Nicolas me amaba, pero no supe verlo. Durante mucho tiempo me golpeé el pecho por ello, me arrastré y lloré. Debí darme cuenta.
Lestat de Lioncourt
Venganza. Tan sólo quería vengarme de
él. Quería regodearme en su dolor, aplastar su alma con el peso de
su propia conciencia, y sonreír burlón desde lo alto del escenario.
Por primera vez quería ser yo quien le concediera un poco de su
medicina. Esa medicina amarga que solía deslizarse por mi garganta.
No tuvo pudor en dejarme atrás, como si fuese un peso muerto, y
permitir que viese los horrores del infierno en este mundo. Pude
palpar las cuencas vacías de los esqueletos que yacían bajo el
cementerio y captar el aroma a carne quemada de cada uno de aquellos
desdichados. Podía hacerlo y lo hice. Saboreé las cenizas, tragué
el humo de los cadáveres que se consumían en el fuego mientras
bailoteaban a su alrededor, y observé como aquel ángel, de cabellos
de sangre, parecía una hermosa escultura.
¡Y por eso el teatro se alzó! Como si
fuese el cómico y trágico final de una época llena de inocencia,
palabras vacías y lujuria desenfrenada. Me convertí en marioneta de
mis propios hilos, enredados en la oscuridad y el dolor, que se
impulsaba sobre cada uno de los tablones que fueron nuestra tumba. Tú
creías que eran nuestro paraíso, el edén, pero en realidad eran
sólo madera para nuestros ataúdes.
Dejaste de ser el muchacho que me
venció en aquel invierno. Las manos cálidas y ásperas que me
desnudaron, el hombre que mordió mi nuez de adán y se naufragó
conmigo entre la espuma de las sábanas de aquella mugrienta
habitación. Tú me torturaste con tus deliciosas palabras, tus locos
sueños, tus nefastas creencias y vaciaste mi alma de cualquier duda.
Me conquistaste. Pero, en París, te convertiste en un amante
entregado a otros cuerpos, jugabas entre las faldas de las actrices y
besabas a las mujeres que suspiraban por ti. Sólo en las noches,
cuando te metías en la cama conmigo, me arrullabas con las palabras
más tentadoras. Mordías mis hombros, besabas mi nuca y te deshacías
de mi pantalón. Podía sentir tus impulsos bajo las mantas, como tus
brazos masculinos apresaban mi cuerpo y me torturabas murmurando que
me amabas a mí. Un amor idílico, único, magnifico y precario. Yo
era quien soportaba tus malos momentos, tus palabras zafias y las
mordaces mentiras. Ellas se llevaban tu tono seductor y tus discursos
de seda.
Dime, maldito bastardo de noble cuna,
¿cuántas veces me dijiste que me amabas? Jamás escuché un tórrido
te amo. Tan sólo escuchaba tus precarias y soeces fantasías pegadas
a mi oído, envenenando mi alma y condenándome al paraíso del cual
era desterrado a diario. Me convertiste en tu puta, pero reconoce que
era la mejor de todas las que has tenido. Mis piernas se abrían
dirigentes pensando que así me amarías, mis brazos se apoyaban en
el colchón de paja y mi boca, esa boca endiablada, mordía tu
vientre para lamer tu sexo. Tenía una lengua de serpiente, que se
enroscaba desde la base hasta la punta, y tú reías maravillado
creyéndote rey. ¿Y no eras tú el rey de París? Porque así te
coronaste. El rey de los barrios más infestos. Una sucia rata venida
de un pueblucho entre colinas.
Sólo te pedía que regresaras. Me
conformaba con verte a mi lado. Ellas podían tenerte un rato, pero
quien te hacía enloquecer era yo. Sin duda alguna eran mis muslos
los que te ahogaban, mi cuerpo el que se tambaleaba y mi garganta la
que se desgarraba. Mis manos, esas manos que tantas veces tocaron
para ti el violín, acariciaban tu vientre como si fueras un Adonis.
Pude tenerlo todo, Lestat, y sin embargo decidí tenerte a ti. Me
hice esclavo de tus caprichos. Creí que nos hundiríamos ambos en
tragos de absenta, caprichosas obras inacabadas y dulces mentiras
llenas de eufórico sexo. Pero no. Decidiste irte. Y cuando
regresaste, arrogante desgraciado, ocultaste lo que eras y mentiste
para no compartir conmigo una vida eterna. ¿Y pretendías que no te
odiara? ¿Qué más querías? ¡Me humillaba por ser tu querida!
Si hice el teatro fue para demostrarte
que yo también sé jugar con la muerte.
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