Tenía entre sus manos una taza de café
proveniente de Brasil. Era un café fuerte, con mucha cafeína y de
un olor intenso que recorría la cafetería embriagando a los más
adeptos. Su aspecto era desenfadado, pues estaba recostado sobre el
sillón de cuero negro y las piernas ligeramente flexionadas. Sus
largos, aunque gruesos, dedos acariciaban ligeramente el borde. Los
vampiros amamos el calor de las bebidas. Sin embargo, él era más de
ponche y té. Aunque, en esos momentos, todo valía para recordar
aquellos días en Brasil. Sus ojos eran tan oscuros como el contenido
de la taza y su sonrisa era muy atractiva. Me porté mal. Fui un
villano. Sin embargo, él se mantuvo a mi lado y me dio su apoyo
incondicional. Incluso ahora, que todo parecía apuntar a mí, seguía
apoyándome pese a que muchos rumores aún continuaban.
—Te veo bien—dijo.
David había convertido aquel cuerpo
joven, y eterno, en el recipiente perfecto de un alma antigua, aunque
no tan vieja y malévola como la mía. Sus ojos no se apartaban de
los míos y me provocaba ciertos escalofríos.
—Mejor que nunca—añadió tras una
larga carcajada—. ¿Qué ocurre? ¿En qué lío andas sumergido'
—¡En ninguno!—exclamé
vehemente—¿Acaso no puedo venir a ver a un viejo amigo?
—Bueno...—se encogió de hombros y
tomó una pose más formal. Estaba cómodo en ese cuerpo, que para mí
fue una cárcel de piel y huesos, y parecía divertirse conmigo. Se
divertía con mis ojos clavados en los suyos, mi notable inquietud y
mis deseos de conocer. Quería conocer algo que él me negaba. Quería
saber—. Dilo.
—Llevo algunas décadas soportando la
visita de fantasmas—expliqué—. Necesito tu consejo...
—¿Consejo o experiencia?—alzó su
ceja derecha y luego la izquierda, después simplemente relajó el
rostro y aproximó la taza a sus labios aunque no dio sorbo alguno.
—Tu compañía—respondí—. Estoy
cansándome, David, de escuchar y ver fantasmas. Estoy harto de
discutir con Louis. Necesito que estés tú ahí, tu figura y tu
apoyo. Necesito al amigo incondicional, ese que aprecio y admiro.
—No soy tu niñera—replicó.
—No lo eres, lo sé. Tampoco mi
amante—susurré bajo—. Pero te extraño.
—Y yo a ti, amigo—dijo estirando
sus brazos, soltando la taza, para tomar mis manos. Tenía las manos
algo más ásperas, calientes y grandes.
Me pregunté que pensarían de nosotros
los demás. Tal vez seríamos dos viejos amigos, dos amantes o
simplemente hombres que intentan coquetear. Aunque no me importaba lo
que pudieran decir. Sólo quería sentirlo cerca.
De improvisto se incorporó, tomó
asiento al lado mía y me besó. No lo rechacé. Me aferré a él y
subí mis brazos sobre sus amplios hombros. David me besaba
aceleradamente haciéndome sentir viejas sensaciones. Al apartar su
boca de la mía, dejando de sentir la presión de sus labios y la
incursión de su lengua, jadeé y bajé la mirada como un
quinceañero. Era extremadamente atractivo y tenía una impetuosidad
que carecía cuando nos conocimos. Sin embargo, esa serenidad y
caballerosidad seguía ahí.
—Te quiero. Siempre te he
querido—dijo hundiendo su rostro en mi cuello—. Jamás he podido
odiarte. Nunca he dejado de amarte. He confiado ciegamente en ti
siempre. Siempre, Lestat.
Esa confesión no era nueva. Sin
embargo, me sentí intimidado. Rápidamente me aparté de él, corrí
hacia la puerta del local y me marché. Quería regresar al café,
pero a la vez necesitaba poner tierra de por medio. De nuevo esa
tentación. Otra vez esa sensación. Quise hacer mío a David.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario