Quizás Marius encontró en Daniel la horma de su zapato.
Lestat de Lioncourt
A primera vista era un animal herido.
Un pequeño animal asustado por la tragedia que había visto frente a
él. Temblaba entre la emoción, de saberse vivo, y la desesperación,
por los sueños que aún le perseguían. Sus manos blanquecinas,
igual que su cuerpo, hablaban de noches en vela pulsando las teclas
de su máquina de escribir, bolígrafos que estallaban en sus manos
mientras notaba notas y grabadoras que terminaban sin cinta para
cubrir los pensamientos más desesperantes. Era aberrante saber que
Armand había cometido su primer y mayor pecado. Él no tenía una
mente estable, pero el miedo le había impulsado a crear un monstruo
con el cerebro tan torturado como su alma.
Decidí quedarme con él. No fue una
decisión generosa, sino necesaria. Aún amo a Armand demasiado,
sabía que si Daniel perecía la conciencia se volvería más turbia
y él padecería. Opté por sostenerlo como quien sostiene el corazón
de su ser amado, intentando salvar su vida en un acto desesperado.
Ofrecí un lugar para quedarse,
reservado de todo recuerdo que pudiese afectarle, materiales para que
se concentrase en el arte y dotarle del conocimiento adecuado. Las
primeras semanas fueron de silencio, observación mutua y desdén.
Pero entonces habló. Me habló como si fuese su padre.
—¿Alguna vez has tenido
sueños?—preguntó en un tono educado, aunque generaba cierta
distancia entre ambos. Sabía que yo era su superior, su benefactor,
pero no su amigo. Los padres son así. Son benefactores para muchos,
pero no son cómplices de sus deseos.
—Miles—respondí.
—¿Has cumplido alguno?—dijo con
cierto interés.
—Sí, pero no siempre permanecen a tu
lado—expliqué sentándome en la mesa con él, frente a frente,
mientras un centenar de minúsculas casitas se hallaban como únicos
testigos de aquella conversación.
—Yo tenía el sueño de no morir. He
tenido ese sueño desde que conocí a Louis, pero ahora es una
pesadilla—susurró.
—Porque así lo deseas. Si me
permites guiarte podrás sostener en tus manos las pesadillas,
aplastarla con tus dedos y enviarlas a un rincón tan lejos que no te
hagan daño. Te daré fortaleza, Daniel—comenté mientras tomaba
una de las casas—. Tienes talento.
—Es para no pensar, para no sufrir.
Creo que en ese momento supe que él
hacía sus casas del mismo modo que yo pintaba cuadros. Hacía
aquello para no sufrir. No pensaba en el daño, ni en los sueños
rotos, mis víctimas o mi orgullo desmedido. Tan sólo era feliz
dando pinceladas a cada obra. Cada pincelada significaba una lágrima
menos, una disculpa no dada, un sueño roto y un poco de esperanza.
Terminé apartándome de la mesa, para
quedar a su lado y apoyar mis manos sobre sus hombros. Mis ojos
contemplaron el valle de pequeñas casas, las siniestras sombras que
proyectaban, las numerosas calles amplias y los parques. Era una
ciudad en la cual no interesaba un nombre concreto, una localización,
sino que era un cúmulo de recuerdos. Me incliné sobre él, besé su
mejilla derecha y sentí que por primera vez deseaba amar, no olvidar
y ser maestro de alguien más allá de un simple título eterno.
Con el tiempo el lazo se ha hecho más
fuerte, el amor es evidente, y me he hecho adicto a su compañía.
Sus escuetas preguntas, sinceras y concisas, su mirada profunda y sus
labios rozando los míos son sensaciones placenteras para un hombre
que aún arrastra consigo las numerosas cadenas del orgullo y la ira.
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