Vaya, vaya... ¿se puede ser feliz? Yo creo que sí. La felicidad es un suspiro y hay que tomarla.
Marius y Daniel, amigos míos...
Lestat de Lioncourt
Esperaba pacientemente que la última
casa se mantuviese en pie. Había tardado varias noches en terminar
aquella gigantesca maqueta. Las montañas las había pintado con
cuidado dando el aspecto más natural a la nieve. Las pequeñas
casas, lejanas y pintorescas, parecían hundidas en mitad de aquel
frío y bucólico paisaje. Fuera el viento soplaba, la ventisca
golpeaba el grueso portón y la noche era completa. Llevaban allí
encerrados más de un mes. Todo había sucedido rápido, pero se
mantenían firmes.
—¿Has vuelto a tus
maquetas?—preguntaba, acercándose a él.
—Te noto preocupado—dijo, sin
siquiera mirarlo. Sus ojos no se alzaban de los tejados asimétricos
y las perfectas paredes que los sostenían.
—Sólo estoy asombrado—susurró.
Sus delicadas y gigantescas manos se
colocaron en los hombros de Daniel. La pequeña camisa, arrugada y
sucia, parecía ser un muro insignificante. Su piel se erizó y los
ojos del antiguo periodista, amante del riesgo y las noticias,
brillaron en una chispa de deseo que se apagó del mismo modo que se
inició.
—¿Motivo?—ni siquiera movió los
labios, pero su voz sonó. Lo hizo en un tono quedo. Parecía un
murmullo, o quizás un suspiro.
—Tu tenacidad.
Daniel se giró para verlo bien.
Confrontó su mirada y se echó a reír. Ambos rieron por unos
minutos. Ni siquiera sabían porque lo hacían. Simplemente reían.
¿No era eso maravilloso? ¿No era eso lo que hacían algunos
mortales? La felicidad viene en contadas dosis y esa era una dosis
perfecta.
—Me halagas de sobremanera, ¿qué
deseas?—preguntó esbozando una ligera sonrisa.
—Tu compañía—. Apoyó su frente
en la suya y lo tomó del rostro. Amaba ese rostro. Era un rostro
perfecto. Sus ojos, casi violáceos, lo enloquecían. Marius estaba
enamorado de Daniel y de sus palabras, así como de la dedicación
que tenía hacia sus maquetas.
—Eso ya lo posees. ¿Dónde estaría
mejor que aquí?—dijo incorporándose.
Marius abrió sus brazos y aceptó que
él se quedara sobre su pecho. De inmediato lo abrazó. Sus labios
buscaron los suyos y acabaron unidos en un pequeño beso. Uno de
tantos.
—¿Es cruel sentirse feliz pese a la
desgracia de tantos?—murmuró Marius.
—No—negó—. Es un alivio—añadió—.
Podemos sentirnos dichosos pese a todo, aunque...
—¿Aunque?—sus cejas doradas se
alzaron y Marius esperó con paciencia su respuesta.
—No creo que haya terminado—afirmó
aferrándose a la túnica borgoña que el maestro de las pinturas, el
antiguo Guardián de los Que Deben Ser Guardados, o el Romano poseía.
—Opino lo mismo—susurró, justo
antes de volver a besarlo.
La nieve seguía cayendo amontonándose.
El mundo rugía en silencio. La Voz parecía una pesadilla, pero no
era así. Todo ocurría por un motivo.
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