asumir riesgos. Sabía que había desatado los
peligros de la caja de Pandora. Yo lo sabía. El libro aún no había
salido a la luz y él ya me perseguía. Lo hacía con ahínco por
todo el mundo. No importaba donde me escondiera. Allí estaba él,
mirándome con esos ojos pardos tan melancólicos. Y entonces, como
si alguien hubiese pulsado un resorte dentro de mí, lo estreché
entre mis brazos y busqué sus labios.
Su boca, algo fría, se aferró a mí
de inmediato. Pude sentir su lengua ansiosa, igual que la mía. Sus
manos se movieron rápidas y se colaron bajo mi camiseta. Esos dedos
eran como agujas que se clavaban en mi alma, inyectando su veneno. Me
percaté rápido de sus intenciones y necesidades. Realmente me
deseaba.
Allí, en plena calle, percibí como su
mano derecha desabrochaba mi pantalón, bajaba el cierre y colaba sus
dedos dentro de mi ropa interior. En ese mismo lugar, bajo la tenue
luz de la farola, comenzó a masturbarme mientras yo lo estrechaba
contra mí. Parecía un niño perdido, lo cual me perturbaba, y yo,
un hombre adulto, le ofrecía su cuerpo como si él lograse
regresarme a la adolescencia, ya que era prácticamente inconsciente
de esos actos.
En algún momento, aunque no recuerdo
bien como sucedió, terminamos en un callejón cercano. Me encontré
sentado en una caja de plástico, de esas gruesas en las cuales se
transportan los botellines de cerveza, con él sobre mis piernas
moviéndose como una serpiente. Llevaba puesto los pantalones, aunque
los míos los tenía por los tobillos. Mi ropa interior estaba casi
en el suelo, igual que los jeans, y él reía al verme tan dispuesto.
—Daniel...—dijo, con una risotada
fresca y algo infantil.
Al apartarse, tan sólo unos segundos,
sentí que iba de cabeza al infierno. Él se desnudó, sin pudor
alguno, para luego subirse a mis piernas logrando que lo penetrara.
Quedé asombrado por la belleza de su piel, la cual se perlaba de
pequeñas gotas de sudor rojizo, y él parecía despreciar su propia
inmortalidad. Yo le atraía por el calor, el aroma a sangre, la vida
que se impulsaba por mis venas hasta mi corazón y de mi corazón
hacia ellas. Me besó como jamás nadie más lo ha hecho. Creo que me
dio parte de su alma en ese beso promiscuo, lascivo, y delirante. Su
lengua lamió primero mis labios, sus dientes mordisquearon estos y
sus labios rozaron los míos como si fueran pétalos de rosa.
Después, con cierto salvajismo, introdujo su lengua y me domó
mientras sus caderas se movían ligeramente, cabalgando, sobre mis
muslos. Mi miembro entraba y salía de él. Lo hacíamos lento, como
si fuera el inicio de un fuego intenso.
Entonces, de improvisto para él, lo
arrojé al suelo y lo penetré con rabia. Sus piernas quedaron
abiertas mientras sus manos se aferraban a mi chaqueta. Pude escuchar
como rasgaba el cuero, del mismo modo que observaba sus ojos
entreabiertos como sus labios. Gemía para mí como una fulana
barata. Sus cabellos se desparramaban en el sucio asfalto. No podía
despegar mis ojos de él. Me tenía hechizado.
Mi boca se convirtió en unas fauces
terribles. Mis dientes mordían su piel fresca, se hundía en sus
carnes duras, y rozaban cada milímetro de su cuello y torso. Tuve
entre mis labios sus pezones, algo gruesos y sensibles, del mismo
modo que los lóbulos de sus orejas. Él movía sus caderas cada vez
más rápidas, a un ritmo constante y de forma contraria a las mías.
Allí, en mitad de una noche de verano
en pleno San Francisco, le di parte de mí. Llené su cuerpo con mi
esperma y me sacié como una bestia salvaje. Después, cuando me
encontré a mí mismo observándolo bajo mi cuerpo, me asusté. Acabé
colocándome apresuradamente la ropa, para luego salir corriendo. A
lo lejos pude escuchar sus risotadas. Él sabía que me había
conquistado. Sabía que me había enloquecido.
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