Siempre discutiendo, ¿no se cansan? Ahí van Armand y Daniel.
Lestat de Lioncourt
—Está en la habitación del fondo
del pasillo—dijo con voz cautelosa—. ¿Te ha entrado el pánico?
—En absoluto—respondí.
—Armand, no eres inocente de esta
culpa. Sin embargo, admito que todos tenemos fallos—murmuró
colocando sus gigantescas, suaves y blanquecinas manos sobre mis
hombros—. Tu fallo fue el amor que tenías hacia él, ¿aún está
en algún lugar o debo creer que no has mentido en tus
memorias?—aquella pregunta fue un dedo en mis heridas, las cuales
ya estaban prácticamente cicatrizadas.
—Me conoces bien—susurré—. Haz
tu propio juicio, Marius, pues te encanta hacerlos.
Decidí tomar la decisión más justa y
sabia. Tenía que enfrentarme al monstruo que estaba al otro lado.
Aquellos ojos casi violáceos, de un intenso gris azulado, me
esperaban. Cuando estallaban eran púrpuras. Una lluvia violácea que
caía sobre mí con la rabia de una vida truncada, sueños terribles
y rencores que no podían olvidarse.
Caminé apresurado. Las botas que
llevaba, llenas de lodo, dejaban la huella de mis pequeños pies por
las baldosas de mármol de aquella mansión. Bajé el cierre de mi
abrigo de plumas celeste, lo colgué de mi brazo y me saqué el borro
de lana del mismo color. Mis cabellos rojizos cayeron sobre mi suéter
blanco, que contrastaba con mis jeans negros. Parecía más
estilizado y menos aniñado que con aquellos trajes de lino blanco.
Dejé atrás esa careta de bendito, para adoptar una pose más
masculina y formal. Sabía que él me atacaría con su lengua tan
mordaz como venenosa.
Al tocar el pomo creí que me
desvanecía. Los miedos de otras épocas regresaron. Volví a
necesitar su aprobación y cariño. Jamás mostré por completo mi
alma ante él, pues tenía miedo de ser herido. Y aún así, pese a
todo, terminé acuchillado por sus palabras bañadas en whisky y ron
añejo. Cuando abrí la puerta lo vi y fue como retroceder a las
viejas noches en La Isla.
Las luces de las abarrotadas calles, el
sonido del tráfico, la figura ligeramente lóbrega de los demás
edificios y el agradable aroma de los muebles nuevos, elegidos en las
tiendas más estrafalarias, volvieron. Aquella simple habitación
forrada de terciopelo rojo, mármol blanco en el suelo y columnas con
acabados dorados cambió por unos segundos. Su mesa de trabajo se
llenó ante mí de sus viejas maquetas, aunque tan sólo existía una
minúscula casa con la que jugueteaba desganado. No tenía esa pose
defensiva, pero jamás la poseyó. Siempre parecía relajado; aunque
su flequillo revuelto, su camisa mal colocada y sus ojos intensos
demostraban siempre que no era más que meras apariencias.
—¿A qué has venido?—preguntó con
voz monocorde.
—Quería ver por mis propios ojos que
estás bien.
—Ya me has visto—dijo
incorporándose, para levantarse de la silla y venir hacia la puerta.
De inmediato eché un paso atrás. Me
sentí acorralado. Al otro lado del pasillo estaba Marius, mi creador
y gran amor, como testigo. Daniel se aproximó a mí.
—Vete—susurró a un palmo de mi
cara—. ¡Marius! ¡Llévatelo! ¡Échalo! ¡No quiero verlo!
—Estaba preocupado...—murmuré.
—Preocúpate mejor por ti, pues si no
te marchas acabaré atacándote. No te soporto—dijo apoyándose en
el marco de la puerta, inclinando su cuerpo hacia mí.
Empecé a llorar. Mis mejillas se
llenaron de pequeños riachuelos rojizos. Sentí que mi corazón se
quebraba una vez más. Había mentido mil veces y lo he admitido
otras miles. Sigo queriendo a Daniel a mi modo, sufriendo por él y
necesitándolo. Pero él, como es habitual, me detesta.
—¡Marius!—exclamó alzando la
vista para centrarse en él.
La figura alta y de hombros anchos, con
aquel cabello dorado cayendo en cascadas lisas por estos, caminó
hacia mí. Su camisa roja se fundía con el papel de las paredes,
pero no sus pantalones oscuros similares a los míos. Se aproximó a
mí, me tomó del brazo derecho y me hizo caminar hacia la salida. No
dejé de llorar. No podía hacerlo.
—Es mejor que te vayas. Si quieres
saber algo sobre él puedo enviarte información o reunirnos—dijo.
Su tono era quedo, sosegado y muy masculino. Sentí como cada palabra
tocaba la fibra más sensible de mi alma.
—Sí...
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