Antoine era un buen amigo. Creo que le debo unas cuantas...
Lestat de Lioncourt
Recuerdo su presencia rondando mi
humilde apartamento. Había alquilado un lugar pequeño, en el cual
cabía mi piano, algunas pertenencias de los gloriosos días en los
cuales mi familia era poderosa y una cama ligeramente cómoda. Las
botellas se amontonaban de forma inversa, y desproporcionada, a mis
sueños. Había tenido una educación esmerada, cuidada hasta el más
mínimo detalle, y me encontraba en la miseria tocando el piano en
tugurios del puerto para sobrevivir. Me avergonzaba encontrarme en
tan precaria situación, pero él parecía fascinado. Sonreía
encandilado por el piano que había logrado mantener a mi lado. La
música me daba vida y su rostro se animaba de forma distinta en la
intimidad. Supe que no era humano. Comprendí que ese ser podía ser
un demonio, pero me arriesgué a escuchar su dramática historia.
Se llamaba Lestat. Él fue uno de esos
nobles arruinados mucho antes de las ejecuciones en masa, las cuales
fueron orquestadas por la burguesía para hacerse con el poder y el
dinero de Francia. Había vivido una época algo menos convulsa, pero
sin duda dolorosa y triste. Su educación no fue esmerada, pues más
bien le educaron para la supervivencia. ¡Y vaya si sobrevivió! En
esos momentos era un vampiro, un ser inmortal, que campaba a sus
anchas desde el otro extremo del océano. Un hombre elegante, bien
vestido y de aspecto pulcro aunque ligeramente salvaje. Sus cabellos
rubios, rizados, y sueltos parecían la melena de un león. Poseía
unos ojos muy intensos, grises con tonalidades azules, muy hermosos.
Sin duda me enamoré de su forma de narrar su vida, de su valor, de
la compañía que me daba y del dinero que me ofrecía por tocar
hasta que él se cansaba de bailar. Era mi mecenas, mi amigo, mi
compañero de lágrimas y, en mi corazón, también un amor secreto.
Permití que besara mis labios en más
de una ocasión. Lo hizo con ternura oprimiendo los suyos, ocultando
sus colmillos, mientras sus manos acariciaban mis mejillas. Aquellas
manos frías, pero suaves, de dedos ligeramente largos me
entusiasmaban. Me dejé seducir hasta el punto de querer ser suyo.
Sabía que convivía con otros: un varón de unos veinticuatro años
y una niña de unos cinco. Eso sí, vampiros ambos. Seres creados por
su malévola presencia, convertidos en su familia y arrastrados a
seguir sus deseos. Y yo quería cumplirlos todos. Deseaba ser su
amigo íntimo y convertirme en la caja musical que animara su
corazón. Sabía que había padecido horriblemente la muerte de un
músico, su amante Nicolas, y que aún no podía arrancarlo de su
alma. La música le daba fuerzas, le insuflaba sueños y le hacía
vivir de nuevo esa época bohemia y salvaje.
Acepté sin rechistar su sangre. Acepté
todo. Incluso acepté que se fuera tras ellos. Me quedé solo. Viví
solo. Me hice con el control de mis poderes y comprendí que me había
dado algo más que vida eterna. Me dio la llave al entendimiento, la
sabiduría, la maldad intrínseca y el poder tocar el piano
eternamente. Sí, mi gran amor: el piano. Él y yo hemos estado
amándonos en soledad, frente a todos en diversos clubs nocturnos y,
ahora, junto a una hermosa joven de cabellos dorados llamada Sybelle,
creación de Marius y conocida de Lestat.
La tragedia nos dividió, pero ahora
nos ha vuelto a unir en ciertos aspectos. He sabido de él
nuevamente, y él ha sabido de mí. Lestat de Lioncourt... Príncipe
de los Vampiros.
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