Me gusta molestarlo de este modo y él lo sabe. Sin embargo, le encanta aún más hacer sus dramas. Así es Louis.
Lestat de Lioncourt
—Me decepcionas—murmuré
completamente roto, pero me mostraba digno. No deseaba que
comprendiera el dolor que sentía. Mi alma podía destruirse; sin
embargo, él no debería saberlo. Quería ocultar mis sentimientos,
sobre todo ahora que el mundo parecía caerse en mil pedazos. Era
como si todo lo que hubiésemos creído, aquello en lo que teníamos
firmeza, nos sepultara. Nuevos conceptos, nuevas ideas, nuevas reglas
y él tan mentiroso como siempre.
No me había dicho siquiera dónde
había permanecido todo este tiempo. Me había marchado de New
Orleans tras lo ocurrido con Merrick. Me refugié en los brazos de
David, los cuales me rodearon con firmeza, para soportar el dolor que
poco a poco destruyó todo lo que yo era. Resurgí con mayor
crueldad, una maldad nueva y desafiante, que brotaba en mis ojos
esmeralda. Sin embargo, sigo siendo el mismo. Quizás siempre fui
así. Tal vez tan sólo permití que viesen el contenido real de mi
alma. Un alma podrida, tan corrupta como la de Lestat, y terrorífica.
Soy un monstruo.
—Oh, eso es nuevo—dijo alzando sus
cejas doradas.
Verlo así me destrozaba. Estaba
fresco, lleno de vida, desbordaba elegancia con esas ropas tan
clásicas. Me preguntaba dónde había conseguido esa camisa de
chorreras de puro algodón blanco, el chaleco negro de raso con
bordados dorados y los típicos pantalones que tanto usábamos en
otras épocas. Era un fantasma. Aquello que veían mis ojos no era
real. Allí, frente al piano, tocaba moviendo ligeramente sus dedos
mientras meneaba su enmarañada cabeza. Esos rizos dorados, casi como
el oro bruñido, caían libremente igual que la melena de un león.
—¡No seas cínico!—espeté.
—¿Cínico? El cínico aquí eres tú.
¿A qué has venido? ¿Creías que me encontrarías desconsolado
llorando en un rincón? Por el amor de Dios, Louis, soy yo. Yo no
caigo tan fácil, aunque te diré que en ocasiones tuve miedo. Un
miedo terrible—susurró en un tono de lo más confidente, pero sus
ojos brillaban. Tenían un brillo tan intenso que me aterraban.
—Miedo...—balbuceé—. ¡No
estamos hablando de tus sentimientos!
—Oh... así que has venido aquí, a
Francia, a regar tus lágrimas por el piso y azotarte por un amor tan
estúpido como el nuestro. Correcto—dijo con un ademán de su
cabeza. Se burlaba de mí, de él, de toda nuestra historia y pese a
todo, aunque me repateaba, me hacía sentir feliz. Era feliz porque
discutía de nuevo con él, lo tenía cerca y podía observar su
burlona sonrisa—. Y dime, Louis, ¿qué te parece Francia? La
última vez fue una visita muy... ardiente.
—¡Lestat!—exclamé precipitándome
hasta él, tomándolo de las solapas del chaleco. Acabé apartándolo
del piano.
—Excelente, aún recuerdas mi
nombre—rió inclinando su cabeza hacia delante, lo cual provocó
que sus labios rozaran los míos—. Dime... que me odias y sabré
cuanto me amas—murmuró atrapando mi boca, sodomizando mi lengua,
para luego apartarse por completo echándose a reír—. Quédate,
Louis. Quédate conmigo, como bien deseas, y deja de sollozar por las
calles parisinas. Permanece en este castillo, conoce al chico que
criaba perros y salía a cazar. Aprende de lo que fui, rememóralo
conmigo, y ven a conocer la cocina francesa.
—Eres el demonio...—murmuré
acercándome de nuevo, pero esta vez con mi elegancia habitual. Él
abrió sus brazos mientras estallaba en carcajadas. Esa frase, esa
escena, ese momento, esa noche y ese aroma. Su aroma. El aroma que me
decía que había vuelto a casa.
—Oh, extrañaba esa frase... Mon
Dieu!
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