Claudia sufría y yo lo sabía, sin embargo intentaba negarlo. Louis y yo... siempre lo negamos.
Lestat de Lioncourt
París es hermosa cuando las flores
aparecen en sus vistosos balcones, provocando una sensación extraña
y encantadora. Es como una mujer recién perfumada. Puedes ver como
coquetean cada rosa, jazmín o violetas. No importa cual sea la flor,
pues deslumbran incluso bajo la luz de las lunas y las farolas.
Recuerdo bien cada rincón como si hoy mismo pusiese mis pequeños
pies sobre las baldosas. Siento el frescor de la madrugada
acariciando mis cálidas mejillas. El rubor sutil de mis carrillos se
difuminan quizás para él, en sus recuerdos, pero no para mí.
Me tomaba de la mano como si fuese una
niña. Se inclinaba para besar mi frente, acariciar mis largos y
dorados rizos, y me decía que me amaba. Sí, amor. Yo lo detestaba.
Tanto amor barato, lleno de la sutil fragancia de la culpabilidad,
disparaba mi rencor. Quería destruirlo, pero a la vez me veía con
miles de impedimentos. Aún lo necesitaba. Él era mi Louis, mi pobre
diablo de ojos verdes.
Una noche me escapé de su lado. De ese
tormento. Me sentía hundida. Siempre estuve perdida. Jamás logré
encontrar un camino entre tantas sombras. El dolor se anquilosaba en
mi corazón. Nunca sería como las dulces criaturas de ojos
soñadores, frágiles cuellos y elegantes piernas. Envidiaba sus
vestidos, los gantes hasta el codo, las perlas que decoraban sus
escotes y sus suculentos pechos a punto de salir del corsé. Tenían
los labios de un carmín tan intenso como las fresas o las manzanas.
Parecían pequeñas muñecas caprichosas salidas de cuentos de hadas.
Las detestaba. Verlas a mi alrededor provocaban que me hundiera.
Siempre sería una niña frente a todos, jamás una mujer. Nunca
sabría que es ser amada, hacer el amor o escuchar a un joven
susurrar lo encantadora que era mi risa. ¿Yo reía? No lo recuerdo.
Los cafés estaban llenos de jóvenes
revolucionarios, tan apasionados como hermosos, y los artistas
hablaban de lo sufrido que era no ser comprendidos. Los observaba. No
importaba sus edades. Deseaba ser estrechada de forma carnal, amada
como una mujer, y olvidarme de mi pequeño tamaño, diminutas manos y
encantadora mirada infantil. Quise llorar, pero me aguanté las
lágrimas. Decidí escuchar atentamente los pensamientos de todos y
cada uno, disfrutando de cada instante, y cuando regresé junto a
Louis lo contemplé con asco. Odiaba su presencia, la virtud de
mirarme como un cordero y su cínicas palabras de amor.
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